Uno de los libros que más satisfacciones me ha dado ha sido, sin duda, Una sirena se ahogó en Larache (Círculo Rojo, 2011). Releyéndolo por encima, me detuve en este fragmento que ahora reproduzco…
Sergio Barce, febrero 2015
Es en la terraza donde El Hach se siente en paz. Sólo necesita algo de buen tiempo para encaramarse ahí arriba, atrancando la puerta de acceso para evitar que le molesten. Sintoniza su pequeño aparato de radio a una emisora de Tánger (sólo a veces lo hace con Radio Nacional de España, como cuando los atentados de Atocha). Con la voz del locutor de fondo, El Hach desbroza un televisor que le ha traído Filali, el del Banco, y en cuanto se mete a fondo en la tarea se olvida de que el mundo sigue girando más abajo.
Abre el cajón que tiene a los pies para sacar las últimas lámparas que aún le quedan; luego, elige una, la que va a utilizar para esa reparación, y al resto las deja en el borde de la mesa y las estudia unos segundos con sus ojos azules y mayores, igual que si estuviese frente a unos grabados antiguos. Saca un pañuelo del bolsillo de la candora que viste y se lo pasa por el ojo derecho. Tras el cristal velado de una de esas lámparas, descubre el perfil de Yazmín, nítidamente, y se queda quieto tratando de no espantar la imagen surgida del pasado. La ve caminar por la Hípica, orgullosa, con su cuerpo elegante y esbelto, los ojos enmarcados con el negro perfil del khol. Sin embargo, ha sido una fracción de tiempo tan efímera que apenas ha sido suficiente para retenerla un instante resbaladizo. Guarda el pañuelo meneando la cabeza de un lado a otro, refunfuñando contra sí mismo.
Hace ya más de año y medio que es incapaz de recordar los detalles exactos del rostro de su mujer, como si Yazmín hubiese de desaparecer también de su memoria. El Hach trata de resistirse a ello, pero a veces piensa que, haga lo que haga será inútil, que acabará como esos otros viejos con los que a veces coincide por la calle y a los que saluda y sólo saben quedarse ahí, frente a él en silencio, sin reconocerlo, con una expresión de desvarío o simplemente perdidos en un vacío de olvidos.
-¡Bábac!
La voz de Rachida lo despabila de sus elucubraciones y, aunque suele protestar cuando alguien sube a la terraza, agradece ahora que su hija haya aparecido. Huele a té y a menta, y deduce con acierto que Rachida trae una bandeja con la tetera y un vaso junto a unos pasteles de dátiles.
Abre la puerta y la deja pasar. Efectivamente, no se ha equivocado y su hija le deja la bandeja en la mesita, junto al televisor. Se pasa una mano por su cabello gris, abundante para su edad.
-Gracias, princesa.
Ella se marcha sin decir nada, y El Hach vuelve a entornar la puerta atrancándola de nuevo con el palo de madera.
Se sirve un vaso de té, lo prueba con un ruidoso sorbo y vuelve en seguida a su quehacer, la única manera que ha hallado para no agobiarse con su miedo a la senilidad o al Alzheimer. Le aterroriza mucho más ser presa de esta enfermedad que de la muerte. A fin de cuentas, se dice, uno muere, acaba todo y sólo has de esperar a que te acepten en el Paraíso. Pero caer enfermo, perder la cabeza, no saber quién eres, olvidar las experiencias vividas, eso, simplemente, es una idea que no soporta.
Arranca un componente del aparato cuando Tami empuja la puerta y el palo de madera cruje levemente. El Hach levanta la vista con paciencia y ve a su nieto asomando por la estrecha abertura de la puerta a la que sigue empujando.
–Bilati, bilati –dice malhumorado. Se acerca, retira la tranca y abre-. ¿Qué quieres?
El niño lo mira con ojos desamparados, como si le pidiera una limosna o implorara de su misericordia. Con la cabeza, El Hach lo invita a pasar a la terraza aceptando que poco puede hacer ante su nieto que siempre logra doblegarlo. En seguida, Tami se acerca a la mesa, curiosea y sus dedos toquetean las piezas que hay en la mesita.
-¿Qué es esto, abuelo?
-Deja, deja, vas a tirar algo…
Comprueba que su nieto trae el coche teledirigido que le comprara en la Burraquía, por la fiesta del Mulud. Se volvió loco cuando vio el regalo. Tami lo lleva consigo de un lado a otro, como a un perro atado a una correa, y se pasa muchas tardes jugando con el coche en la explanada del Majzén, con su amigo Miguelito. El abuelo también le echa un vistazo a sus pies y ve que lleva igualmente las zapatillas Nike, medio deshilachadas después de unos meses. Recuerda, de pronto, que aún no ha pasado por la oficina de cambio de Mayid Yebari para darle las gracias por su intervención en el embarcadero, algo que le contó su nieto hace ya tiempo, y se maldice por su mala cabeza.
Tami deja el coche en el suelo y apoya la barbilla en el borde de la mesa. Sus enormes ojos, tan azules como los del abuelo, van deslizándose por cada una de las herramientas y por las piezas que tiene delante, como si estuviera frente a un expositor desordenado. Cuanto capta lo graba en sus retinas y lo almacena en su memoria, inagotable y portentosa según cuenta El Hach.
-¿Qué estás haciendo, abuelo? –Pregunta con una ingenuidad desarmante.
-¿No lo ves? –El niño menea la cabeza de un lado a otro, sin decidirse por nada.- ¡Me tomo un té!
Los dos sonríen, mientras El Hach alza su vaso, sopla sobre la superficie humeante y sorbe con un ruido que a Tami le recuerda el gorgoteo de una pequeña fuente. Luego, da un mordisco a una de las pastas y el resto se lo da al niño que se lo traga con glotonería.
Pasan un rato juntos, el abuelo finiquitando el trabajo encargado y el nieto admirando su habilidad, que adivina certera, y dando cuenta del resto de los pastelitos de dátiles hechos por las manos delicadas de Rachida. De pronto, El Hach se da cuenta de que la cercanía de Tami le parece emocionante y, aunque lo disimule, no deja de mirarle de hito en hito, regocijado por el hecho de que el niño haya heredado el color de sus ojos; al menos algo suyo en uno de sus descendientes, dice a veces a los conocidos, algo que le recuerda que ha sabido crear una familia y que no terminó al irse Yazmín. (…)
3 respuestas
Enternecedor momento. Gracias…
Frases, párrafos, cargados de sueños e ilusiones, una maravillosa novela llena de esperanza.
Inolvidable su lectura, tanto como inolvidable fue para mí su presentación en el Colegio Luis Vives de Larache… como la misma novela, un sueño lleno de magia, un momento irrepetible que jamás se borrará de mi recuerdo.
Un beso
Es verdad, Joana, aquella presentación quedará en nuestra memoria.
Gracias por tus palabras, siempre tan cariñosas, cercanas y emotivas.
Un beso