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«AUSTROHÚNGARO», UN RELATO DE MAURO GUILLÉN GRECH

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Mauro Guillén Grech (Valencia, 1961). Según él mismo se define: es abogado de formación, editor de profesión y funcionario de condición. Lleva más de veinte años trabajando en el mundo editorial, colaborando tanto con editoriales privadas como con las institucionales. Director de Publicaciones de la Generalitat Valenciana. Imparte clases de autoedición para autores. Es el coordinador (y miembro) de la Generación Bibliocafé, con la que ha editado varios libros. Y gracias a Mauro, algunos de mis relatos forman parte de sus cuidadas publicaciones de esta Generación Bibliocafé (los libros de relatos Sesión continua, Animales en su tinta y Último encuentro en Bibliocafé).

Mauro Guillén Grech, entre Franz Kelle y Fuensanta Niñirolo
Mauro Guillén Grech, entre Franz Kelle y Fuensanta Niñirolo

Esta experiencia me ha permitido descubrir a alguien generoso y muy accesible, que dirige pero no impone, que te hace sentir que participas en algo que realmente merece la pena.

Pero Mauro es, además, un excelente narrador. Comenzó a escribir relatos <en un absurdo intento de querer conocer como se sienten los autores a los cuales he «soportado» durante tantos años> (Mauro dixit). No sé si habrá conseguido conocer como se sienten los autores, pero lo que sí sé es que sus cuentos están llenos de matices, de buen pulso narrativo y de un soterrado humor. Tiene una forma de escribir invisible, lo que quiere decir que mantiene muy bien el tono y el ritmo, y que nada chirría en su estructura, elementos esenciales para un relato corto.

SesionContinuaPortada

Uno de estos cuentos forma parte del mencionado libro Sesión continua (Generación Bibliocafé. Jam Ediciones – Valencia, 2013). Se titula “Austrohúngaro”, y, quien ama el cine, ya tiene una pista.

Mauro concibió Sesión continua como un libro de relatos cortos que tuviesen como tema común el cine, en el más amplio sentido, y cada autor, acabado su relato, debía aconsejar al lector una película. Mauro supo unir su cuento con la película que propone. Y es que el haber conocido personalmente a Luis García Berlanga (de una manera casi familiar) le permite hacer varios guiños a quienes como aficionados conocemos el mundo berlanguiano, y, además de eso, construir un simpático retrato del realizador valenciano en los años en los que pasaba de la infancia a la adolescencia. Consigue dibujarte una sonrisa en los labios mientras lo lees, y es capaz de hacer que el lector se imagine las escenas como si de una película en blanco y negro se trataran. Un cuento delicioso y lleno de embrujo cinematográfico.

Berlanga, dirigiendo "Novio a la vista"
Berlanga, dirigiendo «Novio a la vista»

Mauro acaba sugiriéndonos a los lectores la película que, a mi entender, es la más impactante de Berlanga: El verdugo, una obra maestra. Y las razones que da para que volvamos a verla son, simplemente, incontestables.

Para los larachenses seguidores de mi blog, un último apunte: efectivamente, el segundo apellido de Mauro está íntimamente ligado a Larache.

Sergio Barce, febrero 2014

AUSTROHÚNGARO 

Una calurosa tarde de primavera, al salir de misa de seis en la iglesia de San Lorenzo, Luis, con apenas 11 años, se quedó embobado observando con deleite el escaparate de la Corsetería Vicentita. Para él fue como sufrir el famoso síndrome de Stendhal pero con fajas y sostenes, bien armados para poder contener la carne a resguardo de la concupiscencia.

Su madre, doña Amparo, mujer de orden y fuertes creencias religiosas, actuó rápido, disparando una sonora colleja sobre su nuca.

—¡Luisito!, pero ¿qué haces? Degenerado, enfermo…, austrohúngaro ¡ya verás cuando se entere tu padre!

Y, agarrándolo fuertemente del brazo, tiró de él hasta llevarlo a su casa. Nada más entrar en la vivienda familiar, Luis fue mandado a su cuarto, castigado hasta que llegase su padre, sin que ni él ni sus hermanos entendiesen muy bien la razón y dimensión de semejante correctivo. Mientras, doña Amparo esperaba muy nerviosa la llegada de su marido.

Cuando a última hora de la tarde llegó don José a su casa, su mujer le asaltó y, con exagerada teatralidad, le relató la conducta del niño. Don José, hombre liberal y además diputado en Cortes, no le prestó demasiada atención, y se limitó a decir, eso sí, con mucha solemnidad: «hágase lo que se tenga que hacer». Lo cual venía a significar que Luisito quedaba a merced de su madre.

Doña Amparo, tras consultar con su confesor, decidió que el niño debería hablar con alguno de los padres jesuitas del Colegio San José, donde recibía clases. Y así fue. El joven padre Dimas estuvo hablando primero con Luis y luego con su madre, despachando rápidamente el asunto. No había de qué preocuparse, Luis estaba despertando a la adolescencia, y los calores de la primavera estaban ayudando a ello, lo único que debía hacer era vigilarlo para evitar que la cosa fuese a mayores.

Doña Amparo, que padecía una tremenda sordera en su oído izquierdo y también a veces oía lo que quería, se quedó con la idea de que «había de qué preocuparse», porque el asunto «iba a mayores».

Desde ese momento, Luis fue objeto de una férrea vigilancia por parte de esta, que no lo dejaba pasar un solo minuto ni a sol ni a sombra. De casa al colegio y del colegio a casa.

El pobre Luis, un niño algo introvertido, sensible y apocado, a pesar de la vigilancia materna no podía renunciar a su extraordinaria capacidad de observación de todo lo que le rodeaba. Ello le permitía almacenar en el córtex temporal de su cerebro cientos de imágenes y situaciones. Allí por donde pasaba, retenía todo lo que veía, ya fuese una banda de música, aquel pescador llamado Langosta, una fuente luminosa «con chorrito», la imagen del cartel anunciando la capea del torero Limeño o el sinuoso movimiento de caderas de una mujer.

Los domingos, después de misa, doña Amparo llevaba a sus hijos a la Pastelería Martí, en la bajada de San Francisco, y allí Luisito se ponía morado de pasteles de chocolate, olvidándose por un momento de sus ensoñaciones, pues el chocolate era lo único que le sublimaba más que su imaginación. Hasta que un domingo, un trágico domingo, Encarnita —la joven dependienta de la pastelería— se subió a una pequeña escalera para alcanzar unos bombones del último anaquel, dejando al aire sus finos y bien dibujados tobillos que anunciaban unas lustrosas pantorrillas como tocinitos de cielo, lo cual provocó en Luis una nueva visión que lo dejó en estado catatónico.

Ante este nuevo episodio de inmoralidad, doña Amparo tuvo la confirmación de que, en efecto, la cosa estaba pasando a mayores y que, consecuentemente, el problema se debía atajar de forma radical.

Tras consultarlo con don José, quien asintió con un leve gesto de cabeza acompañado de las palabras «así sea», la buena señora buscó una solución médica a tan embarazoso asunto: la visita a la consulta del doctor Leguineche, afamado médico especializado en enfermedades «de los hombres», muy distinguido en la sociedad valenciana, quien, además, presumía de haber estudiado en París, como acreditaba un pomposo diploma que presidía su despacho.

Tras examinar al niño y escuchar a doña Amparo, el doctor Leguineche lanzó su diagnóstico con una innecesaria erudición:

—Señora, este niño sufre de voyeurismo.

—Dios mío, y ¿eso es contagioso? Comprenda, doctor, que tengo tres hijos más en casa… —dijo doña Amparo, acercándose en exceso al doctor para interpretar bien sus palabras.

El doctor Leguineche miró con vehemencia a la madre de Luisito, y aclaró:

—Señora, que el niño es un mirón, un pobre púber que alcanza la satisfacción mediante la contemplación de las mujeres.

—Pero eso…, eso es terrible, ¿qué se puede hacer? ¿Qué medicación debe tomar? ¿Inyecciones…?

—Tranquila, mujer, tranquila, aún estamos a tiempo de corregirlo. Lo importante es que se adopten las medidas oportunas para evitar que su hijo se acabe convirtiendo en un voyeur.

—¿Un voyeur?

—Un mirón, doña Amparo, un mirón.

La pobre mujer volvió precipitadamente a su casa y asedió a don José, quien, como siempre, se encontraba en su despacho ocupado con sus cosas de diputado.

—José, que Luisito va a ser un voyeur.

—¿Pero no habíamos quedado que sería abogado?

—¡Por Dios, José, que es un enfermo, un mirón, José, un mirón! —exclamó doña Amparo con la misma vehemencia que el doctor Leguineche.

—Pero, mujer, no seamos tremendistas.

La verdad es que don José se sonrió por dentro, ya que él también disfrutaba mucho mirando a las coristas en los cabarés de Madrid…, ¡que la vida de un diputado a Cortes no solo se reduce a su escaño!

—Hay que solucionar esto ya, sin más demora.

—¿Y qué te ha recomendado el doctor Leguineche?

—Vida sana, aire puro y disciplina, mucha disciplina. Vamos a mandar a los niños a estudiar a Suiza; se acabó la tontería de los Jesuitas.

—¿Suiza? ¿Y no bastaría con internarlos en Requena o en el mismo Camporrobles? Allí el aire también es puro, y hace un frío que…

—De eso nada, a Suiza, a los Alpes, al colegio Beau Soleil.

Luis García Berlanga con sus hermanos, padres y abuelos. Colección García Berlanga
Luis García Berlanga con sus hermanos, padres y abuelos. Colección García Berlanga

Don José, sorprendido pero no tanto como para manifestarlo, se limitó a decir, con la solemnidad propia de un parlamentario: «pues, procédase convenientemente».

Y al día siguiente, los padres reunieron a sus cuatro hijos.

—Niños, el curso que viene Fernando y Luis estudiarán en Suiza, sí, en la mismísima Suiza —dijo don José a sus perplejos hijos—. Y como padre vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación os la voy a dar…

—¿Qué explicación ni qué explicación? —intervino con contundencia doña Amparo—. En septiembre estáis los dos estudiando en Suiza; Plácido se encargará de todo.

Y no había nada más que hablar; como diría don José: «hágase».

Y allí fueron enviados Luis y su hermano Fernando, con Plácido, el chofer de don José. El Beau Soleil era un colegio-sanatorio donde sometían a los alumnos a un régimen disciplinario espartano, con baños de sol en temperaturas extremas y dosis de aceite de ricino hasta aburrir.

Lo que no sabía la pobre doña Amparo es que en Suiza, además de aire puro, vacas y el chocolate, que tanto le gustaba a Luisito, había también una moral más relajada y, sobre todo, bellas suizas dispuestas a mostrar algo más que el tobillo.

Dos años más tarde, Luis, a la vuelta de su aventura helvética —donde, además de frío, sufrió su primer enamoramiento—, tomó la más seria de sus decisiones: «Nunca seré abogado, yo lo que quiero ser es un mirón, sí, un voyeur, pero un voyeur professionnel. Y ya veré cómo me gano la vida».

Y entonces recibió su primera bofetada.

Mauro Guillén Grech

 

el-verdugo1

El verdugo, de Luis García Berlanga (1963)

Berlanga, siempre Luis Berlanga. ¿Por qué El verdugo? Además de porque este año se cumplen los 50 de su creación, porque conozco de primera mano la historia de su gestación. Mi padre, abogado y un extraordinario contador de historias, con una tremenda vis cómica, era un buen amigo de Luis García Berlanga, con quien compartía, además de ese humor esperpéntico tan valenciano y su educación en los jesuitas, muchas historias y momentos divertidos, pues todos los veranos era obligada, y muy agradecida, la visita a la casa que Luis y María Jesús tenían en Oropesa.

Y esta es la historia de El verdugo: siendo mi padre muy joven —treinta y pico años—, un colega, pasante en su despacho, tuvo la enorme responsabilidad de tener que defender a Pilar Prades Expósito, la tristemente famosa «Envenenadora de Valencia», que fue condenada a la pena capital en el año 1959. Mi padre le contó a Berlanga, con toda clase de detalles, esta tremenda historia. Y tanto a mi padre como a Luis Berlanga les resultaba morbosamente gracioso que el verdugo fuese un funcionario público (creo que solo había uno para toda España) y fantaseaban sobre cómo serían las pruebas de acceso a semejante puesto y si en la oposición habría examen práctico. Además, resultó que el funcionario, cuando fue llamado para hacerse cargo de la ejecución, se encontraba en paradero desconocido, disfrutando de su periodo de vacaciones (recordemos la escena, muy berlanguiana, en las Cuevas del Drac). Finalmente, fue localizado y traído a la fuerza a Valencia. Pero, para complicar más las cosas, una vez en la ciudad, se negó a llevar a cabo la ejecución, alegando que él era un verdugo de hombres y no de mujeres. Tuvo que ser emborrachado por la Guardia Civil (como Berlanga recogió en su película) para convencerlo de que cumpliera su trabajo. Como también se puede ver en la espectacular escena final de la película, cuando llegó el fatídico momento de la ejecución, la condenada, con paso firme y decidido, entró en el patio donde estaba situado el garrote vil acompañada solamente de un cura, seguida, a continuación, por el pobre abogado defensor —obligado por ley a estar presente en la ejecución—, que tuvo que ser llevado entre dos funcionarios, ya que era incapaz de andar, y, por último, del verdugo, totalmente ebrio y escoltado por dos guardias civiles, que le llevaron a empujones hasta el patíbulo.

Esta terrible historia, en blanco y negro, fue recogida por el genial director, y con la ayuda del inseparable Rafael Azcona nació El verdugo. Luego solo faltaba la guinda: Pepe Isbert en el papel de verdugo jubilado.  (Mauro Guillén)

Pepe Isbert y Nino Manfredi en El verdugo
Pepe Isbert y Nino Manfredi en El verdugo

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4 respuestas

  1. Que pena tanta represión recebio el pobre Luisito de parte su madre doña Amparo, por la única razón de que el niño sufre de una rara enfermedad que ambos ignoraban y que el doctor Leguineche diagnóstico «voyeurismo» es mirón, pero resulta que sus padres mandaron a su hijos al pais del voyeurismo donde Luisito va desarollar su vicio con plena libertad…

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