TÁNGER, LA PERRA
por Sergio Barce
(Este fragmento pertenece a mi novela, aún sin publicar, «Tánger, la perra» que se ambienta en el Tánger internacional de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta)
Con parsimonia, desdobló el periódico en cuya portada leyó la noticia de la victoria del partido Wafd en Egipto. El artículo defendía la idea de que algo nuevo se movía bajo los cimientos de los países árabes, de que, tras el oscuro período colonialista occidental, llegaba un aire de independencia y de cambio. Luego, dejando el periódico sobre la mesa, Hourani pensó vagamente en Jacques Duhamel, en el tajo abierto en su cuello, en la indignidad del género humano, algo que siempre le sorprendía pese a su larga experiencia con lo más ignominioso y lo más bajo del hombre; y, quizá por esa misma razón, enseguida esa sucia imagen de la víctima fue borrada por aquel otro día en el que, en la cubierta del Gizéh, aplastado por un cielo plomizo, por la luz aplacada y triste del anochecer, se había arrodillado bajo una cortina intensa de fina lluvia que lo fue envolviendo en su humedad, como abrazándolo. Aquellas gotas de agua, igual que pinchazos de alfileres, escabulléndose por su cabello, colándose por el cuello de su camisa. Sintió el agua chorrearle las mejillas, la ropa mojada, adherida al cuerpo como una incómoda segunda piel. Oía, entre el chapoteo del aguacero, la voz del almuédano orando desde la Gran Mezquita, y fue repitiendo las aleyas jurándose que redimiría su vida desde la nada, seguro de que en Tánger le esperaba la felicidad que hasta ese momento le había sido tan esquiva. Mientras rezaba, sus lágrimas saladas se mezclaban con el agua de lluvia. Veía las gotas transparentes en el torso de sus manos, resbalando por los dedos, y oía otras cientos de gotas de lluvia cayendo sobre la cubierta, igual que suspiros oxidados. Continuó con el rezo, aferrado a él para poder seguir adelante. Sólo le quedaba la oración y la vieja maleta que sujetaba con una cuerda, la misma vieja maleta que vio a su abuelo cruzar el Kurdistán y a su padre atravesar Siria y Persia.
Jamás antes había sido tan consciente de que estaba solo, terriblemente solo. Y Hourani acercó la frente al suelo, tan mojado que no distinguía el roce con el agua que corría por las estrías de la madera de la cubierta. Fue la única vez que Amin Hourani había llorado. Su boca, que le temblaba como el resto del cuerpo, aterido por la humedad, en medio del rezo, pronunció en varias ocasiones el nombre de Salwa. Sabía que era la última vez que iba a pensar en ella. Cuando bajase al muelle, dejaría su recuerdo en el barco, como un equipaje sin dueño. Pero mientras tanto, Hourani repetía ese nombre como si se tratara de otra aleya, una aleya dolorosa, descarnada. Podía aún sentir la fragilidad del cuerpo de Salwa, la había estrechado entre los brazos una semana antes, el último día que había pasado en Beirut. Fue apenas un minuto, entre las alfombras del taller de su hermano, al abrigo de un lugar anónimo, envueltos en el sándalo y el cuero. Había sentido, bajo el caftán, ese cuerpo menudo, espigado, en el que los huesos parecían de cristal. La había palpado con las manos abiertas, aprendiéndose de memoria cada pliegue, cada sombra, cada silencio. Los labios se le habían enredado con su cabello negro y ensortijado, que olía a campo abierto. Notaba la calentura de su respiración, el abismo que comenzaba a separarlos, el desmayo que atenazaba a Salwa y que le impedía decir palabra. Hourani logró hablar y lo hizo por los dos. Nada podía hacerse. Salwa había decidido antes, incluso mucho antes de conocerlo, y Amin Hourani tendría que partir sin ella.
Sólo había conseguido atrapar aquella mirada, intensa, aquellos ojos negros que no se habían cerrado mientras había durado su beso, aquellos ojos negros que lo habían traspasado hasta llegar al estómago, escarbando con una desesperación de agonía. Jamás había sentido como entonces un dolor como ése, extraño, ajeno, que lo obligaba a abrir la boca para respirar, a dar bocados al aire para tratar de no desfallecer.
-Buenos días, comisario –le saludó el director de las Galeries Lafayette al entrar en la terraza.
-Buenos días –respondió Hourani no sin cierto esfuerzo.
Miró la tetera, tratando de calcular el tiempo que levaba allí sentado. Se llenó otro vaso, y abrió de nuevo el periódico. Buscó el número de la lotería agraciado en el día anterior, pero, como siempre, no era el elegido…
3 respuestas
Es indudable que lo que más excita las apetencias literarias del lector, es saber que el autor ha sido encarcelado por sobre excitar la libidinosidad de millones de compatriotas (Groucho Marx)
Vaya, Fatima, no sabía que supieses que fui encarcelado por ese motivo… (Sergio Barce)
Besos
sergio
Estoy buscando información sobre las Galeries Lafayette de Tánger. ¿Dónde estaban al principio?¿Cuando abrieron y cerraron? Algún autor (como Juan Vega en «Il était une fois à Tanger») ha señalado que frente a la Iglesia de la Purísima estuvo Monoprix. Es incorrecto, porque he contactado con la central en Francia y lo han desmentido. En la calle Siaghins estuvieron en 1917 les Magasins Modernes.
Le agradecería alguna información al respecto. En su novela «Tánger la Perra», usted cita a las Galerías Lafayette.
Muchas gracias,
J.M.Martín