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EL FERRY «IBN BATOUTA»

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Ahora que las relaciones entre España y Marruecos se complican por problemas meramente estéticos, por cuestiones que a la inmensa mayoría de los marroquíes y de los españoles les perece que se pueden tratar sin tantos aspavientos y sin regalar carnaza gratuita a esos que aprovechan cualquier disputa para azuzar el odio, por asuntos creados para desviar la atención de otros más acuciantes, veo una foto del barco “Ibn Batouta” y esta simple estampa me es suficiente para añorar Marruecos y a su gente. Tras estos meses de pandemia, anhelo volver a viajar hasta allí, necesito regresar a la tierra amada, abrazar a los amigos.

Ese barco pintado de blanco y amarillo era un ferry de la compañía Limadet (Lignes Maritimes du Detroit) que unió, que nos unió, a partir de julio de 1966. Cubría la travesía entre Tánger y Málaga. Luego, años después, pasó a realizar la ruta de Tánger a Algeciras.

El “Ibn Batouta” era mi barco. Yo era un niño y ese ferry me parecía un gigante. Recuerdo que, en las vacaciones de verano, dejábamos Larache montados en el Renault 10 de mis padres, también amarillo, con matrícula marroquí, y llegábamos al puerto de Tánger y ahí comenzaba la pesadilla de mi padre. Meter el vehículo en el barco era entonces toda una maniobra de pericia, porque los operarios deslizaban dos largas y estrechas planchas que unían el muelle a la boca de la bodega del “Ibn Batouta” y los coches debían introducir sus ruedas justo en esos dos railes metálicos mientras el ferry se balanceaba. Mi padre sudaba cada vez que se enfrentaba a esa prueba, temiendo no acertar y que el coche quedara colgado en el aire o, peor aún, pudiese caer al agua. Pasado ese mal trago, que se repetía al desembarcar, llegábamos a Málaga, donde residían mis abuelos maternos, que nos esperaban ansiosos por tener noticias de Larache, que ellos habían tenido que dejar en el 57 y que tanto añoraban.

Cuando el ferry hacía la travesía a Málaga, el viaje por mar se hacía eterno. Y cuando cambió para cruzar de Tánger a Algeciras, el trayecto en coche también resultaba interminable con esas carreteras de un solo carril en cada sentido. Esos eran viajes de verdad, bajo el calor del mes de julio o agosto, sin aire acondicionado, solo con las ventanillas bajadas, a poca velocidad porque los coches entonces no tenían la potencia de ahora, cargados hasta los topes, con la baca llena de maletas y regalos, con cinco personas metidas en el interior del Renault 10. Viajábamos de la misma manera que los emigrantes marroquíes que cruzan Europa. Exactamente igual. Pero aquellos eran viajes inolvidables. Luego, al finalizar las vacaciones, regresábamos a Marruecos, a Larache, ilusionados por volver.

En uno de aquellos viajes en el “Ibn Batouta”, en mi barco, me perdí. No sé cómo lo hice, pero mis padres no daban conmigo y, mientras los delfines acompañaban el avance del ferry (no me lo invento, era así, el mar lleno de bellos delfines saltando a los costados del barco) yo me adentré por alguna zona y me quedé dormido sentado en una butaca de madera. Debía de estar agotado de corretear de un lado a otro. Mi padre dio aviso, y mi madre lloraba pensando que me había asomado con imprudencia por la borda y había acabado ahogándome. Qué exagerada. Yo, mientras tanto, inocentemente, soñaba a pierna suelta. La tripulación se puso a buscarme, hasta que alguien pensó que ese niño que dormía como un lirón con pantalones cortos y corbatita podía ser el niño perdido. No me regañaron o al menos no lo recuerdo. Pero mis padres ya no dejaron que me alejara de ellos.

Nunca me aburrieron esas travesías. Si no era porque me quedaba observando fascinado a los delfines era porque jugaba con otros niños que solo conocía en cada viaje, niños marroquíes y niños españoles, y a los que ya nunca volvía a ver. También me quedaba junto a algún mecánico que salía a fumarse un cigarrillo y lo escuchaba mientras hablaba de su trabajo o de cualquier cosa. A veces, el trayecto se complicaba si la mar estaba picada. El ferry se movía de verdad, como un frágil cascarón, y no como ahora, más seguros y mejor construidos, y yo me reía viendo a los viajeros que se asomaban a las barandillas para vomitar. Los niños tienen esa pizca de crueldad, y yo no me iba a librar.

Todo esto que narro no es más que un dibujo, una acuarela que me sirve para contar que, en realidad, cuando dejaba Marruecos y veía alejarse su costa, creía ir a mi país, porque no dejábamos de ser españoles, aunque mis bisabuelos se hubiesen instalado en Larache a principios del siglo XX, y, sin embargo, cuando estaba en España, al igual que le ocurría a mis padres, deseaba volver sobre la misma estela blanca que habíamos dejado atrás dibujada en el mar, como si fuesen las miguitas de pan que hubiésemos ido arrojando desde el “Ibn Batouta” para no perdernos a la vuelta.

Miro de nuevo esta fotografía y doy un salto en el tiempo. Me veo de nuevo en cubierta, notando la caricia de la brisa, y me llega el olor del puerto de Tánger, que no huele igual que los otros puertos; y me veo también bajar a la bodega y montarnos en el Renault 10 amarillo, ver a mi padre al volante, en tensión, cruzando sobre las dos planchas metálicas, como un equilibrista, mientras desembarcamos, detenernos ante el gendarme que echa un vistazo a los pasaportes y con una tiza hace un garabato sobre el cristal delantero y con un gesto ordenar a mi padre que avance. Tomar la antigua carretera de la costa, un viaje de horas, hasta ver de pronto asomar el faro de Larache, el acantilado de Ain Chakka, el puerto pesquero, el castillo, todo como una estampa. Y pensar que apenas en unos quince minutos ya estaremos de nuevo en casa.

No. Ni entonces ni ahora ningún político o ninguna cuestión política romperá todo lo que nos une.

Sergio Barce, junio 2021

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3 comentarios

  1. Bueno amigo Sergio eso que «se complican por problemas meramente estéticos, por cuestiones que a la inmensa mayoría de los marroquíes y de los españoles les perece que se pueden tratar sin tantos aspavientos…», será para los peninsulares, tan solo un dato tenemos deambulando por Ceuta, pidiendo en cada esquina a más de 2.000 marroquíes, y los 1.500 menores que están en una nave, en unas condiciones de pena… Y Marruecos no los acepta de vuelta. En una ciudad de 19 kilómetros. Saludos, buen día. Paco Sánchez Montoya. http://www.edicioneslibrosdeceuta.es

    1. Buenos días, Paco. Mi escrito no va po ahí. Claro que sé a lo que te refieres, y conozco ese problema por mis amnigos ceutíes con los que estoy en contacto desde el primer día. Pero en ese párrafo que reproduces a continuación también digo: «…por asuntos creados para desviar la atención de otros más acuciantes». Y entre esos problemas más acuciantes está el problema de los menores que han pasado a Ceuta. Lo que ha venido después, trata de ocultar todo lo que ha sucedido y todo lo que se está «fabricando» alrededor para que la crisis sea aún mayor. Todo tendrá que reconducirse y vover a su cauce. Eso es lo que deseo. Un abrazo

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