Sergio Barce y Abderrahman Lanjeri
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UNA SIRENA SE AHOGÓ EN LARACHE
(Editorial Círculo Rojo)
Fragmento de la novela:
Llega corriendo con la respiración entrecortada, el sudor empapándole. Sabe lo que va a ocurrir, como si fuera un imponderable fijado por alguna ley estricta e irrenunciable. El sol cae sobre el Zoco Chico desplomándose con pesadez y eso hace que la gente se mueva con lentitud, buscando el frescor de los soportales que embozan a las antiguas joyerías, guareciéndose tras las columnatas de los laterales. Tami tropieza con uno de los adoquines que asoma desnivelado en el suelo y un hombre, con el que choca, lo empuja y lo insulta por molestarle. Pero él no hace caso, sólo quiere llegar al puesto de su padre antes de que el almuédano llame a la oración del mediodía.
-¡Otra vez tarde! –Vocifera Mohammed al verlo aparecer.
Se levanta, repasando con la mirada los objetos que expone en su tenderete miserable, y luego escupe con sus ojos a Tami. Le lanza un guantazo que lo sorprende por lo inesperado y le deja marcado los dedos en la mejilla. El oído le zumba, es como andar cerca de un panal al que se hubiera agitado con violencia. Pero Tami no se queja, no abre la boca, aguanta el dolor y las lágrimas, que se traga en silencio.
-Tuve que acompañar al abuelo hasta Cuatro Caminos…
-Quédate aquí, y vigila hasta que vuelva. Siempre con excusas… No habrás estado por ahí robando a algún honrado pobre hombre, ¿eh? ¡Contesta! –Da un manotazo que no le llega, y luego se va meciendo la cabeza igual que un cabestro-. Ya no sé qué haces por ahí…
Sin volver a mirar a Tami, Mohammed sortea a los curiosos que merodean por los puestos que ocupan el empedrado del viejo Zoco Chico.

Los comerciantes que tienen sus bazares bajo los soportales mantienen una guerra soterrada con ellos, porque han invadido el espacio con sus cachivaches y sus productos de segunda mano, porque con las sombrillas y las telas que montan los tapan y nadie puede ver así sus escaparates y porque, para más infamia, no pagan impuestos como ellos. Pero se han hecho dueños de la zona y perjudican sus negocios legales. El tiempo se ha encargado de otorgarles una patente excepcional por la que nadie puede moverlos de sus puntos de venta, incluso la Baladiya les tiene miedo. Mohammed lleva ya en el suyo más de dos años, lo montó después de que lo despidieran de la Fábrica del Lukus. Hasta lograrlo, picoteó en un sitio y en otro: fue vigilante en el almacén de Andrés Mula e hizo de peón en una obra de Chicha, recogió castañas para venderlas en el zoco, trabajó incluso de jardinero en el Hotel Riad hasta que llegaron las excavadoras. Ahora el tenderete es lo único que le permite subsistir, lo único que se puede relacionar con el futuro.
Cuando se queda solo, Tami ocupa el asiento de su padre, una caja de Seven Up vuelta del revés. Se lleva una mano a la mejilla. Ahora sí le duele, como si sintiera el bofetón con retardo. Cuando su padre le pega, una tristeza escalofriante le sobrepasa y Tami no es capaz de reprimir la vergüenza. No sería capaz de explicarlo, pero no es vergüenza por lo que haya hecho o dejado de hacer, nada que tenga que ver con sus propios actos pues, a veces, las palizas de su padre no tienen una justificación previa, simplemente se acerca a él y la emprende a empellones o le abofetea o le da patadas hasta la extenuación. Cuando esto ocurre ante la presencia de su madre todo cambia; ella lo defiende y, en más de una ocasión, hasta ha llegado a arañar a Mohammed en la cara para que cese de pegarle. La vergüenza que le invade es, más bien, una congoja que, con el tiempo, se ha aposentado en su alma, fruto de la continua humillación a la que se ve sometido por su padre, construida con los epítetos que Mohammed le dedica con un asco inevitable y con los golpes que van grabándosele como muescas en la memoria.
Después del triste incidente del mercado, Mohammed ha encontrado la excusa perfecta para seguir zahiriéndole. Tami sólo desea que lo perdone, aunque sin demasiadas esperanzas de que ocurra pronto. Cuando lleva algún dirham encima su padre nunca cree que sean las propinas que consigue por llevar las cestas de la compra a las mujeres mayores desde el mercado hasta sus casas. Mohammed, pese a sus explicaciones, pese a que ha llegado a retarle a que pregunte a las propias mujeres, ha seguido creyendo que son el fruto de sus pequeños hurtos. La historia del melón ha venido a confirmarle definitivamente tantas sospechas, y a Tami, por el contrario, lo ha convertido en un mentiroso capaz de engañar a su propio padre. Todo esto le pesa como una losa.
Oye ahora la llamada a la oración y algunos hombres corren para llegar a tiempo a las mezquitas cercanas.
De pronto, ve a Ahmed. Viene de la Plaza de la Liberación acompañado de Jamal y de Taha. Lo saluda con un ademán de la mano pero su hermano mayor no se acerca. Tami sabe que Ahmed se avergüenza del puesto de su padre. Sólo lo ayuda a montarlo y a recogerlo, siempre de noche y de madrugada, cuando ya no hay nadie en el Zoco. Lo ve hablar con una chica, es guapa; se sonroja por algo que le susurra Ahmed al oído. Luego, todos ellos se esfuman entre la muchedumbre que se va multiplicando hasta que casi no se puede andar.
Sergio Barce, 2011