Este pequeño fragmento sobre su paso por Larache pertenece a la crónica de viaje escrita por el cónsul de España en Mogador, José Álvarez Pérez, que editó, bajo el título de El país del misterio, Eduardo de Medina en Madrid, en 1877.
José Pérez Álvarez, entre otros cargos, fue vicecónsul en Casablanca, Civitavecchia y Túnez, y ascendió a cónsul en Portugal, de donde fue cesado, y ya en 1873 pasa a ser cónsul en Mogador hasta 1879, cuando es destinado a Singapur.
Pero hay que destacar la labor de Álvarez Pérez como escritor, aventurero y viajero. Escribió varias obras sobre la realidad marroquí, siempre desde su cargo de cónsul, como Mogador: memorias comerciales redactadas por el cuerpo consular de España en el extranjero, en 1877, y también narraciones y libros de viajes, como el mencionado El país del misterio y el titulado Las cacerías en Marruecos: aventuras auténticas de un español. También publicó dibujos en varias revistas.
El profesor larachense Mohamed Laabi recogió igualmente el texto sobre Larache en su libro Viajes a Larache: Antología de los viajeros españoles a Larache (Litograf, Tánger, 2007).
LARACHE, AÑO 1875: UNA BODA HEBREA
Por el cónsul José Álvarez Pérez
Aun cuando no lo parezca a primera vista, Larache tiene pretensiones de ser el puerto militar del Imperio, y su entrada está defendida por 22 cañones, repartidos en dos baterías, situadas sobre la punta en que está construida la ciudad; pero su principal defensa consiste en la barra, que no permite el paso sino a buques de pequeño calado, pues durante la bajamar, apenas sí se encuentra un metro de agua.
Aun cuando está asentada en una fértil comarca por causa de su barra, cerrada como todas las del litoral marroquí, es un mercado secundario para la exportación y la importación, saliendo sólo algunos granos y lanas en cambio de los artículos de Europa que necesitan para su consumo.
Acuden a su puerto muchos barcos portugueses de la provincia del Algarbe y muchos españoles de Huelva, Ayamonte y Cádiz, que van a pescar en lo que ellos llaman “mar de Larache”, y hacen escala en este puerto para refrescar sus víveres, hacer aguada y dedicarse un poco al contrabando. El que suelen hacer en este puerto y en Tánger, aunque en corta escala, porque la índole del negocio no sufriría más, es en la moneda de cobre marroquí que cambian por plata e introducen luego en España, donde, a despecho de la razón y de la autoridad, circulan los ochavos morunos. En la plaza corren también las pesetas españolas, pero sólo para el gasto ordinario de las casas y en el comercio al menudeo, y aun así con exclusión de las gastadas, horadadas, isabelinas, y las acuñadas después de la revolución, que no tienen curso. La población de Larache es bastante regular para lo que, en general, son los marroquíes, pero carece de animación, y si no tuviera el ameno campo que la rodea, sería insoportable.
Según he podido averiguar, debe su fundación a los beréberes, que levantaron sus murallas a cuatro kilómetros al Nordeste de la actual ciudad. Con el nombre de Lixus sufrió todas las vicisitudes que sus vecinas de África, y como ellas, pasó a poder de los árabes, a los que se la arrebataron los portugueses en 1504, recobrándola los moros diez años después. Muerto Muley Hamlet (Ahmed Eddahbi), el 14 de agosto de 1603, dividió su reino entre sus cinco hijos, por cuya causa se encendió la guerra civil en sus Estados, viviendo Muley Chekg (Chaij) a España a solicitar el apoyo que Felipe III le accede en cambio de la fortaleza de Larache, cuyas fortificaciones se aumentaron y repararon, según reza en una lápida que en las citadas murallas aún hoy se conserva. Algunos años después, Muley Ismail, auxiliado por cinco fragatas francesas, sitió la plaza, y aunque tuvieron que retirarse, la penuria y decadencia en que había caído nuestra patria durante el reinado del débil Carlos II, obligó a sus defensores a rendirse al siguiente año, después de sufrir un apretado cerco de cinco meses sin recibir ningún socorro. Desde entonces, y salvo una algarada que contra la ciudad hicieron los franceses en 1765, no registra la historia sucesos más notables que una desgraciada expedición austríaca en 1830 y el bombardeo que le hizo la escuadra española el 25 de febrero de 1860.
Aquí hablan todos el español, y la gente es tan amable que, apenas llegué, trabé relaciones con algunas de las principales familias indígenas. Una de ellas, hebrea por cierto, me convidó a una fiesta que celebraba con motivo del casamiento de una hija, y como la ceremonia no deja de ser curiosa, voy a dar a usted una ligera idea de ella antes de concluir esta crónica.
El matrimonio entre los hebreos marroquíes, al par de ser una cosa muy seria, porque las ceremonias duran nada menos que ocho días, agradaría en extremo a nuestro apóstol del amor libre, la célebre Guillermina Rojas, por la facilidad con que se disuelven, quedando los ex cónyuges en disposición de contraer nuevos lazos. Cuando un judío quiere casarse, encarga a dos de sus parientes o amigos que arreglen el asunto, y cuando ya se han convenido en la cuestión metálica, que para ellos es la esencial, acude a la sinagoga con el padre de la novia, y cogiendo los dos la falda de la hopalanda del sabio (rabino), juran, el suegro dar su hija al pretendiente, y éste aceptarla por esposa. Estos son los esponsales, y el que falte a su juramento paga una multa que de antemano se fija. Pasado un año, con gran pompa y acompañamiento de músicos y bailarines, que danzan llevando sobre la cabeza una bandeja llena de tazas, los deudos de la novia la lleva lujosamente vestida al baño público y la sumergen en el agua mientras rezan una corta oración, dando a esta ceremonia una gran importancia, porque si flota sobre el agua un solo cabello, o no está bien cubierta la más pequeña parte del cuerpo, es señal segura de que el matrimonio será desgraciado. Del baño, siempre con la misma solemnidad y con agudísimos y estridentes gritos que lanzan los acompañantes, se dirige la comitiva a la casa del futuro esposo que a la puerta espera rodeado de sus amigos y parientes. Uno de estos ofrece a la novia un vaso de agua, que debe arrojar con toda su fuerza después de haber bebido. En el baño se puede saber a punto fijo el grado de felicidad de los que van a casarse, y por los pedazos en los que se rompe el vaso se computan los hijos que ha de tener el matrimonio. Una vez dentro de la casa, sientan a la novia en un trono que llaman Tálamo, como nosotros al lecho nupcial, y allí, cubierta de pies a cabeza con un tupido velo, permanece inmóvil mientras los convidados comen y beben en grandes mesas dispuestas al efecto y servidas por los padres y parientes de los novios. Terminada la fiesta, que se prolonga hasta las altas horas de la noche, se retira la concurrencia, levantan a la novia del Tálamo y duermen con ella dos de sus más cercanas parientes, repitiéndose esto por espacio de siete días. El octavo tiene lugar la bendición, a la cual asistí.
Como los anteriores, se inauguró por una orgía presidida por la novia, cuya obligada inmovilidad me hacía sufrir, considerando lo que ella habría padecido en aquellos ocho días. Cuando ya el apetito de los convidados estuvo satisfecho, se levantó el sabio, que a causa de las frecuentes libaciones no se podía mantener en perfecto equilibrio, cogió el libro de la ley, y con torpe voz y en un español anterior al que en tiempos de don Pelayo debía hablarse en nuestra patria, nos leyó el contrato matrimonial y los deberes que el nuevo estado imponía a los cónyuges. Murmurando en hebreo varias oraciones, puso en manos de los novios dos anillos consagrados, y haciéndose servir un vaso de vino aguado, en el cual bebieron él y los novios, terminó diciendo:
-Quedáis legalmente unidos según los ritos y ceremonias prescritas por nuestros santos sabios de Castilla.
Hecho esto, bajó la novia del Tálamo y empezó el baile, que es obligatorio para los convidados, echando el bailarín, en una bandeja que le presentó la novia, cinco monedas. La ofrenda puede ser en oro, plata o cobre, pero las monedas han de ser cinco, porque este número es cabalístico y libra el mal de ojo. El producto de esta cuestación pertenece al sabio (rabino). En todos los países, después que el sacerdote ha echado la bendición a los esposos, todo el mundo se esquiva prudentemente, dejándolos entregados a su felicidad, pero los hebreos no lo hacen así. Concluido el baile, recoge el sabio (rabino) sus honorarios, y las muchachas que acompañan a la novia la llevan en triunfo a la cámara nupcial, adonde la sigue el novio en hombros de los jóvenes de su edad, quedándose todos a la puerta, a la cual no cesan de llamar diciendo chistes de todos los colores. Al cabo de un rato, la alcoba se abre, y la madre de la novia expone al público ciertas prendas interiores, por las cuales quedamos todos convencidos de que la virtud de la joven no había sufrido ningún tropiezo antes del matrimonio.
¿No es verdad que todo esto es muy curioso? Lo cierto es que aquella escena me impresionó bastante; toda la noche estuve pensando en la novia, y aún ahora me parece verla con su rica falda de brocado de oro, que tan bien dibujaba sus formas, aumentando su mérito con el encanto de lo misterioso, con su esbelto talle ceñido con una rica faja de seda listada de oro, asomando por bajo una marlota de terciopelo bordado de oro y piedras preciosas, y su linda cabeza, con sus negros ojos y ondeado cabello, que resaltaban con extraordinario vigor sobre su cutis blanco y transparente.
El 25 de julio de 1875, al rayar el alba, salí de Larache, y ayer 24, a eso de las dos o las tres de la tarde, eché pie a tierra en esta ciudad. Eso quiere decir que pasé pocas horas en la ciudad del Lucus, pero fructíferas.
Salí de Larache al amanecer, atravesando lindas y fértiles vegas, dirigiéndome hacia Mehdía…
5 respuestas
Gracias Sergio por traernos cosas tan interesantes como este escrito Es precioso por su forma y contenido. Eres infatigable, no paras de regalarnos cosas tan interesantes como esta. Un abrazo.
Gracias siempre a ti, Driss. Un abrazo muy fuerte
«Aun cuando no lo parezca…. Larache tiene pretensiones de ser el puerto militar del Imperio…» Ahí estaba ya Larache, desafiante, me gusta este comienzo. Preciosa descripción de la boda hebrea y muy buen detalle del autor la referencia al apóstol del amor libre, Guillermina Rojas, a quien le hubiera alegrado conocer que tales enlaces, aunque con largas celebraciones, podían disolverse de forma rápida con tal de liberar a los novios para futuras uniones.
Una vez más, Sergio, amena, interesante y preciosa lectura. Un beso
La chica del centro de la foto, no era judia, se llamaba Juanita Niñez Benito, lo se porque era mi prima carnal.
Sergio, un abrazo
Luisón
Querido Luis: Qué curioso. Gracias por decirlo.
Un abrazo muy fuerte