«VALOR DE LEY», la otra historia

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Pablo Cantos

Hace años que voy al cine con mi amigo Sergio Barce. A veces las cosas acaban en empate; otras, como esta, en goleada. Acertamos con la elección. Sin embargo, no pintaban así las cosas cuando llegamos: una excursión de abuelos sometidos a la suma perversa de audífono mal calibrado más azafata poco instruida, había dejado el océano de la sala plagado de náufragos en butaca ajena. Un desafío. Una desesperación: ¿Le importaría…? ¿Cómo? Yo de aquí no me muevo. Murmullos, desaires y quejas mientras la bobina publicitaria iba dejando votos de felicidad cristalizada en urbanizaciones chispeantes, estrenos inminentes o burbujas refrescantes; mercaderías todas de chamarileros que escriben bajo cada promesa la leyenda “próximamente”, porque ya se sabe que la dicha es bien ajeno y aplazado. Y, entretanto, la parroquia a lo suyo, que el partido estaba en la grada: Sergio se fajaba con la concurrencia tan prisionero de su propia educación como del desahogo ajeno hasta que, sin más víctima que la paciencia, pudo ocupar su asiento. Y enseguida comenzó la historia: un asesinado, un propósito de venganza, y un tren llegando entre vaharadas de humo hasta un poblacho áspero y hediondo. Y por primera vez, se oyó el silencio. Mandaban los Coen con su filigrana rocosa, como manda el western de toda la vida. Nadie volvió a hablar en la sala; todo lo más, la súplica apagada de algún veterano que pedía orientación a su compañero de asiento porque la memoria le había escamoteado la identidad de cualquiera de los personajes vigorosos que se pasean por esta película. Lo demás ya lo cuenta mi amigo Sergio en su crónica ilustrada y certera, que es también el testimonio rendido de un niño que soñó con ser noble y valiente. A los abuelos también les gustó; seguro, porque solamente sonríen a la salida quienes se han divertido dentro.

Pablo Cantos, 26 de febrero de 2011

P.D. de Sergio Barce: He de decir, Pablo, que yo también me olvidé de los abuelotes que ocupaban la mayor parte del cine en cuanto el aliento del tren inundó la pantalla, pero sólo hasta el instante en el que una anciana, a tres butacas de distancia, justo cuando Cogburn (Jeff Bridges) se disponía a sacar el revólver, contestó su móvil y se puso a charlar probablemente con su nieta de lo que iban a almorzar al día siguiente. No fueron suficientes los constantes siseos de los espectadores que tenía alrededor para arredrarla, ella continuó impasible con su Nokia desenfundado, pegado al oído, e insistiendo en que era mejor un puchero que la parrillada. Cuando por fin volvió a enfundar su arma en su cartuchera de imitación, Cogburn hizo lo mismo en la pantalla. Creo que se había dado por vencido, aunque le dedicó una mirada de soslayo que la hundió en su asiento, sólo por unos segundos…

Tienes razón, pese a esa banda de forajidos que nos rodeaba y nos empujaba contra el acantilado, fue una perfecta jornada de cine. ¡Que vivan los Coen! (que dirían los hombres de Villa)

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Un comentario

  1. Queridos Pablo y Sergio:
    A pesar de ser un amante del género, no he visto todavía la película. El motivo: quería leerme antes la novela. ¡¡Y qué novela!! Me la he merendado en tres tardes. Charles Portis (Arkansas, 1933) es de lo mejorcito que he leído últimamente, así que ahora ando de cabeza mirando si alguna de sus cuatro novelas se han traducido al castellano. Brindad por los Coen, pero no os olvidéis de Portis.
    Un abrazo, amigos.

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