EL CORAZON DEL OCÉANO
por Sergio Barce (2002)
Rachid había cumplido los sesenta hacía tantos años que hubo un momento en el que perdió la cuenta y desistió, de manera categórica, de su viejo empeño por ver el océano. Fue una especie de capitulación al sentir la proximidad inaplazable de sus últimos días.
Rachid andaba con la espalda encorvada, como si todos sus fantasmales años los llevara a cuestas, y las manos invariablemente metidas en los bolsillos de su chilaba. A Rachid siempre le dijeron que tenía los ojos del color del mar. Él, al oírlo, se encogía de hombros porque no podía saber si eso era cierto o no. Jamás había bajado de Chefchauen y sólo conocía sus montañas verdes que, en el invierno, resplandecían con sus penachos de nieve, y las altivas callejuelas del pueblo encaladas de blanco, con sus puertas y ventanas azules.
Una mañana de verano, Rachid se despertó, apartó la vieja manta de piel de cordero que lo cubría y salió a la puerta de su casa. Esperó paciente allí en pie, con la certeza de que algo extraordinario debía de ocurrir. Era ese tipo de corazonadas que uno suele creer que se materializarán. Pero, pese a esa certeza, por supuesto no podía adivinar de qué se trataría.
Vio pasar a las mujeres con sus sombreros de paja, adornados con borlas de color azul y rojo. Unas, porteaban abultadas cargas de leña; otras, con el cuerpo totalmente doblado, subían las empinadas cuestas del pueblo aplastadas por los sacos de patatas, tomates y brevas. Oyó a Tazi, el carpintero, cepillando algún taburete encargado por un vecino y que, quizá, nunca cobrara. El ruido de la carpintería lo acompañaba cuando decidía permanecer encerrado en casa, era algo familiar y cercano que le procuraba una confortable paz interior.
El sol aún no calentaba demasiado y Rachid soportaba con agrado los primeros rayos de la mañana. Las callejuelas, estrechas y zigzagueantes, se llenaban de nerviosas sombras que aparecían en el suelo pedregoso. Al fondo de su calle, Rachid vio pasar a un hombre que azotaba con una rama seca a un agotado asno y a varios niños que bajaban corriendo y gritando. Los primeros tuyyár llegaban para instalarse en el zoco.
Rachid Ben Hassan era delgado y seco. Tenía la piel oscura, como de hierro oxidado, y en sus manos se podían leer los años pasados bajo la intemperie, segando espigas, cortando palmitos o arrancando racimos de uvas. Eran manos callosas, marcadas por el viento de poniente y las lluvias de marzo, heridas por el granizo y, no obstante, conservaban la memoria de la suave piel de Halima, grabada por el buril de sus besos.
Al cabo de un par de horas, Rachid vio a su nieto Ahmed subiendo la empinada cuesta que llega hasta su casa, modesta y espartana. Ahmed era aún joven, diecisiete años recién cumplidos, pero a diferencia de otros muchachos ya tenía un trabajo estable como recepcionista en un pequeño hotel. Subió la cuesta a grandes zancadas, como si el tiempo apremiara, y al llegar a la puerta de la casa donde aguardaba paciente su abuelo lo saludó con un par de besos en las mejillas.
-¿Qué te trae por aquí? -preguntó Rachid.
-Quería darte una sorpresa –Ahmed entornó los párpados con timidez. Luego, se envalentonó y su voz sonó con inesperada sobriedad -. Te voy a llevar a la playa para que veas el mar -añadió Ahmed.
Se pasó una mano por el incipiente bigote, alisándolo. La determinación que mostraba afectó al viejo, que no se atrevió a replicarle.
-El mar –repitió Rachid para sus adentros.
Rachid Ben Hassan se giró, entró en la casa y salió enseguida con una hezira enrollada bajo el brazo. Le embargaba una confusa sensación, una excitación desbocada. Luego, cerró a su espalda, metió las manos en los bolsillos de la chilaba y, bajando la cuesta de la calle, dijo: ¡Vamos!
Le hubiera sido imposible describir la ansiedad que sentía en ese momento. Sólo sabía que no le restaban demasiados años de vida y que, gracias a Ahmed, de pronto, en contra de sus previsiones, iba a ver cumplido el mayor de sus sueños. Sin embargo, no podía evitar pensar que los designios de Al´láh son inextricables y que, hasta llegar al mar, podían ocurrir muchas cosas. Llegó incluso a temer que su destino escrito lo condenara a morir fuera de su casa, que iniciaba un viaje para terminar en el camino, con su sueño al alcance de la mano pero sentenciado a no verlo cumplido. Sacudió la cabeza para alejar esos malos augurios y rezó entre dientes una aleya.
Al pasar frente a la carpintería, vio a Tazi manipulando una madera tallada con formas geométricas. En medio de su diminuto taller, Tazi parecía un hombre solitario y tan indefenso como, a menudo, se había sentido Rachid.
La Plaza Uta Hamman parecía más concurrida de lo habitual. En los cafetines, los hombres conversaban lánguidos y aburridos tomando café y té. A Rachid le pareció que lo observaban e irguió el cuerpo. No quería que lo tomasen por un viejo derrotado. Apretó la hezira contra su costado, para asegurarse de que no se le caería.
-¡Eh, jái! ¡Rachid, Rachid!
Enseguida, reconoció la voz ronca y agitada de su amigo Zacarías. Rachid giró la cabeza y lo vio allí sentado en una de las mesas del cafetín de Abdussalam. Le hizo un gesto con las manos para que se acercara. No tuvo más remedio que detenerse, porque su nieto así lo hizo.
-¡Rachid! –insistió Zacarías. Rachid se encaminó a la terraza del cafetín a regañadientes-. ¿Adónde vas con tanta prisa?
-Lo llevo a la playa –informó Ahmed adelantándose a su abuelo. Rachid lo fulminó con la mirada.
Zacarías, que era más alto y más corpulento que Rachid, se levantó y lo abrazó con fuerza, sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. Sintió su aliento templado en el cuello, igual que un beso extraño e inesperado.
-¡Por fin, Rachid! ¡Ya iba siendo hora!
Zacarías conocía las ansias que tenía por ver alguna vez el mar. De hecho, lo único que Rachid sabía de él lo conocía gracias a las descripciones que el propio Zacarías le hacía cuando tomaban juntos el té.
-Cuéntame algo de tu pueblo –solía pedirle Rachid poco antes del anochecer. En realidad quería que le hablara de la almadraba, de la playa peligrosa, del viejo espigón, del Balcón del Atlántico; que, una vez más, le contara la misma historia ya repetida.
Zacarías era de Larache. Allí, en su juventud, había trabajado en una de las barcas que ayudaban a la gente a cruzar el río, y más tarde lo había hecho para la fábrica de El Lükus y también para Barranco, hasta que se arruinó con la almadraba. A diferencia de las manos de Rachid, las de Zacarías escondían, en sus grietas profundas, el sudor de la salina. Sus manos brillaban con un tono más vivo, más salvaje, sin la acritud de la tierra seca.
El viejo Rachid Ben Hassan entornaba los ojos cuando Zacarías le describía la bocana del puerto y la desembocadura del río Lükus, que se confundían en un gran suspiro de agua. Le gustaba imaginarse los olores que le detallaba con entrañable nostalgia.
-Me sentaba en las escalinatas del embarcadero –le decía Zacarías, jugueteando con los pelos de su barba encrespada-. El agua lamía con insistencia los escalones plomizos, y eso te producía una extraña sensación de vaivén. Esperando a los viajeros, los cascos de las pateras golpeaban esos mismos escalones y el sonido era como de un suave martilleo de herreros invisibles. Allí, podías llenarte los pulmones de salitre y de pescado seco. Era un lugar de confusas sensaciones. Por un lado, el océano traía un aroma irreductible, de libertad y de lejanía; por otro, el río arrastraba el cansancio de su huida permanente y la calidez de su sabor a caña de azúcar.
A veces, Rachid Ben Hassan era incapaz de imaginar tales descripciones e insistía para que Zacarías no se detuviese.
-Continúa, por favor.
-Como te digo, en la desembocadura hay una confusión de destinos. El Atlántico hace un vago esfuerzo por adentrarse en el puerto y, a la vez, se deja vencer por las aguas mansas del Lükus, que bajan en procesión para sacrificarse en el frío de un océano inabarcable. Es allí donde los barcos se guarecen abrazados unos a otros, impregnados aún en sus maderas por las escamas de los jureles que se agitan en sus redes mortíferas y de la sangre de los atunes indomables. Puedes aguardar en las escalinatas del puerto, cubierto hasta las rodillas. Las algas se te enredan en los tobillos, el frescor del agua te eriza la piel. Con la marea baja sientes el fango entre los dedos, y las plantas de los pies parecen chapotear sobre nubes invisibles y húmedas.
Rachid podía imaginarse en la cubierta de esos pesqueros, atrapando con dedos agitados las redes colmadas de peces asustados. Podía verse azotado por la brisa, con el pecho desnudo cubierto de sal y de agua.
Ese día, sin embargo, Rachid Ben Hassan tenía demasiada prisa como para entretenerse con Zacarías. Así que se deshizo del abrazo de su amigo y se acercó a Ahmed.
-Me alegro por ti –añadió Zacarías-. Sé que te hubiera gustado que no me enterara de tu viaje, pero te juro por Dios que hoy soy el hombre más feliz del mundo… Después de ti, jay.
Ahmed miró con curiosidad a su abuelo. Descubrió que en los ojos azules del anciano asomaba un brillo de impaciencia y de emoción.
-Espero que todo cuanto me has contado durante estos años sea cierto –amenazó, con la mirada torva y señalando con un dedo acusatorio a Zacarías-. Por Dios que sí. Porque no te perdonaría.
-Viejo desconfiado… –Zacarías meneó la cabeza y rió. Luego volvió a abrazar a un turbado Rachid, que sólo deseaba continuar su camino-. Jamás te mentí –entonces, acercó los labios al oído del viejo-. Lo comprobarás con tus propios ojos.
Al oír esas palabras, la emoción que sentía Rachid se multiplicó y notó cómo le temblaba todo el cuerpo. Se alejó de Zacarías con la certeza de que iba al encuentro de una parte de los recuerdos de su amigo.
Rachid Ben Hassan y su nieto Ahmed hicieron el viaje en un taxi compartido con un matrimonio y su hijo pequeño que se apearían en Tetuán, mientras ellos continuarían hasta la costa. Apenas hablaron por el camino. En Tetuán se les unió un hombre de aspecto fiero y expresión desconfiada. Rachid dedujo, por sus mínimos y ásperos gestos, que era del Sur y evitó entablar conversación. Cerró los ojos, fingiendo dormir, y poco a poco la voz lejana de Zacarías le fue llegando igual que un susurro.
-Sobre los pesqueros planean las gaviotas. Dan vueltas sin descanso, esperando a que los barcos suelten amarras y salgan mar adentro. También el olor de las aves se confunde con el de las cuerdas podridas y de las maderas y de los hierros.
-¿Y a qué huele la playa? –pregunta Rachid con impaciencia. Zacarías se alisa el pelo con ambas manos y vuelve a enredar los dedos en su barba densa y canosa.
-Sólo puedo hablarte de las de Larache… Una, la de la otra banda, huele a restos de fango, al musgo que cubre las piedras del espigón, a cangrejos, a centollos y a caracoles, a la arena mojada que se descubre con la bajamar. Es una playa pequeña de arena blancuzca a la que sólo llegan restos de algas que naufragan en su deriva. Está frente al puerto, y contempla, desde su orilla, el descaro de las proas retadoras, el perfil quebrado de la ciudad y el mudo abrazo en el que se funde el agua dulce del río y la salada del océano. Por eso, hay en su atmósfera una indiferencia que se empapa de los graznidos de las gaviotas, de la desesperación de los atunes plateados y del chapoteo de los remos de las pateras al hundirse en sus aguas –Rachid apoyó la frente en el cristal de la ventanilla del taxi, sin abrir los ojos, imaginándose los paisajes de Zacarías-. La otra playa es bravía. La llaman la peligrosa y sus olas intempestivas arrastran otro tipo de algas, grandes y sudorosas, que cubren la orilla de un manto verde y marrón. Y llegan huellas de barcas arruinadas, remos desdentados, maderos en los que apenas se pueden leer nombres borrosos de mujeres enigmáticas. También han aparecido cuerpos de hombres desnudos, sin ojos y con la piel picoteada por los diminutos bocados de los peces hambrientos. Sus aguas verdes, de un frío cortante, amenazan permanentemente dando zarpazos contra la playa. Si te sientas en su arena blanca y densa, percibes su sal amarga, el frescor de sus encabritados penachos y la densidad de su brisa abrupta. Nada tiene que ver con la otra banda. Aquí el aire exhala una voluptuosa violencia. Llegas incluso a percibir el miedo. Huele a la soledad de su orilla indomesticable y a las pisadas de los náufragos que nunca llegan con vida. En medio de su arena, te sientes indefenso e insignificante. No hay nada más grande que el océano. Es tan inmenso que hay mares en su interior…
Cuando Rachid abrió los ojos, se vio reflejado en el sucio cristal de la ventanilla. En su cara sólo descubrió arrugas multiplicadas. Sintió que, a cada kilómetro, envejecía un poco más. Pensó de pronto en su niñez, en los montes de Chefchauen, en los días de frío acerado en los que escapaba con su hermano Mohammed para esconderse en la cueva de la lechuza, con sus tesoros secretos: una daga, una fotografía en sepia de una mujer rubia, vestida con un traje estrafalario, dos caballos escapados de un tablero de ajedrez y una caja de lata, rectangular, en cuya tapa había un dibujo con un barco de vapor surcando un río selvático.
El taxi se detuvo en medio de la carretera. Estaban rodeados por un denso bosque, y Rachid y Ahmed bajaron dejando al hombre del Sur proseguir su camino. Cuando le perdió de vista, Rachid suspiró con tranquilidad.
-Nunca te fíes de esa gente –dijo con gesto severo.
-¿De qué gente hablas, abuelo? –Ahmed miró al anciano con cierta perplejidad.
-De esa gente –sentenció entre dientes.
Lentamente cruzaron la carretera y se internaron por entre los árboles. Rachid seguía a su nieto a corta distancia, con la hezira bajo el brazo y las manos metidas bajo la chilaba. El anciano trataba de imaginar qué tipo de playa iba a mostrarle Ahmed. Dudaba si prefería algo pacífico y sosegado como la de la otra banda o bien un espectáculo de fuerza primitiva que le hiciese temblar. Se inclinaba por lo segundo, tal vez porque si al fin iba a enfrentarse con su sueño, lo mejor era sorprenderlo en la plenitud de su vitalidad.
Apenas unos minutos de camino y la frondosidad se interrumpió abruptamente ante lo que a Rachid le pareció el infinito. Una inmensa playa de arena blanca salpicada por matorrales, que asomaban por las pequeñas dunas. Una inmensa playa de arena blanca que se escondía bajo el manto azul profundo del Mediterráneo. En nada se parecía a lo que alcanzó a imaginar a través de las descripciones de Zacarías.
-Menudo farsante –pensó aún sobrecogido.
Ahmed se detuvo para mirar a su abuelo. Su encorvada espalda pareció erguirse, como si creciera. El rostro de Rachid se iluminó, rejuveneciendo de pronto, y los brazos cayeron a los lados igual que hojas secas, abrumado, inmensamente feliz. Imaginó entonces que el Profeta, siempre sea bendito, cuando hablaba del Paraíso, se limitaba a describir aquella belleza inconmensurable.
Súbitamente el anciano comenzó a andar a toda prisa en dirección al mar. Su nieto se quedó perplejo hasta que logró reaccionar y seguirlo, y, al darle alcance, le susurró, no sin cierto temor a ser reprendido:
-¿Qué te ocurre?
-Tengo muy poco tiempo, hijo -y siguió andando.
Ya muy cerca de la orilla se descalzó las sandalias de cuero, dejó la estera junto a ellas y avanzó hasta que el agua mojó sus pies. Ahmed se quedó atrás y, en cuclillas, lo observó con arrebatado entusiasmo.
Las frías aguas le parecieron a Rachid racimos de besos, igual que las caricias que su mujer Halima le dedicó en su juventud. Pensó en ella y en cuánto habría disfrutado viendo ese gigante que palpitaba sin descanso. Las algas le rozaron los pies y así sintió correr la sangre del mar. Era un latir intenso, salvaje, indescriptible. Desde su silencio, Ahmed podía captar cuanto experimentaba su abuelo, allí con los ojos entornados.
El anciano dejó caer su chilaba. Su blancuzco cuerpo desnudo contrastaba con el colorido del mar, que se acercaba y se retiraba en cuanto le quemaba la arena. Rachid tenía un cuerpo quebradizo, que se marchitaba y se encogía. Al verlo, tan desvalido y frágil, Ahmed no pudo contener las lágrimas, pero hubo de recomponerse de inmediato cuando vio a su abuelo adentrarse en el agua. Por un instante, le asaltó la idea de que tal vez quería morir ahogado. No era así, simplemente deseaba que las aguas lo rodeasen a la altura del pecho. Estiró entonces los brazos y los extendió para acariciar la superficie, y así pasó más de una hora, extasiado.
Se imaginó a Zacarías en la orilla. Lo miró por encima del hombro y le sonrió.
-Me engañaste, pero a tu manera. Dejaste que yo mismo lo descubriera tal y como es. Sí, Zacarías, no hay palabras.
Respiraba con profundidad, aspirando su olor que para él era nuevo. Una mezcla de sal, pescado y algas, de sol y de reflejos nocturnos de luna y también de hombres ahogados, de arena mojada, de olas rotas. Qué feliz habría hecho a su amada Halima si le hubiese enseñado el mar, ese mar. Creyó entonces descubrirla reflejada en las minúsculas olas azules y sintió la placidez del silencio.
Anochecía, y Rachid salió del agua con paso reconfortado. Esperó a que la brisa le secara y se puso de nuevo la chilaba y las sandalias, bajo la atenta mirada de su nieto.
-¿Te alegra que te haya traído? -le preguntó Ahmed seguro de la respuesta.
-Por vez primera he visto a Al´láh y eso te lo debo a ti -dio unos cortos pasos hasta estar muy cerca de él y lo abrazó con extrema ternura, con una calidez que nunca antes Ahmed había sentido.
Permaneció así unos minutos, sintiendo la agitación de su pecho, y, al separarse, extendió un brazo ofreciéndole al anciano una caracola.
-Abuelo, escucha…
Rachid pegó la caracola a su oído y los ojos se le abrieron entusiasmados. Era el mismo sonido, el rugir del inmenso Mediterráneo, pero atrapado en un recodo del mundo. Sólo podía ser obra de un genio poderoso. Apartó la caracola del oído y la miró, frunciendo el ceño.
Ahmed rió, sin poder contenerse. Vio cómo su abuelo volvió a pegar la oreja a la boca de la caracola. En su expresión había una estupefacción y un aturdimiento. Parecía que Rachid Ben Hassan tratara de descubrir el sortilegio que era capaz de encarcelar esa ingente belleza en una jaula tan diminuta. Entonces, sin apartar la caracola de su oreja, Rachid se sentó en la arena, con las piernas cruzadas, con la mirada entregada al crepúsculo, silencioso, temiendo moverse.
Este relato forma parte de mi libro ÚLTIMAS NOTICIAS DE LARACHE (Aljaima, Málaga, 2004)