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«HAN VARIADO MI NÚMERO DE BASTIDOR», UN RELATO DE SERGIO BARCE

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HAN VARIADO MI NÚMERO DE BASTIDOR

Sergio Barce, Octubre 2010

Me doy cuenta de que han variado mi número de bastidor. Alguien, sin mi permiso, le ha añadido un cero al final. bajo la lluviaHe llamado a la Central pero, como siempre, el Director anda ocupado con alguna desgracia ajena. Su secretaria, que tiene el timbre de voz de un camionero cirrótico, me contesta con una desgana entusiasta. Exijo una explicación, quiero saber por qué razón ha aparecido ese cero de más en mi número privado, por qué, además, me han enviado un folleto informativo sobre las ofertas que han lanzado al mercado de dentaduras desechables, peluquines reversibles, las nuevas lentillas rejuvenecedoras o los abdominales de alquiler para hombres sedentarios. Añado que lo más indignante ha sido el tríptico con el que presentan esa nueva prótesis peneana que facilita hasta diez posturas diferentes, qué saben ustedes, le grito más alto, de mi funcionalidad. La secretaria me responde, no sin cierto sarcasmo, que con mi edad he de prever futuras contingencias. Sólo deseamos que su vida sea lo más humana posible. No pretenderá que actuemos de manera diferente con usted, añade con hastío. Protesto vehementemente, y pierdo la compostura. Aún puedo hacerlo sin ayuda mecánica, le vuelvo a gritar, y exijo que me devuelvan mi número de bastidor anterior, quiero mis anteriores prerrogativas. No se ponga usted así, añade ella sin alterarse, pero vaya acostumbrándose a tomarse las cosas con calma, después de todo el circuito le sigue funcionando gracias a un bypass que le regalamos por su cumpleaños. Me ha dado un golpe bajo y mezquino; en eso tiene razón y no sé cómo reconvenir. Pero qué tiene que ver mi cabeza con todo eso, bajo ahora la voz, más conciliador, aunque me doy cuenta de que la violencia se adueña de mis intenciones. Han examinado su expediente y, sinceramente, no les ha gustado lo que guarda en él. He de informarle que se le ha practicado una pequeña intervención mientras dormía. De pronto me habla con una confidencialidad impostada: no tendría que decirle esto, pero tengo su carpeta aquí delante… Ya sabe que no se considera políticamente correcto almacenar recuerdos como los suyos. A qué se refiere, le pregunto lleno de angustia. Me aterroriza saber que han entrado en mi casa, que me han lobotomizado sin que yo lo haya notado y, además, que se hayan permitido la libertad de modificar mis datos personales. Qué recuerdos son los que les han molestado tanto, insisto temiendo una respuesta que no tarda en llegar. Ya sabe, esos en los que está con sus hijos en la playa, jugando con ellos, enseñándoles a nadar, o haciéndoles cosquillas y… Pero son inofensivos, protesto débilmente. En absoluto, me dice, ese tipo de recuerdos han de desaparecer, tenga en cuenta que ya ha llegado a una edad en la que debe comenzar a olvidarlos para siempre… Es la segunda vez que me habla de mi edad, vuelvo a gritarle, y mientras lo hago urdo un plan para ver a mis hijos antes de que me notifiquen la última decisión, ya no hay duda de que la han tomado y estoy dispuesto a plantarles batalla. De acuerdo, le digo, quizá estoy muy alterado en estos momentos, creo que volveré a llamarla cuando me encuentre más calmado… No estará tratando de engañarme, remeda la mujer. Estoy a punto de decirle que es una hija de puta sin escrúpulos, pero me muerdo la lengua y cuelgo el teléfono. Estoy temblando. Llamo a mis hijos, ambos comunican. Sin duda, es una treta de la Dirección, ellos lo controlan absolutamente todo y deben haber pinchado mi teléfono. Cojo el coche, decidido a verles antes de que llegue la jodida notificación. Viven lejos, en otra ciudad, y el viaje es largo. La voz de la secretaria resuena en mi cabeza, como un eco, y noto que lentamente mis músculos se van relajando. Anochece. Paro en un área de descanso. Cuando entro en la cafetería, dudo y no sé qué es lo que hago allí dentro. El camarero, que me mira desde el otro lado de la barra, me pregunta qué es lo que deseo tomar. Entonces recuerdo que tenía ganas de un café, y se lo pido. Vuelvo al coche. Noto el aire frío y húmedo, presagio de lluvia. Me siento al volante, arranco y enciendo las luces. Los focos iluminan el aparcamiento, solitario. Comienza a chispear. Cuando pongo a funcionar los limpiaparabrisas, una angustia indescifrable quema mi pecho. lluviaPienso en mis hijos, pero apenas soy capaz de dibujar sus facciones; después de unos segundos desesperantes, al final logro verles corriendo por el campo mientras yo les persigo, ríen nerviosos, y cuando consigo alcanzarles, los alzo en volandas. Piso el acelerador. Por lo que he leído, mi nuevo número de bastidor causa efectos en poco tiempo. Algunos dicen que sin una notificación fehaciente no pueden manipular tus recuerdos, pero a ciencia cierta nadie lo sabe y hay incluso quien postula lo contrario, que una vez que lo han hecho e intervienen en tu cabeza ya no hay vuelta atrás. No voy a esperar en mi casa a comprobarlo, y por eso vulnero todos los límites de velocidad. Durante el largo viaje me ejercito persistentemente rememorando cada uno de los momentos en los que estuve con mis hijos, cada detalle me parece ahora importante. Tardo casi cinco horas en llegar a la ciudad. Sigue lloviendo. Oigo el siseo de las ruedas del coche sobre el asfalto, el repiqueteo de la lluvia sobre el techo del vehículo, y por un segundo es en lo único en lo que pongo toda mi atención. Me detengo frente a la entrada de un chalet, es el número siete de la calle. Hay luz en las ventanas, pese a la hora. Alguien se asoma a una de ellas, al poco se abre la puerta y un hombre, aún joven, abre la cancela. Veo que se acerca, camina bajo la lluvia sin cubrirse y el agua lo empapa en seguida. Me mantengo sentado al volante de mi vehículo, con el motor en marcha, al ralentí, y sin ningún motivo repito mentalmente el nuevo número de mi bastidor personal. Bajo la ventanilla cuando el hombre está a mi altura. Se inclina, y me mira con extrañeza. Qué haces aquí, papá, me pregunta con un tono de voz confuso y dubitativo. Le miro unos segundos. Te ocurre algo, papá, insiste el hombre. Su cara no me resulta extraña, pero intuyo que es un pobre enfermo mental que se ha escapado de ese edificio, probablemente es un sanatorio que no se publicita. Nada, no me ocurre nada, le digo conciliador para que no se altere, nunca se sabe cómo pueden reaccionar este tipo de personas. Vuelva al interior, joven, va a coger una pulmonía si sigue ahí parado bajo la lluvia. No se inmuta, y se limita a ponerme una mano en el hombro y a presionármelo, como si quisiera que le dijese otra cosa.

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Un comentario

  1. Estremecedor, me produce una amarga sensación de miedo, los recuerdos, esos pequeños recuerdos, son lo mas importante de nuestras vidas, si alguien los pudiera manipular, mi realidad no tendría sentido. Un abrazo

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Hello, I'm Naomi Hunt

I am a writer, blogger, and traveler. Being creative and making things keep me happy is my life's motto.

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