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«EL CASTILLO DEL INGLÉS», UN LIBRO DE CARMEN ENCISO Y ELOÍSA NAVAS

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El pasado lunes, presenté los libros de Carmen Enciso y Eloísa Navas El Castillo del Inglés y George Langworthy y Santa Clara, publicados por Ediciones del Genal. Con una gran presencia de público, el acto fue muy ameno y entrañable.

Aquí tenéis mi intervención que centré en la novela. 

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EL CASTILLO DEL INGLÉS

de Carmen Enciso y Eloísa Navas

“Tenía razón mi amigo, debía de estar haciéndome viejo. Lo que antes veía como el gran futuro del pueblo, comencé a verlo como una cuenta atrás. El rápido y descontrolado desarrollo urbanístico estaba asfixiando mis recuerdos. Ya no existía el bosque de los nogales donde jugábamos al balompié con Francisco; ni las tranquilas calles sin autos donde nuestros padres y abuelos se sentaban en las puertas al caer la tarde; ni los molinos, donde enredábamos entre los sacos jugando al escondite. Tampoco los desiertos campos a los que llevábamos a las muchachas en nuestra juventud. Ni siquiera existía Santa Clara. Ni Torremolinos ni yo éramos los mismos”

Estas nostálgicas palabras son de uno de los personajes de El Hotel del Inglés llamado José Miguel Butrón, y, cuando las pronuncia, después de haber recorrido ya con el resto de personajes del libro más de 65 años de historia del pueblo, lo cierto es que se me hizo un nudo en la garganta y lamenté todo lo que se ha ido perdiendo…

Es un sentimiento que se repite si eres de un lugar y lo has abandonado y, al cabo de los años, regresas a él… Pero que también a veces experimenta quien nunca se ha marchado. Es un sentimiento que nos embarga a los que amamos a una tierra, a un pueblo, a una ciudad, y que estalla cuando, al volver, contemplas ese lugar y descubres que el que has guardado en el corazón ha ido desapareciendo lenta pero inexorablemente.

Pero hasta llegar a estas palabras de José Miguel Butrón, Carmen Enciso y Eloísa Navas, en un curioso ejercicio de prestidigitación, escribiendo a cuatro manos pero con tanto acierto que creemos que sólo lo hace un único autor, me han conducido a lo largo de los años en una novela río que se disfruta de una manera plácida y gozosa. Obviamente es una novela que a los torremolinenses, y a muchos malagueños, porque también hay muchos detalles de la Málaga del siglo pasado, les hará recobrar su memoria, pero como toda obra localista es también universal, porque las pequeñas historias locales son las que llegan realmente al lector, sea éste de donde sea.

EL HOTEL DEL INGLÉS

Carmen Enciso y Eloísa Navas narran con gran sencillez, y narrar con gran sencillez significa dominar la técnica narrativa. Se agradece la lectura de una novela cuando es la historia la que domina al artificio de estructuras o de complejas frases estilísticas: la novela debe enganchar al lector, que éste entre de inmediato en los avatares de los personajes y sienta curiosidad por lo que está aconteciendo en la trama y por lo que ha de suceder en las siguientes páginas… Esta novela lo consigue.

Desde el comienzo del libro, me sentí atraído por el personaje principal: George Langworthy. De la mano de Carmen y Eloísa, entré en un ambiente que, de sopetón, me llevaba hasta la India de finales del siglo XIX, y, mientras leía, el mundo ficticio se entremezclaba con el real, como ocurre en las películas, y empecé a confundir sus palabras con las imágenes de la película de John Huston El hombre que pudo reinar,  y me imaginé que George Langworthy, al subir al tren que lo llevaría hasta Calcuta, era Daniel Dravot, el personaje que encarnaba Sean Connery en esa maravillosa película, y que tarde o temprano se encontraría con Rudyard Kipling, es decir, con Christopher Plummer… Para mi sorpresa, mi fiebre cinéfila se confirmaba: George Langworthy, como Daniel Dravot / Sean Connery, se topó en ese tren con el afamado corresponsal de prensa y escritor Rudyard Kipling / Christopher Plummer. Y esto me hizo sonreír. Era como regresar a un ambiente familiar y cercano pese a que la historia transcurre hace más de cien años y en un país a miles de kilómetros de distancia…

Carmen Enciso y Eloísa Navas, con este arranque tan cinematográfico, habían conseguido que me montara en ese tren que salía hacia Calcuta y que ya no deseara bajarme de él. En apenas 13 páginas, ya conocía a George Langworthy, un militar británico que alcazaba el grado de Major tras sus servicios en la India y en Sudáfrica… Un militar británico que, junto a su amada Ann Margaret Roe, tomaba el camino hacia estas costas malagueñas sin saber que Torremolinos se convertiría en su nueva patria…

Sin embargo, tras esas escuetas 13 páginas, George Langworthy dejaba de ser el narrador de su propia historia y le cedía el testigo a un camarada del ejército británico al que conoció en Londres: John Williams Doyle, el primer personaje ficticio de la novela.

Carmen y Eloísa habían dejado al protagonista como mero presentador para que, a partir de ese instante, un tercero relatara cómo se afincó en Málaga primero y en Torremolinos después. Y la decisión de ambas fue muy acertada.

Desde ese momento, John Williams Doyle, que servía en Gibraltar pero que conocía Málaga, se convirtió en el cicerone no sólo para George Langworthy y su mujer sino también para mí. John me ha hecho recorrer una Málaga que no conocía, la de principios del siglo pasado. Con él, junto a George y Ann, descubrí cómo eran las calles y la vida social de la capital, me hizo acompañar al matrimonio Langworthy a la casa de Enrique Van Dulken, al barrio del Limonar y a conocer a “la gente de la manteca”.

Carmen Enciso y Eloísa Navas usan a John como medio para retratar a una sociedad, para contarnos la pequeña historia de la Málaga de esa época, las costumbres, la gastronomía, los acontecimientos musicales y artísticos, los personajes locales, el hotel Regina, el pasaje Chinitas, y también la podredumbre que comenzaba a acechar a la ciudad tras dejar de ser Málaga en esos años la principal ciudad industrial de España…

Gracias a John,  conocí con George y Ann Margaret, a la familia Alessandri, que tanta importancia tendrían en el desarrollo del Torremolinos de años posteriores, y a los Bolín, Peralta, Souviron, Heredia, Larios… Los apellidos más conocidos de la ciudad comenzaban a tener rostro, respiraban por vez primera.

Luego, un día, decidieron visitar una finca situada en Torremolinos, una finca de la que le había hablado el jardinero que había contratado George Langworthy para su casa de Málaga, una finca propiedad de Liborio García: la finca del Castillo… Es entonces cuando descubrí con ellos, como habíamos hecho ya con Málaga, el Torremolinos de principios de siglo, y de nuevo Carmen y Eloísa consiguen retratar un pueblo y su sociedad, escarbando en el pasado de su historia, y así me mostraron también un pueblo desconocido pero a la vez cercano.

Y luego asistí al nacimiento del Castillo de Santa Clara, el lugar que durante siete años George Langworthy y Ann Margaret moldearon a su gusto hasta convertirlo en el pequeño paraíso que fue. Y poco a poco, comencé a tomarle afecto al Mayor George Langworthy, como le ocurría a John, y me gustó asistir al baile de máscaras que George organizó para alegrar a su amada esposa…

En 1913 Ann fallece, y es entonces cuando comienza a forjarse la leyenda de don Jorge.

No quiero desvelar mucho más de la novela, y por eso no menciono otros detalles que hacen de John Williams Doyle un personaje ficticio creíble, porque Carmen y Eloísa han logrado con habilidad que olvidara que John nunca existió y que, en algún instante, me creyera lo que me estaban contando como si él hubiera sido testigo de los hechos.

Esto mismo me sucedió con los demás personajes ficticios de la novela. Me los he creído. Y eso es fundamental cuando se cuenta una historia real y el novelista introduce a personajes que nunca existieron. Carmen y Eloísa lo logran rotundamente.

La historia de John acaba en 1914 y entonces entra en escena Dolores “La Chora”. Ella es la encargada de relatarnos la vida de George Langworthy, desde 1914 hasta 1927, ya solo en Santa Clara,  sin su amada Ann Margaret, pero también la vida del pueblo de Torremolinos.

GEORGE LANGWORTHY
GEORGE LANGWORTHY

Con La Chora, bajé a la playa y vi cómo era el quehacer diario de los marengos, el de los marineros de Torremolinos, y vislumbré la dureza de sus existencias, cómo debían pelear para sobrevivir en un pueblo que era pobre y humilde. Sus parcos medios de subsistencia: sacando arena de la playa, trabajando la tierra, pescando o, como La Chora, salando sardinitas y haciendo anchoas con los boquerones…

Carmen Enciso y Eloísa Navas me guiaron por los barrios populares de ese viejo y humilde Torremolinos, y veía con nitidez sus calles y sus hogares, y creí ver a la orilla de la playa cómo los marengos tiraban del copo. Acompañé a La Chora a visitar al inglés, a George Langworthy, para descubrir con ella y con su hijo Juanito la bondad y la generosidad de ese hombre que sufría por los más menesterosos del pueblo, ese hombre que no sólo se compadecía de los pobres sino que los ayudaba realmente.

Comprobé con La Cora y con Juanito que era cierto que, a cambio de leer una pequeña oración, George Langworthy les daba a todos una peseta de plata.

“El inglés de la peseta”, así lo conocían en el pueblo (un mote como éste sólo se le puede ocurrir a la gente de Andalucía).

Yo, en silencio, pasando las páginas, me fui conmoviendo con la forma de actuar del inglés. Incluso el detalle de que llamara a su barca Anita me resultó entrañable. Jamás pudo olvidar a su mujer.

Y así, con La Chora, sentí el desasosiego de una madre teniendo a un hijo como pescador, pero también la ilusión al ver que Juanito seguía los consejos y aceptaba la ayuda de don Jorge, como ya se le conocía al inglés de la peseta.

Hasta el instante en el que La Chora se marcha de Torremolinos, Carmen Enciso y Eloísa Navas habían logrado que yo viajara en el tiempo, que paseara por Málaga y descubriera el viejo Torremolinos y Santa Clara a través de los ojos de un militar británico, John Williams Doyle, y que luego viviera la dura realidad de un pueblo pesquero empobrecido, y me sintiera fascinado por la generosidad de don Jorge, pero ahora desde la cándida mirada de Dolores La Chora.

Y entonces entró en liza Isabel Wasser, y ella me habló, en primera persona, de cómo fue la vida en Santa Clara desde 1927 hasta 1945.

Isabel era una joven idealista e ingenua que se aventuró a citarse con su amado en el Castillo de Santa Clara, siempre en la misma habitación: la número 22.

Carmen y Eloísa, de nuevo, muestran una habilidad narrativa exquisita. Ni John ni La Chora hubieran podido conducirme a los años en los que Santa Clara se convirtió en el lugar preferido para los artistas, creadores e intelectuales que se daban cita allí: integrantes de la Generación del 27, Dalí, Gala, Picasso… Por eso, Carmen y Eloísa crearon el personaje de Isabel Wasser y el de Mariano Santos, un poeta que trataba de entrar en el círculo intelectual que encabezaban los creadores de la revista Litoral, y así, sutilmente, con ellos me abrieron la puerta a esa etapa gloriosa de nuestras letras.  

Antiguo CASTILLO DEL INGLÉS - CASTILLO DE SANTA CLARA
Antiguo CASTILLO DEL INGLÉS – CASTILLO DE SANTA CLARA

Manuel Altolaguirre y Emilio Prados, fundadores de la revista Litoral, aparecían por Santa Clara para verse con Luis Cernuda. Me sentí transportado hasta el Castillo de entonces y deseé vehementemente asistir a aquellos encuentros, escuchar a los maestros que tanto admiro, oír de sus labios los versos que imagino.

A la vez que yo bajaba con Gala a la playa y ella se ponía a tomar el sol en top-lesss (algo inaudito para la época) bajo la atenta mirada de Salvador Dalí, Isabel Wasser me daba noticias de los hechos que ocurrían en Torremolinos: el malestar de la población, las reivindicaciones de los obreros, las primeras revueltas, la guerra civil…

Santa Clara, aislada del mundo, era como Xanadú, un Xanadú con su pequeño cementerio para perros y su maravillosa biblioteca, un mundo tal vez aún impregnado por los versos que los poetas habían dejado abandonados en ese lugar privilegiado como una especie de escudo protector que ahuyentara el ruido de las balas…

Sin embargo, Carmen y Eloísa, a través de Isabel Wasser, me sacaban de vez en cuando de ese mundo imposible y me llevaban hasta el exterior, hasta las calles de la Málaga bombardeada y humillada, y sentí el espanto de la guerra y el horror de la venganza y el miedo de la gente de Torremolinos cuando, tras caer en manos de los rebeldes, comenzaron las detenciones y se los encerraba en el campo de concentración del Cortijo del Moro.

Pero también me supo a poco la visita que George Langworthy hizo con Isabel a Gerard Brenan y a su esposa Gamel Woolsey a su casa de Churriana.. Con Isabel Wasser aumentó mi admiración por George Langworthy: como le ocurría a ella, su bondad y generosidad me sobrepasó, me dejaba sin palabras, y su arrojo, heredado de su carrera y experiencia militar, granjeó mi total simpatía cuando no dudó en ponerse en peligro yendo en busca de Antonio y Sebastián, dos de los empleados de Santa Clara que habían sido detenidos sin motivos aparentes…

Tras la guerra, comprobé gracias a la historia que han escrito Carmen y Eloísa que George Langworthy continuó siendo el mismo hombre ejemplar de siempre. No dudó en arruinarse con tal de ayudar a las gentes de Torremolinos, y eso hizo de él un hombre honesto, un hombre bueno. Las gentes del pueblo le correspondieron como se merecía, algo bastante inusual por otro lado.

Tras la muerte de George Langworthy, sólo restaba desvelar qué fue del Castillo de Santa Clara, al que todos en Torremolinos conocían desde hacía tiempo como el Castillo del Inglés, pero ya sin la presencia de don Jorge.

Desde 1945 a 1990, Carmen y Eloísa, utilizando a José Miguel Butrón, otro personaje ficticio, me hicieron regresar a un Torremolinos que ya no existe.

José Miguel Butrón era un corredor de fincas (qué gran acierto de Carmen y Eloísa utilizar precisamente a un corredor de fincas para detallar el cambio urbanístico y turístico de Torremolinos), y con él, a partir de 1945, viví cómo el pueblo comenzó a transformarse en algo distinto, y cómo ese cambio afectó también a ese pequeño mundo que era el Castillo del Inglés. Ya sin él, nada fue igual. Comenzaron las disputas, los pleitos, los intereses urbanísticos y hosteleros… El dinero, lamentablemente, lo puede todo. Y pese a una resistencia numantina, Santa Clara, finalmente, cayó en las garras de los inversores….

La novela me parece de una gran solvencia en esta parte del libro porque, en vez de convertirse en una especie de mero anecdotario, continúa siendo, gracias al oficio de Carmen Enciso y de Eloísa Navas, una interesante narración, en la que la vida de su protagonista narrador sirve no sólo para contarnos una trama interesante sino también para analizar con lupa la forma de sentir y de evolucionar de toda una sociedad. Y en lo que descubrimos, no todo es bueno.

Sin embargo, confieso que me sentí reconfortado al ver cómo reaccionó José Miguel Butrón al materializarse la venta del Castillo de Santa Clara. Me hizo pensar en ese instante que siempre queda la esperanza, y que la sombra de George Langworthy, la sombra de la honestidad, es pese a todos los imponderables una sombra muy alargada.

Pensé también que la vida de ese corredor de fincas que vio cómo Santa Clara acababa en manos de grandes inversores y cómo Torremolinos se transformaba en un fenómeno turístico mundial, atrayendo a los actores más famosos del mundo para hospedarse en sus establecimientos más emblemáticos: en el Pez Espada, en el propio Castillo de Santa Clara… era un retrato muy certero de una época y de una manera determinada de pensar y de vivir.

Vuelvo a las palabras de este personaje que leía al comenzar mi intervención: “Tenía razón mi amigo, debía de estar haciéndome viejo. Lo que antes veía como el gran futuro del pueblo, comencé a verlo como una cuenta atrás. El rápido y descontrolado desarrollo urbanístico estaba asfixiando mis recuerdos… (…) Ni siquiera existía Santa Clara. Ni Torremolinos ni yo éramos los mismos”

Cuando George Langworthy murió, todo su mundo se vino abajo. Ya estaba malherido desde el mismo momento en el que Ann Margaret falleció y él dejó de ser feliz. Todo cambió a su alrededor y vivió por inercia. Sin embargo, George Langworthy se convirtió definitivamente en don Jorge. No dejó de ir semanalmente al Cementerio Inglés de Málaga a depositar unas flores en la tumba de Ann Margaret, en cuyo epitafio había escrito: “One faith, one hope, one spirit, in him we live until still» (Una sola fe, una sola esperanza, un solo espíritu en el que vivimos todavía unidos).

Carmen y Eloísa han escrito una hermosa novela, una romántica historia de amor, pero también han sabido pintar un increíble cuadro de costumbres que abarca casi noventa años de historia de un pueblo, un pueblo que supo agradecer desde su humildad la generosidad de un hombre irrepetible: George Langworthy, el inglés de la peseta.

Por eso les invito a subirse en ese tren que sale hacia Calcuta y en el que ya está acomodado Rudyard Kipling. No pierdan la oportunidad de hacer este viaje que les traerá de regreso a otro tiempo que ya nunca volverá.

Sergio Barce, febrero 2016

 

 

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