“Siempre me gustó escribir. De ahí vino mi formación como profesora y la especialidad que elegí. Al mismo tiempo la seducción que me provocaba la complejidad de la mente humana me llevó a estudiar Psicología. Me atraen los rincones oscuros del alma, quizá porque parte de mi tarea habitual consiste en liberar a las personas de las ataduras que les producen.
Escribir se convierte así en un medio y un fin. Un instrumento que libera sentimientos y emociones. Escribir es arma y terapia en mi mundo desde el que defiendo un universo de sinceridad. Una sinceridad cotidiana, que comienza con la aceptación del yo. En este universo no caben los predicadores que ofrecen una imagen ficticia de sí mismos y, lo que es peor, que se la creen.”
Esto lo dice Susi Bonilla, y es toda una declaración de principios. Susi Bonilla es una de las voces más potentes del grupo literario Generación BiblioCafé, del que formo parte. Su escritura está, efectivamente, entiznada por su trabajo psiquiátrico, y esto hay que tomarlo en el mejor sentido de la frase porque lo que uno encuentra en su narrativa es introspección –propia y ajena- y dibujo al carboncillo de nuestro reverso más oculto. Profundidad y sobriedad pero también musicalidad y ternura.
En el libro colectivo Por amor al arte (Jam Ediciones-GB – Valencia, 2014), en el que coincidimos, se incluye su relato La ventana. Cuenta la historia de Lucía, una mujer que, desengañada y derrotada por la falta de afecto y de atención de su pareja, acaba asomada a una ventana día tras día, sumida en un silencio impermeable, ausente de la realidad. Susi escribe la historia adoptando el punto de vista del marido, y, cuando lo leía, subrayé un párrafo. Lo releo y encuentro en él la esencia de su narrativa, la belleza de sus palabras. Dice así:
(…) Entro cada día en ese cuarto. Huele a tinieblas saladas. Su figura se dibuja en la ventana como un espectro. Sigo hablándole. Llamándola por su nombre, diciéndole quién soy. Acaricio su espalda, sus hombros, su pelo. Espero una pequeña reacción, pero sigue sin ocurrir nada. Me siento en la butaca de siempre. La contemplo. Me asusta pensar que comienza a camuflarse con el mobiliario. De nuevo me invaden los interrogantes. (…)
No puede describirse mejor la sensación de soledad que se ha instalado entre ambos. Sutil, poético casi.
Como he hecho con otros compañeros de Generación BiblioCafé, le pedí a Susi Bonilla un relato. Y me envió Despídete de Wendy, galardonado por la Asociación AVAFI. Luego, cuando vi su currículum, descubrí otro premio, pero esta vez a unos versos suyos… Y audazmente se lo pedí, impulsado por dos motivos: el primero, el poder leer ese poema con el que había ganado el Premio de Poesía Erótica Canyada D´Art en 2013, y el segundo, dar una pincelada de sensualidad a este mundo que nos rodea, cada vez más cainita, más deprimente y más enturbiado, y colorearlo con nuevos versos eróticos que, en realidad, camuflan nuestros sueños y deseos sexuales, y que, digámoslo, nos regalan cierta alegría al cuerpo que necesitamos imperiosamente. El poema es el siguiente:
FELLATIO PRIMA
Adagio
Al roce de sus manos, el instrumento cobra vida.
Suaves caricias.
Se arrodilla ante él. Mi cuerpo se estremece.
Caricias tímidas.
Al ritmo de sus labios, comienza melodía.
Tempo lento, majestuoso.
Dedos, lengua. Excelso maridaje.
Insólita armonía de amor.
Armonía carmesí.
Andante
Prisionero de su boca, el instrumento erguido.
Firmes caricias.
Alza su mirada sin perder el compás. Mi deseo engrandece.
Caricias húmedas.
Compositora de sensaciones, las transforma en gemidos.
Tempo tranquilo, al paso.
Manos, boca. Celestial sincronía.
Adictiva armonía de pasión.
Armonía escarlata.
Allegro
A merced de su magia, el instrumento vibra.
Enérgicas caricias.
Sus ojos me traspasan. Mi alma se enardece.
Caricias resbaladizas.
Intérprete de latidos, mi razón emigra.
Tempo vivo, al trote.
Manos, labios, lengua. Trío sublime.
Lujuriosa armonía de sangre.
Armonía grana.
Presto
Pleno de bravura, el instrumento henchido.
Desbocadas caricias.
Con su ofrenda sin tregua, mi espíritu enloquece.
Caricias gelatinosas.
Culmina su obra, metrónomo perdido.
Tempo rápido, al galope.
Delicadas manos vigorosas. Protagonismo hercúleo.
Explosiva armonía de efluvios.
Armonía multicolor.
A tempo
En cuanto lo recibí, le dije a Susi: Es muy… musical. Vamos, que se puede seguir el compás. Me encanta. No es fácil escribir algo así sin caer en lo vulgar, con lo que tiene doble mérito.
Pero volvamos al relato Despídete de Wendy
que me sirve hoy de vehículo para que podáis leer y conocer su narrativa. Un relato con más de un punto de conexión con el titulado La ventana. De nuevo la soledad, la ausencia de comunicación en una pareja, la rutina, el silencio y el desamor anclados en sus vidas. Pero hay en este relato un poso de dolor añadido, la enfermedad de la protagonista. Tanto Wendy como Lucía nacen sin duda de la misma pluma, y aunque las dos desean recuperar algo que han perdido, las dos también están abocadas a finales diferentes. Mientras Lucía se entierra en vida, pero hay aún una leve esperanza cuando su marido decide bajar a la playa, Wendy simplemente desaparece para siempre y no hay ya posibilidad de que renazca de sus cenizas. Despídete de Wendy es más desoladora y más triste en ese sentido y, sin embargo, la protagonista se libera así para siempre de sus tormentos. Susi Bonilla conjuga de nuevo profundidad y sobriedad pero también musicalidad y ternura, añadiendo en esta ocasión un toque mágico, de sueños.
DESPÍDETE DE WENDY
La vi por primera vez en aquella sala de espera que iba a convertirse en un lugar de obligada visita para mí. Sus ojos licuados en un aura violeta invitaban a navegar en ellos sin importar destino. Me escuchó. Nadie lo hacía en mucho tiempo. Creo que a ella tampoco. Era un alma tersa escondida en un cuerpo plagado de cicatrices invisibles. Cicatrices que eran caligrafía del dolor. Un dolor lacerante, intenso y perseverante gestado en la adversidad que el destino había puesto en su camino. Se llamaba Mila. Tradición familiar. Su madre Milagrín decidió llamarla como ella, algo que hizo que se convirtiera en la tercera generación de Milagros, dado que su abuela también fue bautizada con dicho nombre. La señora Milagros, a sus ochenta y cinco años, seguía siendo una mujer de carácter fuerte. También Milagrín, su hija, aunque ya no se encontraba en el mundo de los vivos para aleccionarla. Mila había heredado la impronta de ambas pero ese duro caparazón escondía un interior de plastilina. En su interior se convertía en la servicial Wendy, una mujercita que engullía a Mila y la hacía capaz de realizar cualquier sacrificio por conseguir el cariño y la aprobación de los demás. Con frecuencia, Mila pensaba que los milagros se habían ido acompañando a su madre pues, desde su ausencia, todo parecía salirle del revés.
Wendy convertía a Mila en eficaz trabajadora. Madre en servicio 24 horas. Eficiente secretaria en intendencia doméstica. Esposa complaciente y amiga siempre disponible. La instaló en la práctica de dar sin medida y la convirtió en varita mágica de sueños ajenos.
Mila se ilusionaba con las ilusiones de los demás. Disfrutaba materializando fantasías ajenas, preparando los platos favoritos de los que la rodeaban y, organizando sorpresas a la medida, para sus seres queridos. Su extraordinaria entrega, que comenzaba con la admiración y el elogio de los que la recibían, acababa convertida en algo cotidiano para ellos y perdía su valor. Entonces se topaba con la indiferencia, la desconsideración. Con frases repletas de crueldad que ella disfrazaba con excusas y argumentos líquidos. Veía lo que quería ver. Creaba lo que quería tener. Hablaba sin obtener respuesta. Callaba. Esperaba en resignado silencio, y se conformaba con alguna migaja de amor.
Sus días transcurrían sin descanso. Wendy eclipsaba a Mila y la convertía en esclava de los deseos ajenos. Desayunos. Trabajo. Compra. Colegio. Merienda. Deberes. Plancha. Cena. Se acostaba cuando su marido ya estaba en la cama. Entraba en el cuarto y le observaba leyendo apoyado en un cojín. Mila tomaba sus últimas pastillas del día y se metía en la cama añorando una caricia. Él dejaba su libro en la mesilla, apagaba la luz y se giraba dándole la espalda sin pronunciar palabra.
Una mañana, al despertar, abrió los ojos y miró a su derecha. Mario, su marido, dormía profundamente emitiendo un familiar y rítmico ronroneo. Experimentó una gélida sensación. No sintió deseo de velar su sueño ni de dejarse acunar entre sus brazos… hacía más de un año que no recibía muestra alguna de atracción por su parte, ni siquiera un beso de buenas noches.
Siguió mirándole, parpadeó varias veces con el vago deseo de volver a ver esos ojos azules que antaño la despertaban con almibarada sonrisa. Continuaba dormido. Ella fijó la mirada en su boca, que vibraba al ritmo de lo que ahora escuchaba como un estruendoso ronquido. Era incapaz de recordar cuándo fue la última vez que recibió de Mario un beso en los labios o cuando le preguntó cómo se encontraba. No sabía quién era aquel ser que hundía sus noventa kilos en el colchón de su cama. Desde luego, no era su pareja. No sabía quién era. Lo que sí sabía es que, no quería despertar, ni un solo día más, junto a un desconocido.
Se levantó despacio, sin hacer ruido. Salvo las pestañas todo su cuerpo era un amasijo de nudos dolorosos, pero ya estaba acostumbrada, y no emitía queja alguna. Nunca lo hacía. Entró en el baño. Dejó que el agua caliente resbalase por sus agarrotados músculos mientras se enjabonaba despacio. El cálido aroma del gel resbaladizo le pareció sugerente y sintió que su piel seguía siendo suave.
Se miró al espejo. Cada día era más parecida a su madre. Sonrió. Hoy no iba a ponerse a guisar antes de ir al trabajo. Mejor levantar a la pequeña y desayunar sin prisas. La sorprendería con su desayuno favorito, una magdalena regada con abundante y caliente chocolate. Después iría al trabajo y almorzaría con su compañera de oficina. Era una chica agradable —pensó—, y le había pedido varias veces que saliera con ella a tomar algo, pero nunca lo hacía por no perder tiempo. Por la tarde, recogería a la pequeña del cole y se quedarían un rato jugando en el parque. Luego, se meterían juntas en la ducha y le daría un abrazo de jabón. Hacía mucho tiempo que la pequeña se lo pedía. Cenarían un bocadillo en el sofá. Verían la televisión. Un episodio de esa serie que tanto gustaba a la niña en la que siete hermanos revolucionaban a una excéntrica niñera. Terminó de vestirse. Cogió el peine y una punzada de dolor le atravesó las muñecas hasta el cuello. Volvió a mirarse en el espejo. Seguía sonriendo. Le gustaba como se presentaba el nuevo día.
Salió del baño y dirigió su mirada hacia la cama. Mario seguía dormido. Nunca dejaría de ser Peter Pan. Esta noche ya no aguardaría con paciencia ese beso o abrazo que nunca llegaba. Abriría la ventana de su habitación para que él saliese volando junto a Wendy al País de Nunca Jamás. Entonces, se prometió a sí misma que nadie volvería a darle la espalda sin mediar palabra.
Llegó la noche. Se acostó. Miró hacia su derecha. Reinaba el silencio y la luz de la luna pintaba de magia su cama. No había nadie junto a ella, pero se sentía menos sola que nunca. Entre sus dolorosos omóplatos sintió unas leves y agradables punzadas Notó la aparición de unas pequeñas alas.
Esta noche sólo tenía que esperar que la luz del amanecer entrase por la ventana. Abrir los ojos y sentir la ilusión de cazar cada pequeño instante de felicidad que le ofreciese el nuevo día. Desplegaría las alas en pos de sus sueños. Volvería a ser la alegre y sonriente Campanilla como, en su infancia, la llamaba la abuela Milagros…
Hoy no la he visto en la sala de espera. Hoy sé que Mila nunca estuvo sentada a mi lado.Susi Bonilla
5 respuestas
Me parece una escritora como la copa de un pino y mejor persona. Una gran comunicadora. Enhorabuena y mi mas gran reconocimiento.
Estimado Sergio: no sabe el escalofrío que me ha entrado cuando al final de su cuento, “Larache (2003) , he leido que conoció a Guerrita y su mujer, Mari, ambos amigos de mis padres. Este polifacético hombre ,al que en una de esas visitas allá por el año 95 alguién le despisto la cámara de video en la puerta del hotel Cervantes, amaba Larache tanto que recuerdo haber leído una poesía suya titulada “ A mi querida Larache”en la que hablaba de los lugares que amaba y pedía que cuando llegara su último día sus restos descansaran en su Larache.
Su mujer y sus hijos cumplieron su deseo y sus cenizas descansan desde hace ocho años en su querida ciudad.
Querido Jaime: Sí, claro que los conocí, porque coincidimos varias veces en Larache. Él siempre llevaba la cámara encendida y grababa una y otra vez lo mismo. Estaba enamorado de su tierra. Me alegra saber que está allí. Yo llevaré las cenizas de mi madre, porque ella también dejó dicho que quería descansar en Larache. Es increíble.
Un abrazo.
Susi Bonilla, contigo creo que inauguramos una nueva estantería en este maravilloso blog. Tus versos tan sensuales y delicados, rebosantes de musicalidad, nos conducen por caminos de bienvenida locura y tu hermoso relato, esta noche, tal vez, me haya hecho liberarme de alguna atadura que pueda existir en un oscuro riincón de mi alma.
Gracias, Sergio, por este regalo.
Un beso
MI QUERIDA MARI SUNSI:. ME ENCANTA COMO ESCRIBES. Y DESEO QUE SEAS RECONOCIDA Y CONOCIDA .TE LO MERECES POR MUCHAS MUCHAS COSAS. UN FUERTE BESO. PILI