«LA BUENA REPUTACIÓN» DE MARTÍNEZ DE PISÓN

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Ignacio Martínez de Pisón obtuvo el Premio Nacional de Narrativa 2015 con La buena reputación (Seix Barral), novela que narra las peripecias de una familia hebrea asentada en Melilla y que asiste primero a la desaparición del Protectorado español de Marruecos, con la nueva situación que se creó con los judíos marroquíes, y lo que acontece luego a esa familia que, a través de varias generaciones, nos van mostrando el devenir de España desde los cuarenta y cincuenta hasta los años ochenta del pasado siglo. Un fresco humano en el que Martínez de Pisón nos cuenta en realidad la historia de nuestro país a través de la pequeña historia de esa familia hebrea.

LA BUENA REPUTACIÓN      

Hay una buena documentación detrás de esta obra, en la que Tetuán, capital del Protectorado, y Melilla ocupan una parte esencial de la narracón.

Sin embargo, el episodio del Pisces, el barco que naufragó el 11 de enero de 1961 frente a las costas de Alhucemas causando la muerte de 39 personas, hebreos que trataban de salir de Marruecos clandestinamente, es el hito que marca una fractura importante en la historia de la familia de Samuel y de Mercedes. A partir de ahí, todo cambia y sus vidas se verán afectadas directa o indirectamente por este desastre.

“Pese al mal estado de carreteras y caminos, habían conseguido llegar al Cabo Quilates. La construcción, con aquel faro que parecía un minarete, tenía algo de mezquita: una mezquita abandonada y solitaria. Apenas protegido por un murete del azote del viento, Samuel se esforzaba por distinguir algo en la superficie oscura y agitada del mar. A su espalda se oían los angustiados acelerones del coche, que había quedado atascado en el barro del camino. Un hombre con la cabeza cubierta por la capucha de la chilaba se puso a su lado. Sus manos de dedos largos y retorcidos indicaron el lugar de la tragedia. En una mezcla de bereber y español trataba de describir lo que había visto: las luces lejanas del pesquero español, las lanchas de los guardacostas, las otras embarcaciones que habían ido sumándose al rescate. La lluvia arreció y Samuel se subió las solapas del impermeable. Germán buscaba pedruscos que sirvieran de apoyo a las ruedas del coche, que ya no era el viejo Pato sino un Citroën Tiburón comprado a un francés de Tánger. Samuel preguntó por qué ya no se veían lanchas y el hombre dijo que las corrientes estaban arrastrándolo todo hacia la bahía. Pasados unos minutos, volvió a sonar el motor del vehículo.

-¡Ya está! ¡Por fin! –se oyó la voz del conductor.

Samuel hizo un gesto de despedida y fue hacia el camino. Germán, en cuclillas, observaba los bajos del coche, evaluando los posibles daños.

-Con lo delicada que este cacharro tiene la suspensión –dijo, porque también a ese coche lo llamaba cacharro.

-Alhucemas –se limitó a decir Samuel.

Fueron por la carreterita que iba bordeando la costa, con playas de arena oscura e islotes de rocas blancas. En una de esas playas, mucho antes de llegar a la ciudad, vieron las primeras lanchas. Alrededor de una de ellas varias personas hacían grandes aspavientos. Una comitiva improvisaba avanzó hacia el extremo más resguardado de la playa, donde había media docena de embarcaciones varadas. Sobre el casco de una de ellas quedó depositado un fardo del tamaño de un perro mediano. Ahora las voces llegaban hasta el coche, y las invocaciones a Alá se mezclaban con los gritos inarticulados de las mujeres. Samuel, seguido de Germán, se acercó a ver, y los demás se hicieron a un lado, como si en ese momento y en ese lugar ellos dos fueran los legítimos representantes de la autoridad. El bulto estaba cubierto por una lona, pero por un extremo asomaban dos piececitos con los dedos encogidos. Unas mujeres gordas se golpeaban la frente con las manos y recitaban algo que sonaba a letanía. Una de ellas levantó la lona, y el pequeño cadáver, con los ojos cerrados y la piel amoratada, permaneció por unos instantes bajo la lluvia a la vista de todos. Aquel niño, que había perdido buena parte de la ropa, no tendría ni diez meses. Samuel ordenó por gestos que lo volvieran a tapar. Luego se incorporó y respiró hondo.

-¿Se encuentra bien? –dijo Germán.

Asintió con la cabeza. De los cuatro o cinco bebés que la tarde anterior había ayudado a embarcar en brazos de sus madres, ¿cuál sería ése? ¿El que no paraba de toser? ¿El que decía adiós con la manita? ¿Alguno de los que estuvieron todo el rato durmiendo? Se encaminó hacia el Citroën Tiburón. Germán se adelantó a abrirle la puerta.

-Para en el primer teléfono público –le dijo.

Pararon en un grupito de casas cercano a la playa Sfiha. En una vivienda que era también verdulería y café tenían teléfono. Samuel llamó a Tetuán, al Círculo recreativo Israelita, y pidió hablar con Jacob Benmaman. Del sonido de su respiración dedujo que acababa de subir por las escaleras. Preguntó qué noticias había.

-Malas, muy malas –dijo Benmaman-. Parece que con el temporal se abrió una vía de agua y se inundó la bodega. Debió de ser cosa de unos minutos: de repente se tragó el mar. Que sepamos, sólo el capitán y dos marineros lograron ponerse a salvo en la lancha. Los tres son españoles. En cuanto a los demás…

-Los demás –repitió Samuel.

(…)”

Con una sencillez elegante, Martínez de Pisón explora cuál es la herencia que reciben las generaciones posteriores por las decisiones que fueron tomando sus abuelos y sus padres. Supongo que muchas familias se verán reflejadas en los personajes, con independencia de su religión o de su origen, porque lo que narra es de una cercanía que nos hace reconocer actitudes y reacciones que todos hemos visto o vividos. No hay nada excepcional, salvo la excepcionalidad de cada vida. En la cotidianeidad se encuentra lo original, y esa es la mayor virtud de esta novela que se lee con facilidad y que construye personajes creíbles y humanos.

El Tetuán del protectorado, la Melilla de la misma época y la de los años posteriores, y la Málaga del despegue económico y la Zaragoza de los años sesenta y setenta. Nada escapa a Martínez de Pisón en cada una de estas ciudades: sus calles, su pequeña historia, sus edificios, sus habitantes reales y ficticios…

Es curioso, no obstante, el hecho de este interés inaudito en las letras españolas de los últimos años por ambientar las novelas en Marruecos, en el Marruecos del protectorado, o en Ceuta o en Melilla, como si de pronto se hubiera descubierto un filón narrativo.

También me resulta curioso que varios autores se hayan visto atraídos, por muy diferentes motivos, por el destino que siguieron los hebreos marroquíes. Y, en concreto, por las consecuencias del éxodo de los judíos que salieron ilegalmente de Marruecos con múltiples destinos, especialmente a Israel, o recuperar los hechos del Pisces, que marcó a los hebreos marroquíes de una manera especial, y que no sólo recrea acertadamente Martínez de Pisón en esta excelente novela, sino que también lo hace Esther Bendahan en Déjalo, ya volveremos, aunque, en el caso de la autora tetuaní, su enfoque es un tanto discutible. En cualquier caso, como digo, es fascinante asistir a este florecimiento de una narrativa que bucea de la reciente historia de España con relación a Marruecos. Florecimiento que enriquece aún más la producción de los autores españoles vinculados con Marruecos.

Me ha alegrado comprobar que, en la nota del autor, al final del libro, menciona a dos buenos amigos: a Antonio Bravo Nieto y a José Antonio Garriga Vela. Lo que demuestra que el mundo es un pañuelo.

Sergio Barce, enero 2016

DÉJALO, YA VOLVEREMOS

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