El poeta Víctor M. Pérez ha escrito sobre mi última novela La emperatriz de Tánger (Ediciones del Genal – Málaga, 2015) lo siguiente:
Sin duda, La emperatriz de Tánger es uno de los momentos más brillantes en la narrativa de un escritor que se afianza en el panorama nacional. La sutileza, el exotismo, el dinamismo narrativo nos mantiene literalmente “pegados” a la historia. La habilidad de Sergio Barce es introducirnos e involucrarnos en las escenas que se convierten en imágenes reales en nuestra imaginación, sin duda, como decía Stevenson, cuando es el ojo de la mente el que lee, lo que vemos al leer queda grabado de forma indeleble en nuestra memoria. Esperamos la próxima historia de este novelista que es ya tan nuestro.
Para quienes aún no la hayan leído, les traigo un pequeño fragmento, ese en el que la trama transcurre en la Librairie des Colonnes.
(…) En su gran día, firmó ejemplares de la novela con dedicatorias similares, sin la menor originalidad. Había mucho público gracias a Isabelle Gerofi que había puesto la carne en el asador para que el libro circulase unos días antes. Ella misma, y su hermana Yvonne, no habían dudado en recomendarlo a sus fieles. Emilio Sanz de Soto hizo lo propio con su breve pero ardiente exposición. Pero le impresionaron aún más el optimismo que le demostraba Ángel Vázquez, un devorador de novelas que trabajaba como vendedor para la librería, y el fervor de una chiquilla, una estudiante que acompañaba a Emilio. Se llamaba Miriam Benasuly. Tenía unos ojos hambrientos, esa clase de mirada que se queda flotando en el aire unos segundos interminables tras entornar los párpados, esa clase de mirada que provoca el caos y que desestabiliza la ética. Hasta ese instante, había permanecido en un segundo plano, junto a Emilio Sanz, amigo íntimo de su padre al que había prometido llevarla a esa presentación.
La chica se le había acercado empujada por la admiración que sentía hacia él, pero también cohibida ante la idea de que, siendo tan joven, la ignorara. Se equivocó. Sintió de inmediato cómo Augusto Cobos le retenía su mano entre las suyas unos segundos más de lo que habría considerado como normal, con esa mirada con la que la taladró hasta el alma. Sorprendida, sólo pudo confesarle que estaba fascinada, que había terminado de leerla esa noche y que se moría por volver a hacerlo por segunda vez, y él supo, de inmediato, que no sólo le hablaba del libro. Notó fluir la sangre por las sienes, alterada y densa. Tenía delante a una niña y no sentía ninguna vergüenza por el inconfesable deseo que estaba experimentando. Tenía delante a una niña que era capaz de nublar al resto del mundo. Tenía delante a una niña y en realidad sólo veía a la mujer que iba a ser. No podía permitir que se le escapara el candor de su mirada, y decidió ser su guía, su maestro, su primer amante.
Sacó la pitillera de alpaca, la abrió, sin apartar la vista de esa jovencita, extrajo un cigarrillo y lo atrapó con los labios, como si lo que realmente quisiera cazar fuesen sus juveniles labios. Sintió que su pene se erguía, una erección pura y frenética. Y eso le produjo una rara estupefacción. Sin embargo, un segundo después, Miriam Benasuly era engullida por el resto de los que trataban de acercarse a Augusto Cobos para abrazarlo, y se separaron. Ángel Vázquez le hablaba de algún relato que escribía y que pretendía publicar, pero a él le importaba un bledo, sus cinco sentidos se habían emborrachado de esa niña y perdía el equilibrio al imaginarla entre sus brazos adultos.
Carmen Montes, con ese fino instinto femenino que a muchos hombres les parece terriblemente proverbial, había presenciado el cruce de sus miradas y se había sentido extrañamente incómoda e inquieta. De pronto, de manera absurda, no sólo se sintió mayor sino también demasiado vieja para librar batalla contra algo que aún no quería creer.
Un comentario
Es uno de los fragmentos tremendamente embaucador… que te roba la paz y te arrastra irremediablemente hasta el fin de sus páginas sin que pueda tener cabida más lectura de por medio que la lectura de La Emperatriz de Tánger.
Un beso