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LARACHE vista por… LUIS ANTONIO DE VEGA RUBIO

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  En las primeras décadas del siglo pasado, Luis Antonio de Vega Rubio, arabista de gran prestigio, (Bilbao, 1900 -Madrid, 1977), además de gastrónomo, ganó el Premio internacional de literatura de la Pictorial Review de Nueva York en 1920 por su obra “La princesa Bibi Hari Hara”.

LUIS ANTONIO DE VEGA RUBIO

Fue redactor de «El Nervión» y de «El Pueblo Vasco», fue destinado a Larache como director de las Escuelas Árabes, pasando más tarde a Tetuán.  Escribe en “Revista África” números 31-32 un precioso artículo titulado <<Nuevo descubrimiento de Larache>>. Particularmente creo que es uno de los textos más líricos y hermosos dedicados a Larache por un autor o viajero de la pimera mitad del pasado siglo. Luis Antonio de Vega dice:

 “La primera ciudad marrueca donde fijé mi residencia durante los dos lustros que residí en África fue Larache. Es tal vez por esto y porque en su recinto aprendí a conocer y amar a Marruecos por lo que mis mayores simpatías las reservo para la ciudad, que es proa de navío en la quilla del viejo Castillo de San Antonio, quilla metida en el mar.

  Allí pasé un año, primero en la calle Real, luego en el callejón de Hamed Ben Tzami, donde los tejeringueros moros amasaban cada mañana la pasta de los aceitosos churros que serían adorno suculento en el collar que formaba un junco verde; la calle de Hamed Ben Tzami, en el barrio primoroso de la Marina, con la terraza situada frente a la barra que forma el Lükus en su desembocadura y en la que hasta en los días dulces y en las dulces tardes se revolvían las aguas en amasijos de olas turbias.

  Me alquiló la casa un árabe, a quien llamaban el Turco, que tenía establecido un tenderete de sedas y de perfumes en la Alcaicería, que los españoles llamamos Zoco Chico, y es posiblemente el rincón más bello de Marruecos.

  El bacalito era un pretexto y un adorno para el vivir del otomano. Allí, entre los caftanes, las bedaías de color pizarra y de color ala de mosca, y con el aroma de los ámbares y de los pomos de jazmín, más que comerciar, le placía discutir con los ulemas y con los notarios.

  Bajo los porches encalados de la Alcaicería florecían las preguntas sutiles de una raza sutil, y rozando la corona de los turbantes blancos, se curtían en arrugas las frentes que cobijaban ojos eruditos, frentes que taraceaban una respuesta que no desmereciera en sutileza a la demanda.

Larache, Zoco Chico, 1928

  En mi casita mora me nutría de la savia vieja y de la savia temprana, y mi corazón sentía a Larache, y en ocasiones me decía a mí mismo:

-El río coge a la Medina por el talle y el agua moza se enamora del muro desconchado. La palmera es señorita vegetal, abanico de luna, cigüeña anclada.

  Otras, desde la terraza, en lugar de dirigir las pupilas a la bahía donde se unificaban las aguas, las fijaba en lo alto, y la mirada acariciaba, azotea por azotea, cuantas divisaban de la ciudad y con mimo de voz que se me hacía miel de líricas colmenas, decía:

-¡Ay, Larache! ¿Quién, al pasar, pudo decirte que no eras maravillosa? ¿Quién te pudo posponer a tus hermanas?

  Porque lo cierto es que Larache, como ciudad mora, no disfrutaba de buena prensa y el rocío de elogios caía con mayor frecuencia sobre las terrazas de Tetuán y sobre la alcazaba de Xauba.

  Alguna vez que el Turco venía a visitarme, se asomaba a la puerta que comunicaba la casa con la azotea, sin decidir a penetrar en ella, porque los bajaes de las ciudades marroquíes tenían establecido que las terrazas son para las mujeres y para los pájaros, y para los hombres, la calle y la mezquita. Yo, como cristiano, podía eludir las órdenes del bajá; pero de todas formas, me mostraba bastante respetuoso y solamente subía en las horas en que las mahometanas permanecían dentro de sus moradas.

  Una vez dije al Turco:

-El bajá te permite que vivas en el paraíso; pero no te consiente que en su conjunto lo veas. Si no te asomas a este alféizar no podrás ser pirata de luces, señor de estrellas ni pastor de navíos… Tú viniste de lejos y sabes Geografía; pero la Historia, como no quede toda entera en los límites de una kasida, para mí tiene escasa importancia.

  El Turco vendió su casa y regresó a su país. El árabe que la adquirió la quería para instalarse en ella y esto me obligó a buscar alojamiento en la casa que poseía el Ermiki. Mi alcoba, como de rica mansión moruna, era espaciosa. Tenía tres ventanas, una orientada al Norte y las otras dos hacia Poniente. Desde cualquiera de ellas se veía el mar; pero yo, para permanecer asomado, prefería la que dominaba el paisaje hebreo, cristiano y musulmán de un Larache a quien tanto quiero, de un Larache donde tanto me gustaba vivir.

Larache, la barra

  La ventana quedaba sobre la puerta de la Kasbah.

  Al mirar de frente, dominaba la cuesta de la calle Real, en la que los indios habían abierto tiendas de objetos orientales junto a los comercios de los israelitas. La calle Real, estrecha y larga, de pendiente rápida, salpicada a derecha e izquierda por callejones sin salida y por otros callejones que conducían al mar. Larache no tenía, como las otras poblaciones del Imperio, una judería. Hacía años que se había demolido la antigua, y los hebreos vivían en la Medina.

  Si volvía la cabeza hacia la derecha divisaba la Alcazaba, que en Tetuán era un barrio de vicio y en Larache un laberinto de callecitas con casas aristocráticas, aunque de pobre apariencia exterior, dominando el valle araichi y la curva audaz que, antes de desembocar en la bahía, traza el Lükus.

  Si miraba hacia la izquierda, lo que se presentaba ante mis ojos era toda la cristianería, bordeada por las olas en la carretera del campamento de Nador, y junto al Barrio de las Navas, el cementerio musulmán cortado por la carretera de Alcazarquivir, las azoteas de las casas españolas, y allí, no lejos del Zoco de Fuera, apenas perceptible, porque el edificio del Hospital Militar se comía parte del paisaje, la barra.

  ¡La barra de Larache!

  Unos cuantos metros de arena nada más, pero lo bastante para que Larache, puerto natural de El Garb, salida lógica de los productos de la zona feliz, quedase inservible para la navegación.

  Larache peinaba su paisaje, blanqueaba su sonrisa, acicalaba las palmeras del paseo de Circunvalación, cuando aún no estaba construido el Mirador del Atlántico; abría avenidas, tenía deseos de ser una gran ciudad; pero sus esfuerzos naufragaban en la barra, allí donde habían naufragado tantas embarcaciones. Era un puerto en el que no podían entrar los barcos. Un puerto que se comunicaba por los caminos de tierra en lugar de hacerlo por los caminos del mar. Para deshacer sus esfuerzos estaba la barra.

(…)

  Nuevo descubrimiento de Larache, que ya no es útil más que a lo que a la vieja Medina se refiere. El Zoco de Fuera se convirtió en la Plaza de España. Se marcharon de la orilla de la muralla los burreros que ataban allí a sus asnos, los geománticos, los médicos indígenas, los que entretenían el ocio de los musulmanes, con larguísimos cuentos o peleando con varas de acebo… Y hasta se marchó ese trozo de muralla para dejar paso a la Arquería, y se llenaron de villas los declives de la carretera de Alcazarquivir.

  Todo esto estaba previsto, y todo esto, naturalmente, significa colonización… Sí, ya lo sé, pero… Cuando yo vuelva a Larache entraré con prisas en la Alcaicería, bajaré por la calle de Hamed Ben Tzami, hasta situarme en el muelle, y no miraré a la Medina de arriba abajo, sino de abajo arriba, casi podría decirse que con humildad, la veré como la veía mi amigo el Turco, aquel que no se atrevía a asomarse a la terraza… Y la encontraré como yo la quería, como yo la sigo queriendo, como una vieja estampa oriental… Colores y ventanas, ventanas y colores… Como un pañuelo judío, con arcos y cuestas llenos de gracia… Y con las casas con ojos para ver llegar a los navíos que habían zarpado de Sevilla y de Lisboa y se aproximaban a Larache, después de haber perdido cuarteles por el mar…”

Otras obras de Luis Antonio de Vega Rubio: «El retorno de Euria Massard» (1921), «Yo te di mis ojos» (1952), «El barrio de las bocas pintadas» (1954) o «»Los hijos del novio» (1956).

Sergio Barce

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4 respuestas

  1. Magnífico todo el texto … pero el último párrafo cuánto encierra… «…y no miraré a la Medina de arriba abajo sino de abajo arriba, casi podría decirse que con humildad… Y la encontraré como yo la quería, como yo la sigo queriendo…» Cuánto amor por Larache!!

  2. Voy descubriendo con placer que Bilbao y Larache siempre han estado bien empatizados, tal y como lo pone de manifiesto este bellísimo texto que leeré más tranquila luego para disfrutar de cada uno de sus párrafos y mañana en cuanto llegue la mirare de abajo arriba para poder disfrutar de esas ventanas como ojos que siempre avizores observan al visitante que incansable baja y sube y sube y vuelve a bajar tratando de que en el ir y venir se le queda algo de la belleza de sus calles y de la alegría de sus gentes

  3. –y mañana cuando llegue, la mirare de abajo arriba,y la encontrare como yo la queria, como yo la sigo queriendo……..(que maravilla )..eso es amor por larache…….que emocionante…….

  4. Cúanto he disfrutado con este delicioso artículo de Vega Rubio. Una prosa llena de encanto y sugerencias que el autor maneja con mucha ligereza y soltura conocedor de ese vaivén de sedas y aromas que sus palabras despierta. Sabe de lo que habla, conoce porque ama. Sólo el amante así se expresa.
    «Las terrazas son para las mujeres y los pájaros….» qué delicia.

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