Quizá, tras el Romance Judeo Español de Larache, no esté nada mal reincidir un poco en el hecho de que en Larache conviviésemos las tres religiones monoteístas de una manera pacífica y respetuosa. Algo que, de alguna manera, reflejé en mi siguiente relato:
AL OTRO LADO DEL ESTRECHO
-Y ahora, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen.
Jacobi se acordaba perfectamente de las palabras del señor Beniflah, como si fuera ayer mismo. Era curioso, porque otras veces Jacobi no era capaz de recordar lo que había hecho en el jardín una hora antes. Se consolaba pensando que eran las cosas de la memoria que ni los loqueros eran capaces de explicar.
Habían pasado muchos años desde aquellas fiestas a las que les invitaba la familia Beniflah. Podía calcularlo con exactitud si se lo proponía, pero era una labor ingrata y desalentadora: ingrata porque tendría que dedicar su escaso tiempo a hacer esos cálculos y desalentadora porque, seguramente, le haría sentir más viejo de lo que ya era. Jacobi Benasuly se sentó en el porche y se sirvió un café solo. Cuando lo acabó, sacó un pequeño saquito del bolsillo de la camisa, lo desanudó y vertió con cuidado un poco de rapé en el dorso de la mano. Acercó la mano a la nariz y lo absorbió aspirando con fuerza. Volvió a cerrar la bolsita, la devolvió a su sitio y se quedó quieto, allí sentado, abotargado por la placidez de esa tarde de verano.
Tenía en frente, a lo lejos, justo al borde del abismo, la costa de Africa. Jacobi alcanzaba a verla en los días claros de verano, como ése, cuando la bruma parecía haberse evaporado y las aguas se calmaban temporalmente. El efecto óptico, desde las playas de Tarifa, le hacía creer que podría alcanzarla a nado, pero Jacobi sabía que no era así. Los restos de las pateras encalladas contra las rocas daban fe de lo contrario. Seguramente, pensaba Jacobi, esos pobres diablos que cruzan con su desesperación a cuestas lo hacen movidos por ese anzuelo indigno que ha creado Dios. No, aquellas tierras distaban tanto de esta costa como los años que separaban ese día de aquel otro en que Jacobi Benasuly decidió abandonar Tánger.
-Hoy hace treinta años. Treinta –masculló Jacobi apretando los dientes.
Estaba sentado en el porche de su casa, en una silla de mimbre. El pequeño jardín estaba algo descuidado, con los primeros matojos avanzando por los costados y las esquinas del césped amarillentas y resecas. Había un silencio repetitivo en las dos habitaciones, en el salón, en la cocina y en el cuarto de baño. El mismo silencio que se había instalado en la vida de Jacobi Benasuly desde que Ruth murió. Estaba tan acostumbrado a ella que, a veces, olvidando que lo había dejado para siempre dos años antes, la llamaba desde el porche.
-¡Ruth!¡Ruth!
Su voz regresaba al estrellarse contra las paredes deshabitadas y le zarandeaba la memoria. La boca de Jacobi se contraía en una mueca desencajada, sintiendo un sabor ocre entre los dientes. Entonces, si era uno de esos días claros de verano, si era uno de esos días en los que podía ver la costa de Africa, se acomodaba en la silla de mimbre y sentía un estremecimiento. Era el momento de cerrar los ojos, de realizar ese viaje que nunca se había atrevido a hacer, pese al Ferry que unía Tarifa con Tánger. Qué fácil le habría resultado pagar un billete y saldar esa deuda pendiente, pero jamás pudo hacerlo. Y, para cuando Ruth lo había convencido de regresar, de volver a Tánger y luego, por supuesto, de bajar a Larache, ella cayó enferma y, sin avisar con tiempo, lo dejó solo en aquel pasillo inhóspito del Hospital.
Ruth no llegó a saberlo, pero Jacobi ya había sacado los billetes del Ferry. Jacobi Benasuly los había guardado en el arcón, bajo llave, al día siguiente del funeral, junto a las cartas que Ruth le escribiera cuando novios. Esos billetes habían sido su carta de amor, pero nunca llegaron a su destino.
Con los ojos cerrados, Jacobi podía sentir la mano aniñada de Ruth engullida por la suya, asiéndola con fuerza para que no se le escapase, para que ella sintiese que ese apretón era un intenso beso. Bajaban del Ibn Batuta, salían del puerto y llegaban caminando al mirador del Boulevard Pasteur. El cabello pelirrojo de Ruth se mecía con la suave brisa que escalaba hasta la ciudad, y Jacobi se resistía a dejar de mirarla. Luego, se acercaban a la casa que ocuparon hasta su marcha, cerca del Cine Roxy. Pero Ruth le susurraba que quería ir a Larache, donde nacieron, donde se enamoraron, donde se casaron y donde ambos tenían enterrados a sus padres, en el cementerio judío. Jacobi pensó en su padre, tras el pequeño mostrador de su joyería del Zoco Chico, donde no sólo ofrecía su mercancía de oro y plata, sino donde igualmente regalaba un sabio consejo o daba de comer a los más pobres. Y lo veía igualmente en la sinagoga, rezando por toda su familia. Sin embargo, el recuerdo más nítido que guardaba de él era en los días del Pessah, cuando acudían juntos a la casa del señor Beniflah para reunirse alrededor de la mesa y compartir las matzas recién hechas que preparaba la abuela Miriam. Entonces era cuando su padre se sentía más orgulloso, más libre.
Qué cerca estaba la costa, qué cerca pero qué lejos. Jacobi Benasuly dejó Tánger y dejó su Joyería Jacob, con el mayor de los dolores, con el desgarro del desamparo. Había pensado primero seguir los consejos de su padre.
-Si un día has de marcharte, hazlo a Jerusalem –le había dicho acariciándole la cabeza.
Pero, al final, Ruth tuvo la última y más contundente de las palabras.
-¿Qué dices, Jacobi? Jerusalem… ¿Y cuándo regresaremos? Vamos a España, Jacobi. Cuanto más cerca de nuestros padres, mejor.
Se instalaron en Tarifa, pensando que todo era provisional, que habrían de volver sin remedio. Y, sin saber el motivo, a tan escasos kilómetros, a menos de treinta minutos en el Ferry, los años pasaron sobre ellos arrollándolos, como un ciclón, y Jacobi vivió con el deseo de volver pero con la firme determinación de que las cosas continuaran como estaban, de recordar todo tal y como lo dejaron. Ya estaba cansado de las desilusiones.
Volvió a cerrar los ojos. Habían llegado a Larache. Paseaban por la calle Barcelona, bajaban hasta el Palacio de la Duquesa de Guisa y saludaban a don Julián, que esperaba la llegada de los alumnos en la puerta de la Academia Aixelá. Se metían en la Burraquía, donde Ruth se compraba dos retales de tela amarilla y celeste para confeccionarse uno de esos vestidos ligeros y amplios que tanto le agradaban y que tan atractiva la hacían. Mientras tanto, Jacobi se entretenía comprando en el bacalito que estaba junto al Cine Avenida y charlaba un rato con Tomás Cabezos.
-¿Nos veremos en el Casino? –le preguntaba Tomás con las manos metidas en los bolsillos.
-Sí, hoy no puedo fallar –respondía Jacobi con falsa solemnidad. Sabía que sus compañeros lo estarían esperando para jugar las semifinales del campeonato de dominó.
Luego, compraba un ejemplar del periódico El Chivato y lo doblaba con esmero para leerlo con calma en casa. Ruth lo había alcanzado con sus retales envueltos en un papel espartano y áspero, y lo había agarrado del brazo.
-¿Compraste todo lo que querías?
-Sí, marido.
Jacobi le había preguntado porque no sería la primera vez que a Ruth se le olvidara algo y regresara de nuevo a la Burraquía. Siguieron, pues, su paseo hasta llegar a la calle Chinguiti. Se cruzaban con los Montecatini y los Rosendo, y Jacobi se detenía para saludar al señor Beniflah.
-¿Cómo va todo en el Banco, señor Beniflah?
-Ya sabe, señor Benasuly, con estos cristianos no se pueden llevar las cosas bien. Son buena gente, pero parece que el dinero les sobra y no aprecian el trabajo. En fin, qué le vamos a hacer.
El señor Beniflah era serio pero amable, extremadamente educado y comedido. A Jacobi le gustaba pararse a saludarlo porque admiraba sus ademanes elegantes y porque, para él, era un honor que los demás lo viesen hablar con el señor Beniflah. En realidad, pese a las reglas de cortesía, Jacobi sabía que era el mejor amigo de su padre y el hombre más espléndido que había conocido. Tenía guardados, como un tesoro, los días del Pessah en que acudía a la casa del señor Beniflah invitados junto a Mustapha Ben Laabi y a Manuel Gallardo. Escuchaba su voz modulada desde las escaleras.
-Y ahora, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen.
Era el preciso momento, la señal esperada que indicaba que tanto su padre como Mustapha Ben Laabi y Manuel Gallardo podían subir a la casa. Jacobi iba pegado a la pernera del pantalón de su padre, movido por la curiosidad, pero profundamente emocionado. Entraban a la casa del señor Beniflah, donde la familia los recibía con los brazos abiertos y una bandeja de matzas.
-Cerrad la puerta, ya entraron.
Con estas palabras, el señor Beniflah les daba tanto la bienvenida como sellaba de manera solemne el ritual de esa celebración que congregaba cada año a la familia, al mejor amigo del señor Beniflah, y a un cristiano y a un musulmán para sentarse juntos alrededor de la misma mesa y recordar la liberación del pueblo de Israel.
Tras saludar al señor Beniflah, que solía despedirse con una inclinación de cabeza dedicada a Ruth, tomaban un vino en el Bar Matías y entonces era cuando a ella se le sonrojaban las mejillas. Para Jacobi era el instante mágico en el que los ojos atigrados de Ruth se iluminaban con un brillo extravagante y solícito, cuando Ruth le rogaba al oído que la llevase urgentemente a casa porque necesitaba besarlo sin más demora.
Jacobi se llevó una mano al pecho. Los bronquios bufaban con renuencia, como si fuesen a hacerse jirones. De pronto, una punzada lo obligó a doblarse sobre las rodillas. No era la primera vez que le ocurría.
-Ruth… –pronunció el nombre casi en un hilo de voz inaudible.
Sacudió la cabeza, molesto una vez más por llamarla, por creer por un segundo que ella seguía viva. Al levantarse, cuando el dolor se había hecho ya soportable, Jacobi Benasuly se apoyó en la columna del porche y se quedó mirando la costa de Africa. Era uno de esos días claros de verano, de azul lapislázuli. Los ojos se le anegaron de ausencia y de silencio, y sintió que un ardor de hielo se le incrustaba en el estómago. Vio, en un imperceptible instante, a Ruth. Se desvestía en el dormitorio, dejando deslizar la enagua y descalzándose con gestos estudiados. Sus ojos verdes seguían brillando con picardía.
-Anda, marido, ven aquí.
Jacobi se le acercaba con las armas entregadas, sin negociación previa, sin demora. Sólo se dejaba hacer.
-Debimos regresar, Ruth. Debimos regresar –dijo Jacobi, descansando aún en la columna del porche, sin apartar la vista de aquella costa tan cercana pero que le parecía tan inalcanzable.
Sergio Barce