Tercera entrega sobre los autores de la Generación BiblioCafé, y tercera autora del grupo que presento en mi blog.
Se trata de Susana Gisbert Grifo, apasionada y comprometida escritora (y fiscal) con la que, a través de sus comentarios, posts y artículos (literarios y jurídicos) aparecidos en las redes sociales, me suelo identificar casi siempre, bueno, para ser sinceros, hasta ahora, siempre. Señal de que nos une no solo la literatura sino también las ideas. (Esto parece ser el comienzo de una buena amistad).
El relato que me ha enviado Susana para colgarlo en mi blog se titula Camisones con volantes.
Aparentemente es un delicado y suave relato del mundo adolescente femenino hasta que, de pronto, da un giro y abre su abanico a diferentes lecturas, a distintas interpretaciones. Lo que en la superficie no es más que la confesión llena de sinceridad de la protagonista sobre su relación con una amiga o de la relación de amistad que creyó mantener y que parece truncada por algún motivo que el lector espera y ansía descubrir, se ennegrece súbitamente con las oscuras nubes de la muerte. Hasta ahí podría ser el retrato de cierta época, incluso de un tiempo que nos recuerda los años de juventud. Pero Susana da una vuelta de tuerca e introduce además una nueva voz que retoma la misma historia para convertirla en algo más sorprendente. Y lo que desvela ahora te deja en medio de un paraje desolador.
El tema de fondo del relato es amargo: la culpa, la mala conciencia. La culpa por lo que la protagonista debió hacer y no afrontó. La mala conciencia por no haber sabido comportarse con la otra persona. Y la culpa y la mala conciencia de esa otra narradora… Como si se tratara de una muñeca rusa, una matrioska, el relato abre otro relato, y la culpa se multiplica como un eco que se repitiera en el vacío. Ese es su acierto, su valiente planteamiento narrativo, y acierta con la forma y con el fondo, sin necesidad de más artificios.
Sergio Barce, junio 2014
CAMISONES CON VOLANTES
Cuando era niña, Sara sólo tenía una obsesión: dejar de llevar aquellos horrorosos camisones con volantes que le imponía su madre. La verdad es que a mí nunca me parecieron tan espantosos, aunque quizás un poco ridículos para nuestra edad. Éramos adolescentes y aquel despliegue de lazos y puntillas se nos antojaba poco menos que un insulto. Pero no había manera: nada más había conseguido deshacerse de uno, su madre lo reponía por otro más cursi si cabe. Y ella siempre enfadadísima, quejándose de que aquella anticuada lencería que le imponía su madre, además de fea, le hacía parecer gorda. Pero, con ellos o a pesar de ellos, nos moríamos de risa en nuestras reuniones nocturnas, plagadas de refrescos, de palomitas y de chucherías.
Éramos varias amigas las que nos solíamos reunir, aunque con el tiempo, fuimos reduciendo nuestro círculo y las más de las veces acabábamos encontrándonos Sara y yo solas con nuestras sesiones de estudio, de maquillaje, de risas y de chismes. Como no podía ser de otra manera, nuestras conversaciones eran insustanciales, como insustancial era nuestra vida, y chicos, ropa y exámenes eran casi exclusivamente nuestros temas de conversación. Nos probábamos vestidos, pantalones, faldas, camisetas y chaquetas y siempre bromeábamos acerca de lo mal o lo bien que nos quedaban. Y Sara, siempre preguntando si esto o aquello la hacía gorda.
El tiempo fue pasando y nos fuimos haciendo mayores. Los temas de conversación variaron, pero nuestra amistad se mantenía incólume. O, al menos, eso es lo que yo creía.
No debí ser una buena amiga para Sara. Si lo hubiera sido, me hubiera percatado de lo que pasaba. Pero yo, sin embargo, estaba tan absorta en mi mundo de clases diurnas y salidas nocturnas que no supe ver a tiempo la mano que me tendía. No lo supe o no lo quise ver. Ni siquiera me atreví a hablarle de ello, y preferí cerrar los ojos, y hacer como si no pasara nada. Y la dejé caer sin prestarle la ayuda que me pedía en silencio. Y cayó en picado.
Antes de que me diera cuenta, Sara había perdido la mitad de su peso y toda su alegría. Su voz se volvió débil, sus ojos saltones y sus costillas prominentes. Fue entonces cuando adquirió la costumbre de llevar siempre las uñas pintadas con esmalte negro, lo que hacía un esperpéntico contraste con sus manos lívida y huesudas. Una de las últimas veces que la vi, descubrí la razón de su tétrica manicura: tenía las uñas llenas de manchas blancas y quería ocultarlo a toda costa. Igual que quería ocultar sus caderas huesudas y sus piernas esqueléticas cubriéndolas de ropa ancha y deformada…
Pero cuando lo supe todo, llegué tarde. Y encontré el cuerpo de Sara en el suelo del cuarto de baño de casa de sus padres, tras emprender un viaje del que jamás regresaría.
No pude por menos que admirarme ante el talento literario de mi hija. Sabía que escribía en sus ratos libres, pero difícilmente compartía sus relatos con nadie. Hoy, sin embargo, había dejado aquel folio olvidado encima de la mesa, y no pude resistir la curiosidad de leerlo. Y me había quedado enganchada desde el primer momento. Me pareció precioso y emotivo. Tanto, que se me saltaron las lágrimas. Y me preguntaba si mi hija conocía a aquella Sara o era fruto de su imaginación. Repasé mentalmente la lista de sus amigas y conocidas sin descubrir en quién pudiera haberse inspirado para aquella historia. Pero no se me ocurría nadie. Quizás fuera alguien que yo no conociera o tal vez el relato fuera únicamente fruto de la imaginación de mi hija.
Apenas me había secado las lágrimas, un golpe seco interrumpió mi ensimismamiento. Un golpe que venía del cuarto de baño, un golpe que parecía el de un cuerpo cayendo a plomo en el suelo. Un golpe que me puso la piel de gallina y un nudo en la boca del estómago. Un golpe que recordaré mientras viva.
Porque ese sonido afectó a algo más que a mis oídos. Algún resorte saltó en mi cerebro y me precipité corriendo hacia el cuarto de baño. Y fue entonces cuando la vi. Vi su cuerpo desplomado. Y por vez primera, la vi como nunca la había visto: sus ojos saltones, sus costillas prominentes y sus piernas esqueléticas apenas disimuladas bajo un jersey holgado, y sus uñas esmaltadas de negro destacando tétricamente en unas manos lívidas. Y fue precisamente en ese momento cuando recordé aquellos camisones de volantes y lacitos que le compraba de niña, segura de que le gustarían solo porque a mí me parecían preciosos. Esas delicadas prendas de ropa que yo siempre hubiera querido tener.
Pero ella no era yo. Ella no era otra que la Sara de su cuento.
Le había fallado. E imploré con todas mis fuerzas que para ella no fuera tarde ya.
Susana Gisbert Grifo
3 respuestas
cuánto se puede decir sobre la soledad, en tan corto relato !!!!
He sentido -lo digo tal y como ha sido de verdad- un escalofrío en la piel en el mismo momento en que tu protagonista, Susana, oye el golpe que proviene del cuarto de baño… Describes a la perfección cuánto puede fallar una madre cuando confunde lo que ella hubiese querido para sí misma y lo que un hijo/a puede necesitar. Has creado un precioso relato. Un abrazo y gracias a Sergio por acercarte a nosotros.
Me gustó!!!