Imán es la primera novela de Ramón J. Sénder, publicada en 1930 por la Editorial Cenit, de Madrid. A estas alturas, hacer una reseña de este libro se me antoja inútil. ¿Qué puedo aportar con mis comentarios? Es una obra maestra de la literatura, y está considerada como una de las mejores novelas bélicas (antibelicista) de todos los tiempos.
Sólo puedo señalar que su personaje protagonista, Viance, apodado Imán, es uno de los que más me han marcado. Leí Imán hace muchos años, y desde entonces Viance ha estado ahí. Volver a leer el libro de Sénder es confirmar la grandeza de su texto y la simpatía por ese hombre al que la guerra transforma de manera definitiva y atroz.
Es quizá el retrato más lúcido y detallista de lo que supuso el desastre de Annual, y también un libro imprescindible para entender la sinrazón de la guerra que enfrentó entonces a Marruecos y España. Pero como mis palabras no aportan nada nuevo, prefiero reproducir tres fragmentos de la novela que me parecen excepcionales, en especial el último que, curiosamente, me ha hecho recordar El blocao de Díaz Fernández, que también comenté no hace mucho.
Si la guerra es una locura, Sénder supo reflejarla a la perfección en Imán.
Sergio Barce, febrero 2015
(…) Deben de ser las ocho, las nueve quizá, y bajo el insomnio, los ojos impacientes, cargados de sangre, muy abiertos, escuecen y destilan. Se palpa la mejilla inflamada y continúa por el pequeño declive que se acerca ya al llano. El peso del armamento empuja hacia abajo.
De repente, al doblar una sinuosidad, ve a una vieja y un niño indígenas. Los dos llevan a la espalda un grueso cántaro esférico de barro lleno de agua. Se han detenido un momento y el niño asegura las trinchas de esparto. Rebulle el agua y las vasijas tienen un brillo de humedad, de rezume. Viance se ha ocultado instintivamente, sin perderlos de vista. Un ciego impulso le hace comprobar si está cargado el fusil y echárselo a la cara, encañonando a la vieja. El agua sigue sonando a cada movimiento.. Con la violencia de quien refrena a una hiena se contiene. La alarma puede costarle la vida. Pero no hay necesidad de respirar. El machete no hace ruido y puede ensartar a dos personas en un minuto. ¿Y si gritan? Los rebeldes no están más lejos de un par de kilómetros y, sin duda, le oirán fácilmente.
El glú-glú del agua sigue sonando y exacerbando la sed. En esos cántaros grandes, esféricos, está el secreto vivificador. Los árboles, las plantas, los animales todos tienen derecho al agua, a deleitarse con ella. La sed se siente ahora en los labios, en la boca, en las sienes, en la mugrienta piel. Si de pronto echara a llover absorbería el agua por los poros, como una esponja. Prepara el machete en la mano. La sangre lo ha cubierto de una especie de mica negruzca que despega contra la alpargata. Siente una alegría feroz y un alivio de frescura en la garganta. Avanza a cuatro manos hasta la tangente de la colina, se levanta y avizora a sus víctimas. El niño se inclina ahora con dificultad y coge un casquillo de fusil. Sopla en su abertura, produce un pequeño silbido y se le ilumina el rostro de alegría. Viance abre los ojos desmesuradamente. Hace rato que lleva una mosca en la comisura de los labios. Queda paralizado por esa alegría inocente del muchacho, que reanuda ya la marcha dejando atrás con el glú-glú una estela de promesas.
Viance, cuando quiere darse cuenta se ha quedado demasiado lejos. Siente un sopor vago y profundo, las piernas le pesan mucho más. Se levanta alarmado, recordando los cadáveres del barranco, y reanuda su camino incierto hacia Annual. La sangre se ha coagulado en la rodilla, en la mano.****
(…) Después de andar toda la noche, sin otro accidente que el de su pugna con las sombras apelmazadas alrededor, llega a la llanura de Monte Arruit. Sabe que al final, la primera prominencia es la colina, no muy alta, de suaves laderas, de Monte Arruit. Encima, la posición. A la derecha, el río; a la izquierda, la estación del ferrocarril, pequeña, blanca, con ventanas ajimerezadas, mitad fortín y mezquita. Y en medio, la cerca de alambre espinoso, de sacos terreros. El campo del amanecer comienza a levantar su alarma. Una cogujada brinca entre los mulos, las cajas vacías, los muertos, de una sección de ametralladoras.
Viance se queda atrozmente sorprendido. No había visto un pájaro desde su salida de R. Siente una compasión inexplicable por ese pájaro color de tierra que vuela en cortas ondas, piando. Esta tierra es como la de los demás países –piensa-, como la tierra de España. No sólo se siembran balas y se cosechan muertos. Hay cogujadas, como allí y podría haber plantíos y árboles. El amanecer dilata las perspectivas y Viance se siente dentro de un inmenso fanal de vidrio que va ensanchándose. Huele a cera quemada, a grasa, y de vez en cuando vuelve el olor denso a cloaca. La luz grita a su alrededor llamando al peligro, a la muerte. Su voz viene con ecos repetidos desde una lejanía de niebla, que puede ser mar o nubes o la vegetación de una país fantástico. Su sombra es larga, y pasa acariciando las vísceras rotas de un caballo.
La mañana de Monte Arruit es indiferente, como todas las mañanas, a la locura y al terror de los hombres. Cañonazos no muy lejanos le recuerdan el asedio de R. <¿Otra vez> ¡Monte Arruit, Monte Arruit! Más tiros de artillería y explosiones blandas de granadas. El terror de volver a empezar, de ver nuevamente desgajarse el cielo, hervir la tierra en cien pequeños volcanes. Huir, huir. Salvar la vida por un torpe capricho de la Providencia, que ya se acoge con recelo. <¿Qué ignorado destino me aguarda? Si me salvo, no me salvo yo, sino un pobre animal cansado, sucio, con el alma apagada. Lo más auténtico de uno se queda por ahí, cara al cielo, muerto y podrido también. ¿Dónde? No se sabe. Quizá prendido en la mirada sin expresión –o terriblemente expresiva- de esos cadáveres.****
(…) Por el lado de la alambrada llega una niña de hasta once o doce años. Grandes ojos infantiles en un rostro sereno y dulce. Vestiduras que fueron blancas bajan hasta cubrirle los pies. Al ver que la miramos, recoge del hombro un trapo y se oculta media cara, sujetándolo con los dientes. Su cuerpo no denuncia relieves de pubertad. Es fino, asexuado, de tal modo que esa precaución desagrada porque revela una preocupación extemporánea. Al avanzar hacia el zoco cae de pronto sentada sobre su pie y protege el otro con las dos manos. Su llanto es ruidoso y despreocupado. Me acerco y a través de las lágrimas me mira con asombro y temor. Entre sus dedos sale la sangre escandalosamente roja. Va descalza y ha pisado un casco de botella. La herida le cruza la plana del pie. El centinela llevará seguramente su paquete individual de curación. Me lo presta y la curo lo mejor posible. Sin decirme una palabra, con el pie envuelto en gasa, se va, cojeando. Al volver al zoco, otro sargento me da con el codo y dice, guiñándome un ojo:
-Ten cuidado, porque esta chica tiene chancros sifilíticos, purgaciones, to el repertorio.
Pasada la primera sorpresa me extraño yo mismo de haberme sorprendido. Es natural. Sus padres, sus hermanos han huido a la guerra. El hambre ronca por los aduares y atenaza a los niños, a los viejos. Éstos en vano intentan ganar la vida para los que quedan llevando miserables mercancías a los zocos. Y en ellas la misma inocencia, si la hay, es un peligro más. La soldadesca lo aprovecha todo. Puede que un día se haga la paz y que el padre, los hermanos vuelvan a su aduar a labrar las tierras. Pero el odio seguirá en los corazones y se transmitirá de padres a hijos.
Un comentario
Cualquier guerra es una locura, no existe mayor sinrazón que la inmensa huella de horror y desdicha que todas dejan tras de sí… muertes en vano, miseria y tantas preguntas que a menudo nadie podrá contestar.
Gracias por estos grandes fragmentos, Sergio, no he leído Imán pero ya podría pensar en conseguirlo después de este pequeño y maravilloso avance.
Un beso