En la playa peligrosa
Sergio Barce, Noviembre 2010
Bajó de la chalupa que le había cruzado el río tras pagar al barquero y se dirigió a la Playa Peligrosa. Era un templado día de octubre y no se veía a nadie por allí, sólo él, embozado por el rumor de las olas y el graznido de las gaviotas. Notaba la arena bajo la planta de los pies, como caricias antiguas que deambularan perdidas desde hacía años. El ruido del agua en la orilla le parecía acogedor y se acercó, mojándose los pies primero, luego las piernas, y se refrescó la cara. Permaneció un segundo oliendo las algas y el salitre que se le habían quedado prendidos en los dedos. El sol proyectaba su sombra justo delante de él, y sonrió al pensar que, de pequeño, siempre había querido pisar su propia sombra, como si fuera posible cogerla desprevenida. De pronto, vio las huellas de un niño en la arena que se alejaban por la orilla. Levantó el mentón, y cubriéndose los ojos con una mano a modo de visera, oteó el horizonte, la playa entera, pero no se veía un alma. Volvió a mirar entonces esas huellas infantiles y quiso reconocer en ellas sus propias pisadas cuando era niño, y soñó que, por algún extraño milagro, se habían quedado ahí grabadas esperando a que regresara.
Levantó los ojos de nuevo, vio el pueblo recortado contra el cielo azul, una silueta entrañable y expectante, el Castillo de San Antonio, y a la derecha el espigón adentrándose en el océano temerariamente, vio cómo las escasas barcas que continuaban haciendo el trayecto del embarcadero a la otra banda se mecían frágiles y aturdidas, cómo un atunero se disponía a zarpar y cómo las gaviotas se arremolinaban a su alrededor aguardando para acompañarle durante un tiempo. Sentía la brisa en el rostro, las palabras que el silencio le susurraba al oído. Cerró entonces los párpados por unos segundos para oírlas claramente, ecos de su memoria, recuerdos que había creído perdidos. Cuando abrió los ojos, comprobó que las huellas del niño habían sido borradas por las olas, lánguidas y suaves. Eso le causó un inesperado desasosiego, y escudriñó los alrededores con cierta desesperanza, buscando ya no sabía el qué, hasta que algo le hizo fijarse en sus manos. Eran recias, grandes, pero las cicatrices estaban ahí, las cicatrices y las arrugas, y pensó que pertenecían a un hombre mayor al que la vida le había pasado de lado. Apretó los puños, resistiéndose a creer que esas manos fuesen las suyas, y subrepticiamente miró de soslayo la orilla de la playa, aguardando inútilmente a que las huellas del niño volvieran a aparecer.
5 respuestas
Maravilloso: el pasado que nos acecha, y nos esquiva. Gracias, Sergio.
¿Estás seguro que no me vistes a lo lejos? Esas pequeñas pisadas… seguramente serían mias.
Un abrazo
Seguramente eran las tuyas, o las de Luis, o las de Pablo, o las de Lotfi, o las de Fatima, o las de Ahmed… Esas huellas pertenecen a todos, porque todos estuvimos allí…
Me gusta ver que te aventuras a entrar por estos lares…
un abrazo muy fuerte
sergio
¡¡ Que bonito Sergio !! Me ha encantado !!
Yo tambien he estado alli ,mucha veces,y lo he vuelto a recordar como si hubiese sido ayer.
El trayecto desde el espigon hasta Punta negra era el recorrido que haciamos,no se que puede haber despues porque nunca lo he pasado. ¿ O es que terminaba alli ?
yo no lo se.
Pero me parecia precioso,aunque nunca me bañe alli,lo teniamos prohibido,pero hay que reconocer que atraia extraordinariamente por ser tan grande y tan peligrosa,su arena,su brisa y su olor nunca lo olvidare.
De nuevo ….gracias
Cuánto me alegra que te guste. Gracias. Muchos besos, Adela.
Sergio