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PRIMER CAPÍTULO DE «MALABATA», UNA NOVELA NEGRA DE SERGIO BARCE

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Ya traté de embaucaros con el primer capítulo de mi novela El libro de las palabras robadas (Ediciones del Genel, 2016). Hoy lo hago también con el primer capítulo de otras de mis obras: Malabata (Ediciones del Genal, 2019), una novela negra ambientada en el Tánger de la postguerra, en la que aparece por vez primera el personaje del inspector Amin Hourani (que amenaza con reaparecer en una nueva entrega). 

Malabata arranca así: 

     «Un par de días después de su regreso del desierto de Erg Chebbi, Amin Hourani entró en el Café Colón. Llevaba aún prendido el excitante sabor nocturno de Yamila y saber que volvería a verla en pocas horas abría una pequeña puerta a la esperanza que tanto necesitaba ahora. Se dirigió a la mesa en la que estaban sentados Augusto Cobos y Paul Bowles. Los dos escritores discutían tal vez sobre la novela que Augusto acababa de publicar. Los saludó con un ademán y se dejó caer en la silla que quedaba vacía.

—¿Te encuentras bien, Amin?

La pregunta le llegó como si le gritaran desde muy lejos y reaccionó moviendo la cabeza de un lado a otro. Pese a la decepción por tantas cosas como habían ocurrido en las últimas semanas notó la mano de Paul presionándole el hombro con una inesperada calidez. Su mirada, atravesando el humo que se rizaba desde el Olympic Bleue que sostenía Augusto Cobos entre los dedos, se perdía en la calle que encuadraba el ventanal.

—Mi mejor hombre ha muerto y no he podido hacer nada por evitarlo —dijo.

El inspector jefe Hourani no podía librarse de la imagen de Christian Tesson yaciendo sobre el frío mármol en el depósito de cadáveres, solo y olvidado, algo que le costaba asimilar porque creía que el subinspector no merecía ese final tan trágico. La vida termina siendo injusta demasiadas veces, pero si meditaba en profundidad sobre todo lo ocurrido tenía que admitir que en realidad nada podía haber acabado bien en esa historia. Ahora le parecía que había transcurrido un siglo y, sin embargo, todo se desencadenó tras el asesinato de Jacques Duhamel, cometido apenas unas semanas atrás.

Hourani recordaba que miró una y otra vez ese cuerpo tendido sobre un charco de sangre, una sangre oscura y densa que se había extendido rodeando al cadáver como una suerte de amenaza de sombras. Observó que la boca, torcida a un lado, hacía intuir todo el horror del crimen. Le habían cortado el cuello de un tajo después de apuñalarlo al menos una treintena de veces y tenía las manos agarrotadas, como si hubiese intentado contener la sangre que había explotado en su yugular. Una carnicería. Y además de todo eso, Jacques Duhamel había sido sodomizado con una violencia exacerbada destrozándole el ano hasta convertirlo en una masa deforme de sangre, carne y piel arrancada a tiras. Amin Hourani era incapaz de imaginar cuánto debió de sufrir.

En el charco se distinguían las huellas de los zapatos de los agentes que merodeaban alrededor del cadáver y del médico que habría de certificar su defunción y, como pequeños sellos de lacre, unas monedas recubiertas también de sangre. Se atusó el bigote meneando la cabeza de un lado a otro, con el fez inclinado a la derecha, como un perro de presa que oteara los alrededores antes de lanzarse a la caza.

—Dime, jay, ¿no viste anoche a nadie por aquí cerca? —se dirigía a un hombre que aguardaba a su lado, de unos cincuenta años, enjuto, al que la chilaba parecía quedarle demasiado grande. Lo vio menear la cabeza de un lado a otro, con aire orgulloso. No parecía impresionado en lo más mínimo por lo ocurrido.

Hourani miró hacia el final de la calle de la Tenería, pero se topó con el muro que levantaba la neblina de la madrugada. No había curiosos cerca, aunque no dudaba de que los estarían observando desde los ventanucos. Se alejó lentamente del hombre al que había estado interrogando hasta alcanzar al subinspector Tesson que parecía absorto en sus pensamientos. Sujetaba una libreta entre las manos y llevaba un sombrero negro de ala corta echado hacia atrás y un traje gris marengo algo gastado, de corte italiano, camisa blanca y una corbata negra que se había aflojado al desabotonarse el cuello de la camisa.

—¿Qué ha sacado del vigilante, jefe?

—Tiene un cuarto de madera cerca de la puerta principal. Se queda toda la noche dentro, sin salir, y hace de vigilante. Aunque no sé qué podría hacer si alguien tratase de entrar. Tu sais… —suspiró y miró a su alrededor, por encima de los agentes que seguían buscando alguna pista entre la basura que se agolpaba a la puerta trasera de La Mar Chica—. No ha visto ni escuchado nada.

—Eso no se lo cree nadie —farfulló Tesson chasqueando la lengua—. Pero no va a abrir la boca.

La sirena de un vehículo policial se acercaba a toda velocidad y su estridente sonido inundó la calle. El sol comenzaba a levantar y los primeros rayos de la mañana cayeron justo sobre el inerte rostro de Jacques Duhamel. Eso produjo un efecto óptico atroz resaltando la sangre reseca en su piel ceniza. El subinspector lo observaba en silencio balanceando levemente su cuerpo.

—Es como si lo hubiese violado un batallón de hombres… —dijo el comisario jefe tras atusarse el bigote.

—¿Llevará usted el caso? —preguntó el otro con voz apagada tocándose el borde del ala del sombrero.

—Será lo más prudente.

—De acuerdo. ¿Me necesita para algo más?

—Tesson… No se lo tome a mal, pero es lo mejor para todos.

Miró a su ayudante con sus ojos oscuros y profundos sin ganas de mantener ninguna discusión. Christian Tesson había fruncido el ceño, apretando los dientes, y luego dobló la libreta entre sus manos airadas. Llevaba demasiado tiempo con cuadernos en blanco y silencios recelosos a su alrededor, y aunque creía adivinar que al igual que él Amin Hourani había aterrizado en Tánger buscando su refugio, escapando quizá de algo inconfesable, también sabía que era un hombre prudente y cabal que nunca haría nada que perjudicara a sus subordinados. Y en esta ocasión además la razón lo asistía por completo.

—Le veré en la comisaría —dijo al fin dándole la espalda.

—¡Sólo un par de cosas más! —apuró el inspector jefe—. ¿Sabe cuánto dinero hay tirado en el suelo?

Se fijó entonces en las monedas embalsamadas por la sangre del joven Duhamel.

—Francamente, no me había detenido a… —la comisura de sus labios pareció crisparse o al menos eso le pareció a Hourani. Luego se encontró con una vaga expresión de angustia en su mirada—. ¿Cuál era la segunda cuestión? —preguntó apremiante.

No podía disimular un cierto desasosiego, como si le incomodara continuar allí por un instante más. Notaba que a Hourani le costaba empujar a sus intenciones o a sus órdenes o a lo que fuese que quisiera decirle.

—Límpiese el zapato… —le sugirió entonces en un murmullo de disgusto.

El subinspector bajó la mirada y advirtió unas salpicaduras de sangre que le cubrían la puntera del zapato derecho. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo del pantalón y frotó la mancha concentrando en ella toda la cólera acumulada hasta que desapareció por completo. Al incorporarse se dio de bruces con los ojos de su superior que se limitaba a asentir levemente con la cabeza.

—Hoy hemos actuado como una auténtica manada de elefantes —dijo arqueando las cejas—. Como unos arrogantes y estúpidos principiantes.

—Lo siento.

Sabía que el reproche iba dirigido a él puesto que era el oficial de mayor graduación de los que se encontraban en el escenario del crimen, pero su disculpa era fingida. Sólo deseaba marcharse de allí lo antes posible, así que dio media vuelta y se alejó con paso firme. Hourani lo vio llegar a la esquina caminando con los hombros caídos, como si soportara un gran peso a sus espaldas, hasta girar sin mirar atrás. Desapareció con la determinación de quien abandona un lugar definitivamente. Echó entonces una ojeada a los agentes que seguían moviéndose a su alrededor.

—¡Abdel! Ayi, ayi! —llamó de pronto al más joven de sus hombres que estudiaba con curiosidad la expresión de la víctima—. ¿Qué haces? —el agente respondió encogiéndose de hombros—. Ayi! ¿Qué hacías? Dime, ¿qué estabas haciendo? ¿Es que nunca has visto un cadáver?

A Abdel le parecía que el inspector jefe era de esa clase de hombres destinados a grandes empresas. Le imponía su estatura y su mirada implacable, sus manos fuertes y grandes.

—Es el primer muerto que… ¿Puedo comentarle algo, señor? —fue su ilusión por hacer bien las cosas la que lo envalentonó, y Hourani asintió—. Hace un tiempo estuve en el nuevo Kursaal Internacional…

Bajó los ojos como si al decir aquello se hubiese avergonzado. El fino vello que le crecía en el bigote como una sombra pálida acentuaba su aspecto frágil y adolescente. Amin Hourani lo miró de arriba abajo. Le costaba imaginarse a ese chico en ese local, entre los habituales que bajaban del Monte Viejo y los clientes que llegaban en sus lujosos yates desde Montecarlo o la Florida. Pero intuyó que le tenía reservado algo interesante.

—¿Te invitaron? —le preguntó sin evitar un tono socarrón en la pregunta.

—Fui con el inspector Medina. Seguíamos a esos americanos que…

Hourani asintió con la cabeza interrumpiéndolo con un ademán. Él mismo se lo había impuesto a Medina como compañero, aunque le jodiera trabajar con los novatos. Se podía acusar a Sebastián Medina de muchas cosas, pero nadie dudaba ni de su entrega cuando trabajaba ni de su lealtad con los compañeros. El inspector jefe vio llegar a la ambulancia que se llevaría al cuerpo de Jacques Duhamel. Por un segundo pensó en lo absurdo que resultaba utilizar una ambulancia para transportar un cadáver.

—Al grano.

—Aquella noche ocurrió algo que podría tener algo que ver con lo sucedido —Abdel se llevó las manos a la espalda como si diera un parte de guerra—. Este hombre… Jacques Duhamel, apareció por detrás del escenario e interrumpió el espectáculo; la música cesó y se armó un pequeño alboroto en el cabaret. Parecía estar borracho y derribó varias mesas buscando la salida. El inspector Medina me dijo que le pareció que iba herido. Entonces alguien gritó que necesitaban un médico. Entre los espectadores estaba el doctor Mazzoni y se dirigió de inmediato a los camerinos. El inspector me ordenó que siguiese al médico por si había algún problema. Hallé un herido por arma blanca. Sólo había sido una disputa entre borrachos que se peleaban por una prostituta y me marché al poco, en cuanto llegó la patrulla.

—¿Una puta trabajando entre bastidores en el nuevo Kursaal? —Hourani se ajustó el fez—. No se permite que entren solas, y si alguna lo hace es porque llega bien acompañada.

—Tal vez me equivoque, señor. Tal vez fuese una de las bailarinas del espectáculo.

—Pues ése es un detalle que no debiera pasarte desapercibido —alisándose el bigote miró a Abdel con fingida reprobación. A veces debía de actuar con arreglo a su rango—. Je ne peux pas y croire! ¿Es que te parece lo mismo una puta que una bailarina?

—Mi padre decía que las prostitutas tienen algo de artistas porque para verlas hay que pagar entrada.

Hourani se rio de su ocurrencia y el joven esbozó una sonrisa mirando de soslayo a su alrededor. Rezó para que nadie más lo hubiese oído. El inspector jefe pensó que era inútil tratar de mostrarse severo cuando enfrente tenía a un hombre aún íntegro.

—Es una manera curiosa de enfocar el asunto. Pero continúa, Abdel.

—Pues verá, señor. Me encontré con dos hombres, dos españoles. Uno estaba tan borracho que apenas reparé en él. Estaba en el suelo cubierto de vómitos. Y había otro malherido, con un corte en la cara. Le habían dado un buen navajazo. El doctor Mazzoni lo atendió enseguida y comentó que su rostro quedaría marcado para siempre.

Amin Hourani chasqueó la lengua y entornó los ojos, abrochándose la chaqueta de doble pecho, cepillada con cuidado. Llevaba la raya del pantalón perfectamente marcada, la corbata impecable, al igual que la camisa celeste. Incluso en el color rojo del fez se presumía su pulcritud. Metió las manos en los bolsillos y luego miró por encima de Abdel.

—¿Y qué hiciste entonces?

—Me acerqué a él. En cuanto me identifiqué pareció calmarse. Aunque la herida tenía mala pinta no le di importancia a lo ocurrido porque se trataba de una simple riña. Además, me tranquilizó que el inspector Medina hablase con ese hombre que le prometió acudir a la comisaría para denunciar los hechos —Abdel añadió esto último forzando la voz con la intención de mostrarse como un agente que sabe por dónde pisa o tal vez para cubrir su propia intervención—. Imaginé que la patrulla que llegaba en ese momento se encargaría del asunto y detendrían al agresor, al que ese hombre había identificado como Jacques Duhamel.

D´accord —el inspector jefe sonrió sin ocultar una inesperada simpatía por ese agente bisoño y entusiasta—. Profetizo que un día ocuparás mi puesto. Sí, Abdel, llegarás alto.

Incha Al´láh! Gracias, señor.

—Este es un mal asunto, jay. Un feo asunto.

—No comprendo —el agente se sintió aturdido.

—Abdel, si ése fuese un muerto de hambre probablemente yo no estaría aquí y a nadie le importaría ese cadáver. Pero cuando la víctima es el hijo de uno de los hombres más ricos de Francia lo que llevamos entre manos se transforma entonces en un turbio asunto.

Dieron unos pasos alrededor del cuerpo. La actitud de Hourani evidenciaba que su cabeza no cesaba de trabajar. La luz metálica de la mañana cubría su piel oscura como una capa de espeso aceite. Con la punta del pie señaló entonces las pesetas teñidas de bermellón.

—Cuando comprueben cuántas monedas hay ahí tiradas, infórmame.

Volvió a dar unos pasos separándose de Abdel. Calculó que desde la puerta de servicio de La Mar Chica hasta el lugar donde yacía el joven no habría más de diez metros. De noche no debía de resultar nada fácil poder verlo confundido con la basura que se amontonaba allí. La gente salía por la puerta principal buscando el puerto, la avenida y la subida al boulevard y Jacques Duhamel había muerto entre bolsas, desechos y un denso olor a orines. Había muerto como un perro sarnoso. Un perro al que habían torturado de la manera más sádica. Desvió la mirada y se quedó quieto observando cómo los enfermeros levantaban el cuerpo, lo depositaban sobre la camilla y finalmente lo cubrían con una sábana blanca.

 

Amin Hourani era un hombre hecho a sí mismo. Pertenecía a una vieja dinastía de desarraigados. Hijo de emigrantes marroquíes, pero de nacionalidad belga, había nacido en Beirut, a donde regresaría siendo ya adulto para abandonarlo de nuevo. Se marchó del Líbano a bordo del Gizéh con la única compañía de su maleta de madera. Y dos semanas más tarde, bajo un fuerte aguacero, desembarcaba en Tánger. Lo hizo justo al inicio de la cuarta oración que él cumplió en la cubierta del mercante arrodillándose en dirección a La Meca. Eso ocurría pocas semanas antes de que se permitiese al general Franco ocupar la plaza.

Llegaba a Marruecos con la experiencia de sus años de policía en Bruselas y su trabajo de asesor en Beirut con el ánimo maltrecho y la vaga ilusión de reconstruir su vida en el país de sus ancestros, aunque él no lo conocía más que de boca de su abuelo. La tristeza de ese cielo grisáceo lo compungió hasta el extremo de hacerle recordar el entierro de su padre, sepultado en tierra extraña sin la compañía de ninguno de los suyos. Al bajar al muelle pensó que la suerte estaba echada.

Incha Al´ láh —murmuró cuando sellaron su pasaporte.

Once años después de aquel primer día el inspector jefe Amin Hourani se consideraba ya un tanyaui de los pies a la cabeza. Y tenía muy claro lo que significaba ser un auténtico tanyaui: no eres de ningún sitio, careces de patria y desconoces tu bandera, pero sabes quiénes son tus amigos y dónde deberías morir.

Una vez que la ambulancia se llevó el cuerpo de Jacques Duhamel, Amin Hourani decidió caminar solo y sus pasos lo llevaron a la Pensión Fuentes. Llegó sumido en sus recuerdos, fumando uno de los puros cubanos que la señora Hutton solía enviarle cada mes, y al instante percibió la incomodidad que su presencia acababa de provocar en algunos de los clientes. Se sentó en una de las mesas más apartadas y en seguida Manuel le sirvió un vaso y una tetera humeante junto al periódico del día. Vertió el té y luego se echó atrás acomodándose en la silla mientras daba otra calada al puro. Siguió con la mirada los movimientos autómatas de Manuel hasta que a hurtadillas alguien se le acercó por la espalda y le habló al oído.

—Jefe, ¿es cierto que le han cortado el cuello al hijo de monsieur Duhamel? —el olor a coñac oxidado que le llegó del intruso hizo que Hourani reconociese al viejo Anselmo, perenne aspirante a periodista de sucesos. La voz se había barnizado con un fingido y torpe tono de seducción—. Dígame algo que no se sepa, que pueda publicar en el España.

—Creemos que es obra de los masones —deslizó como si compartiera con Anselmo una información reservada—. Lo han ejecutado siguiendo un viejo ritual empleado por una de las logias más antiguas, tu sais.

—¡Menudo notición me está pasando, jefe! —Anselmo sacó un pequeño bloc de la americana de pana que colgaba de sus hombros con deslucida elegancia y escribió algo con un lápiz—. ¿Algo más, jefe? Siempre que no le comprometa, por supuesto.

—Que como publiques algo de la estupidez que acabo de inventarme te mando al inspector Medina.

—¡Joder!

El aliento nauseabundo de Anselmo desapareció y Hourani recuperó algo de la placidez que solía hallar en el café de la Pensión Fuentes. Desplegó el periódico que había sobre la mesa. En su portada leyó la noticia de la victoria del partido Wafd en Egipto. El artículo explicaba que algo se movía bajo los cimientos de los países árabes, pero sin profundizar en ese nuevo aire de independencia que comenzaba a soplar. Luego, dejando el periódico a un lado, Hourani pensó vagamente en Jacques Duhamel, en el tajo abierto en su cuello, en las puñaladas que cosían su torso, en la manera salvaje y ruin como había sido violado, en la indignidad del género humano, algo que siempre le sorprendía pese a su larga experiencia con lo más ignominioso y lo más bajo del hombre, y quizá por esa misma razón enseguida la imagen de la víctima fue borrada por aquella otra que guardaba de su llegada a Tánger. Era la imagen del día en el que en la cubierta del Gizéh se había arrodillado bajo una intensa cortina de lluvia que fue abrazándolo poco a poco. Podía notar aún aquellas gotas de agua que se escabulleron entre su cabello, colándose por el cuello de su camisa, chorreándole por la cara, y cómo la ropa mojada se fue adhiriendo a su cuerpo como una incómoda segunda piel. Y también era capaz de recordar la voz del almuédano orando desde la Gran Mezquita y cómo él fue repitiendo las aleyas jurándose que redimiría su vida desde la nada, seguro de que en Tánger lo esperaba la felicidad que hasta ese momento le había sido tan esquiva. Mientras rezaba, sus lágrimas saladas se mezclaron con el agua de lluvia. Continuó con el rezo, aferrado a él para poder seguir adelante. Sólo le quedaba la oración y la vieja maleta que sujetaba con una cuerda, la misma vieja maleta que vio a su abuelo cruzar todo el norte de África y a su padre salir del Líbano para llevar a toda su familia a tierras belgas. Recordaba con nitidez que su boca le temblaba, como el resto del cuerpo, y que en medio del rezo pronunció el nombre de Salwa. Sabía que era la última vez que iba a pensar en ella, que cuando bajase al muelle dejaría su recuerdo en el barco como un equipaje sin dueño, pero repetía su nombre como si se tratara de otra aleya, dolorosa y descarnada. Podía aún sentir la fragilidad del cuerpo de Salwa. La había estrechado entre los brazos el último día que había pasado en Beirut. Fueron apenas unos minutos, escondidos en el taller de su hermano, envueltos en el sándalo y el cuero. Había sentido bajo el caftán su cuerpo menudo, espigado, en el que los huesos parecían de cristal. La había palpado con las manos abiertas aprendiéndose de memoria cada pliegue, cada sombra, cada silencio. Los labios se le habían enredado con su cabello negro y ensortijado que olía a campo abierto. Notaba la calentura de su respiración, el abismo que comenzaba a separarlos, el desmayo que atenazaba a Salwa y que le impedía decir palabra. Hourani logró hablar y lo hizo por los dos. Nada podía hacerse. Salwa había decidido antes, incluso mucho antes de conocerlo, y tendría que partir sin ella. Sólo había conseguido atrapar su intensa mirada memorizando aquellos ojos negros que no se habían cerrado mientras había durado su beso, aquellos ojos negros que lo habían traspasado hasta llegarle al estómago escarbando con una desesperación de agonía. Jamás había sentido un dolor como ése, que lo obligaba a abrir la boca para respirar y a dar bocados al aire para tratar de no desfallecer. Jamás antes había sido tan consciente de que estaba solo, terriblemente solo.

—Buenos días, inspector jefe.

Amin Hourani pareció despertar. Levantó los ojos y reconoció al hombre que acababa de saludarle al pasar a su lado. Era el director de las Galeries Lafayette.

—Buenos días —respondió segundos después no sin cierto esfuerzo.

Miró la tetera tratando de calcular el tiempo que llevaba allí sentado. Se llenó otro vaso, abrió de nuevo el periódico y buscó el número de la lotería agraciado en el día anterior, pero como siempre no era el elegido por Medina…» 

 

Foto de Fran Morales
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I am a writer, blogger, and traveler. Being creative and making things keep me happy is my life's motto.

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