«Último encuentro en Bibliocafé» (Jam Ediciones / Generación Bibliocafé, Valencia, 2014), es el libro más reciente de la factoría de relatos de la Generación Bibliocafé, a la que pertenezco.
Es el séptimo libro que publica, y se concibió para darle una sorpresa a José Luis y María Fernanda, un regalo para ellos, que han sido el corazón de la Librería Bibliocafé, en Valencia, y que, desgraciadamente, ha tenido que cerrar, como tantas otras librerías de este país desilusionado.
Es una edición limitada a 100 ejemplares, certificada por el Ilustre Notario de Macondo, D. Aureliano Buendía Núñez. Como dice Mauro Guillén: una joya.
El libro está compuesto de 25 relatos, 1 microrrelato y 2 poemas, todos ellos girando sobre el mundo del libro, las librerías y, muy especialmente, sobre José Luis y el Bibliocafé. Entre esos relatos, acompañando a los de mis compañeros de la Generación Bibliocafé, se publica mi cuento Librería Sueños. Y como estamos a punto de desembarcar en Madrid -lo que anunciaré en estos días-, como aperitivo de este acontecimiento que sacudirá los cimientos de la capital, me permito invitaros a entrar en nuestro libro a través de mi cuento.
Sergio Barce, febrero 2014
LIBRERÍA SUEÑOS
Llevaba casi veinte años fuera de la ciudad, y llegó al barrio el día quizá más gris del invierno. Soplaba un viento gélido que cortaba la respiración, un viento que frenaba a Ismael al avanzar por la estrecha callejuela que conducía a la plazoleta. Ya estaba cerca de la casa de sus padres, y ansiaba volver a verlos. Alcanzó al fin la bocacalle y pisó la plaza irregular, ahora adoquinada, cerrada al tráfico, remodelada para ser más moderna y, sin embargo, ahora le parecía más deteriorada e impersonal, y, por un momento, Ismael pensó que se había equivocado de lugar, incluso de ciudad. El Bar El Tano había cerrado y una tienda de Todo a Cien ocupaba ahora el local. Los Billares Benedito también habían echado el cierre, con la marquesina arrancada de cuajo. Mientras Ismael recorría la plaza con la vista, el viento arrastraba unas bolsas de plástico y las ramas secas de los árboles se mecían en un quejido patético, era como si contemplara un desierto de ausencias. Y cuando descubrió al señor Gisbert metiendo una caja en su furgoneta, sintió una especie de miedo indescifrable.
Se acercó arrastrando los pies, con la maleta pegada a la pierna, que de pronto le pesaba de una manera increíble. Se detuvo frente a la librería. Las cristaleras de los escaparates laterales estaban cubiertas con hojas de periódico, y el local, en penumbra, exhalaba una vaharada de derrumbe. El señor Gisbert apareció de nuevo en el vano, con otra pequeña caja de cartón entre las manos, su figura frágil y desgarbada recortada contra el silencio del interior. Apenas reparó en Ismael y depositó la caja en la parte de atrás de la furgoneta, junto a las otras, más grandes y pesadas. Se giró, y volvió a entrar en el local. Ismael alzó la vista. El letrero, tan envejecido como el propio señor Gisbert, parecía estar a punto de borrarse: Librería Sueños. Soltó la maleta, y empujado por un impulso inesperado siguió los pasos del anciano.
El interior de la librería lo sobrecogió. Unos cartones tirados por el suelo, las huellas de las estanterías grabadas en las paredes desnudas, las marcas del mostrador de madera dibujadas en el suelo como una suerte de sombra fantasmal, dos o tres cajas aún apiladas en una esquina. Y el señor Gisbert allí quieto escudriñando a Ismael como si temiera que fuese a robarle algo.
-¿Qué quiere? –preguntó.
-¿No me reconoce?
El señor Gisbert arrugó los párpados y miró a Ismael de arriba abajo. Luego, meneó la cabeza de un lado a otro.
-Ahora no tengo tiempo para atenderle.
-Allí tenía usted colgado un retrato de Julio Cortázar, que él le había firmado de puño y letra –dijo Ismael señalando una de las paredes-. A mi amigo Luis. Eso es lo que ponía…
El señor Gisbert volvió a estudiar a ese hombre que le hablaba de su librería pero al que no reconocía. Y, sin embargo, la voz le resultaba vagamente familiar.
-Es verdad. Pero ese retrato lo quité hace muchos años –dijo con voz cansada.
-Sería después de que me marchara de aquí… -sugirió Ismael-. Yo vivía en el número cuatro. En la casa de mis padres. Mi madre me trajo el día de la inauguración. Yo tenía entonces nueve años, pero me acuerdo perfectamente de usted, brindando con una chica morena que llevaba un vestido de flores…
El hombre dio un tímido paso adelante, que rectificó en seguida, y luego abrazó contra el pecho los volúmenes que tenía entre las manos.
-Lisa. Sí, era Lisa. ¿Cómo puede acordarse de eso?
Lisa era la mujer del señor Gisbert, y era también uno de los motivos por los que el adolescente Ismael continuó entrando en la librería. Le era difícil recordar a otra mujer tan hermosa, a otra mujer que le marcara de esa manera.
-Usted me regaló un cómic: El Corsario Negro. Aún lo guardo.
-Eso ya queda muy lejos –el señor Gisbert bajó la cabeza, mirándose la punta de los zapatos-. Todo queda muy lejos.
-¿Cierra la librería? –Ismael no sabía si era la pregunta adecuada, pero necesitaba saberlo aunque la respuesta parecía más que evidente.
-Qué remedio… Internet me ha hundido. Y los libros electrónicos, y las descargas ilegales, y que a la gente le importa ya una mierda leer una buena novela. Ya solo vienen dos o tres incondicionales, pero uno de ellos se está quedando ciego y los otros compran cada vez menos. Ya son jubilados, y no pueden permitirse demasiados lujos. No cubro ni los gastos del mes. Solo tengo una clienta que compra un libro cada semana. La última lectora, la llamo yo.
-Yo solía venir varias veces al mes, aunque solo fuera para ver las novedades que habían llegado. De niño, ustedes me guardaban los ejemplares del Capitán Trueno y los de El Jabato. Luego, mi padre comenzó a comprarme la colección de clásicos juveniles de Bruguera…
-Sí, ahora sé quién es usted, sí… -el señor Gisbert asentía con la cabeza con un movimiento lento, pero Ismael intuyó que no lo recordaba. En realidad, siempre hizo lo indecible para que fuera Lisa quien lo atendiera y a penas trató con el señor Gisbert.
-Debe de resultar muy duro cerrar después de cuarenta años.
-El próximo dos de abril habríamos cumplido cuarenta y cinco años abiertos al público. Exactamente cuarenta y cinco años… -la voz se le atragantó, y carraspeó para disimularlo-. Pero así es la vida: una puta barata.
Ismael reconoció el rencor tras esas palabras, la desilusión, el cansancio y una amarga derrota. El señor Gisbert echó un vistazo a los libros que seguía acunando entre los brazos.
-Aquí llevo, entre otras, la primera novela que entró en este establecimiento, y me prometí llevármela conmigo cuando cerrara. Pero pensé que nunca lo haría, que alguien me sustituiría en el negocio y se quedaría aquí, como el talismán que creía que era…
-¿Cuál es?
–El extranjero de Albert Camus. Ahora creo que no podría haber sido otro.
-Es una de mis novelas favoritas. Desasosegante.
-Deslumbrante –lo corrigió el señor Gisbert-. Y ahora, si me permite, quiero terminar y marcharme. Cuanto antes, mejor.
-Lo entiendo.
-¿Lo entiende? –el señor Gisbert se había detenido a su lado, y le lanzó sus ojos agotados como si pidieran auxilio-. No puede entenderlo. Usted no puede saber lo que siento en estos momentos. Es como si me estuvieran extirpando las entrañas, como si me estuviesen dejando hueco por dentro. Tengo frío. Y no es porque sea invierno. Tengo frío porque me quedo desnudo.
El hombre salió de la librería, e Ismael se quedó varado, como si lo hubiesen clavado al suelo. Ismael recorrió el interior, como si todo siguiese igual: veía con claridad aquella librería rebosante de libros, con las estanterías de madera llenas de títulos, con ese mostrador en el que se brindaban las novedades recién llegadas, el expositor giratorio con las historias de Bruguera, el póster de Cortázar… Y Lisa.
Lisa con sus vestidos vaporosos en verano, montando el escaparate, moviéndose descalza tras el cristal para colocar los libros en lugares imposibles. E Ismael pegando la cara contra el escaparate, embobado, como noqueado por su alegría. Desde que era niño, hasta que fue joven. Lisa vivió en silencio en cada uno de sus sueños.
Lisa asomada a la puerta del local, con el cabello rizado sobre los hombros desnudos. Y Lisa abriendo un libro, y diciéndole que debía leerlo porque iba a descubrir algo inesperado y novedoso. Siempre esplendorosa. Solo Lisa le sugería abismos y viajes. Era algo que Ismael nunca había contado, algo íntimo y muy suyo. Luego, llegó Alejandra y lo alejó del barrio. Nuevos amigos, nuevas costumbres.
El señor Gisbert escupió en el suelo, y siguió su camino. Ismael pensó que Miguel Strogoff, el conde de Montecristo, los tres mosqueteros, Davy Crockett… que todos los héroes, incluso El Jabato y el Capitán Trueno, absolutamente todos, habían huido dejando al señor Gisbert en medio de la pradera a merced del enemigo.
Entonces oyó una voz a sus espalda, e Ismael se giró sobre los talones. Se topó con una mujer menuda, de cabello plateado, que escondía sus inmensos ojos azules tras unas gafas de montura metálica. Llevaba un jersey de cuello alto, y una rebeca de lana. Le sonreía.
-¿Ismael?
-Sí –respondió tímidamente segundos después al reconocer a Lisa.
Ella estaba allí, tras las arrugas de ese rostro afilado, de esa mirada aún radiante pero que se marchitaba irremediablemente. Ismael pensó que la vejez hace estragos.
Lisa se le acercó, lo besó en las mejillas, y le asió una mano que no soltó mientras hablaron.
-Dios mío, cuánto hace… Y mira, llegas para ver cómo cerramos –su amargura era diferente, como si su optimismo fuese más fuerte o al menos no quisiera dejarse vencer tan fácilmente como su marido-. Pero estos son los nuevos tiempos que corren… Más pobres de dinero, y más pobres de alma. Es lo que quieren de nosotros, ¿verdad?
-Está usted como siempre…
Ella soltó una risotada, y le dio una palmada cariñosa en el brazo.
-Ya quisiera que me vieses como cuando entrabas a hurtadillas… -Ismael se sintió sonrojar, y le pareció ridículo que a esas alturas pudiera ocurrirle algo así-. Me acuerdo que dabas vueltas y más vueltas, aunque ya hubieses decidido el libro que te ibas a llevar ese día. Nunca dejabas que mi marido te aconsejara. Tenías mucha paciencia…
-Usted siempre acertó con los libros que me sugería…
-¿Eso es verdad? –había un tono irónico en su pregunta, pero Ismael lo soslayó.
-Si no hubiera sido por usted, jamás habría leído a Jack Kerouac, a Richard Brautigan o a Charles Bukowski…
-¿Eso te recomendaba yo? –Lisa se llevó una mano frágil y arrugada al pecho-. Dios mío, ahora me doy cuenta de que pervertía a la juventud del barrio… -y soltó otra risita, ahora como si estuviera achispada.
-También me obligó a leer a Borges y a Chéjov. Y a muchos otros. Se los conocía a todos.
-Eso suena como si me hubiese comportado como una bruja…
-En absoluto. Usted siempre fue una princesa.
Ahora era esa mujer la que parecía ruborizarse, entornando lentamente los ojos y girando el cuello para reprimir un acceso de emoción. Apretó el antebrazo de Ismael y, sin decir nada, salió muy despacio de la librería. El viento arreciando, las bolsas de plástico y papeles arrugados zigzagueando por la plazoleta.
Ismael se dio cuenta de que el local se había oscurecido, el atardecer caía a marchas forzadas y en pocos minutos la noche embozaría el lugar, lo cubriría todo de negro con su negro manto.
Al salir, encontró al matrimonio cerrando la puerta trasera de la furgoneta. El viento le azotó la cara, como si le clavaran diminutos alfileres. Lisa lo miró con simpatía, con una extraña sonrisa joven y pícara en sus labios. Inesperadamente le lanzó un beso antes de meterse en el vehículo, mientras el señor Gisbert le pedía que lo ayudara a bajar el cierre metálico. Asió el extremo de la persiana y tiró hacia abajo, pero no pudo evitar mirar de reojo al asiento en el que se había acomodado Lisa. Se la imaginó con aquel vestido de flores, sus piernas torneadas, sus pechos erguidos, aquel rostro siempre risueño y vivaracho. Pero ahora Lisa era esa mujer mayor que se arrellanaba en el asiento y aguardaba a su marido para dejar todo el pasado atrás.
-Gracias –le dijo el señor Gisbert una vez que había puesto el candado, y le estrechó la mano.
-No sé qué decirle –dijo Ismael.
-¿Te has despedido de mi mujer?
-Sí.
-Entonces no hay más que añadir…
Ismael lo vio dirigirse a la furgoneta, con el cuerpo encorvado y arrastrando los pies, como si apenas le quedaran fuerzas para dar un paso más. Pero cuando estaba a punto de sentarse, lo vio inclinarse e intercambiar unas palabras con su mujer, incorporarse de nuevo y regresar sobre sus pasos. Tenía un rostro huesudo y demacrado.
-¿Ocurre algo?
-Lisa me ha pedido que le dé esto.
Ismael miró el volumen de El extranjero que el señor Gisbert le ofrecía. Le temblaba la mano, y era evidente que se le llenaban los ojos de lágrimas.
-No puedo aceptarlo –Ismael estaba contrariado.
-Tiene que hacerlo –decir esto le costó un mundo al señor Gisbert, pero aún tenía arrestos-. Lo ordena mi jefa, y cuando ella da una orden…
-Juró que se lo llevaría el día que cerrara el negocio… Es demasiado valioso para usted.
-Yo he cumplido con mi promesa. Me lo he llevado, y no se queda abandonado en el interior de ese local que ahora solo es un panteón –añadió señalando con un movimiento del mentón a la librería-. Sigue vivo. Seguramente usted volvería a leerlo.
-Seguramente –admitió Ismael.
La furgoneta hizo dos o tres maniobras para poder esquivar los macetones instalados en la plaza. Mientras, Lisa observaba a Ismael allí quieto, en pie, junto a la puerta cerrada de la librería, igual que un centinela montando guardia en su garita. Sus miradas se cruzaron fugazmente, solo un segundo. Y entonces Ismael miró el libro que le había dado el señor Gisbert, y luego de nuevo a la furgoneta, pero ahora, al haber enfilado la bocacalle, ya era imposible volver a ver a Lisa.
Se mordió el labio, abrió el libro con cuidado y descubrió, bajo el nombre de Albert Camus, unas palabras escritas con una caligrafía rápida y nerviosa. Las leyó entre susurros: <Para aquel joven que solo con su mirada me escribía apasionados poemas de amor. Gracias. Lisa>
Ismael dio unos pasos tambaleantes, con el libro aún abierto, y tropezó con su maleta, olvidada en medio de la calle. Eso le hizo volver a la realidad. La asió, y se encaminó hacia el número cuatro, hacia la casa de sus padres. Pero antes de entrar en el zaguán, miró por encima del hombre y vio a Lisa ordenando uno de los escaparates de la librería. Hacía sol. Y ella lucía como un sueño.
Sergio Barce
13 respuestas
Imposible de comentar!!!!
Estoy emocionado
Gracias por estos relatos
Muchas gracias, Paco.
Simplemente, precioso!
Gracias, Palmi
No he de buscar más allá si aqui, tras esta fría pantalla, puedo temblar de emoción. Tal vez sea Macondo, esa aldea de casas de barro cerca de un río, la que me ha envuelto en este sueño y la que me ha hecho acariciar unos estantes fríos y vacíos de libros.
Sergio, qué puedo decirte? … todo sería pobre, no podría alcanzar el sentimiento que me embarga tras leerte. Solamente que supera cuanto yo imaginaba. Un beso
¿Y qué puedo decirte de tu comentario? Me has dejado sin palabras. Un beso
El mundo es pequeño, los años no pueden borrar los buenos recuerdos, aunque se quedará en el olvido.
Gracias, Sergio, por tu relato; gracias, por esos personajes tan reales; gracias por esa descripción tan conmovedora y hoy tan cotidiana. Los que amamos los libros, sentimos ese desgarro que produce el cierre de una librería, al igual que la de un comercio cualquiera… Y nos sentimos heridos, y traicionados, por quienes nos han mentido y se han burlado de nosotros.
Pero, insisto, Sergio, muchas gracias. Lo has bordado.
Gracias por tus palabras, de corazón. Un abrazo
Querido Sergio:
En una librería suelen mezclarse obras de Alejandro Dumas, de Tácito, de Claude Bernard; tomos de historia, de poesía latina, de novelas serias, también, fábulas policiacas y libros de capa y espada. Es preciso que sea así porque hay personas que pueden interesarse por los escritos de Unamuno y, para otras, son deliciosas las «gasconadas» de Lagardère.
Tu relato «Librería Sueños» es magnífico. Describes personajes y sentimientos de forma precisa y bella. Conocer a Ismael, a Lisa y al señor Gisbert, ha sido para mí un placer. La sutileza con que describes aquel amor juvenil, es un regalo para el alma.
Un abrazo, amigo mío.
Alicia González Díaz.
Gracias a ti, Alicia, sobre todo por confirmarme que mis personajes han cobrado vida.
Un beso. Sergio
Amigo Sergio, acabo de leer tu relato y te confieso que me he ido emocionando paulatinamente con los tres personajes a medida que ibas haciendoles aparecer con sus respectivos y añorados sentimientos, y que a flor viva o a corazon abierto cierran tu historia. Precioso cuento pues!!
Además, ya centrado en mis años de Larache (1943-1949), la librería del Sr. Gisbert (estrecha, con las estanterías laterales llenas de libros hasta el techo; en definitiva pequeña; …) me ha hecho recordar la que había allí, la Librería Cremades, en la Avenida, en la acera de la iglesia, y entre esta y la Plaza España; el dueño, el Sr. Cremades pienso ahora que era un buen profesional pues aparte de saber de su negocio, siempre fue muy amable para atender y recomendarte lo que estabas buscando.
Ahí recuerdo que mi padre compro los tres Tomos de los Episodios Nacionales de Galdos, encuadernados en piel y en papel biblia creo que de la Editorial Aguilar; mis amigos y yo mismo, por la edad, íbamos a por las novelas de Tarzan y de Emilio Salgari (Sandokan, el Capitan Tormenta, …); la Duquesa de Guisa de ahí regalo a mi madre, en edición de súper lujo, las Obras Completas de Rubén Darío y las de Gabriel y Galan (que obran en mi poder así como otros de la Colección Crisol como «La Guerra de las Galias» de Julio César, «La Araucana» de Alonso de Ercilla, y alguno más procedentes de esa recordada librería).
Perdona que haya superpuesto mis recuerdos de la librería de Larache que yo conocí, con la del Sr. Gisbert, objeto de tu magnifico relato.
Un abrazo
Andres
Querido Andrés: Te agradezco mucho tu comentario, y me alegro de que el relato provoque ese tipo de reacción. El que lo relaciones con la Librería Cremades me llena además de orgullo porque, como todos, allí acudí también a buscar mis comics y los primeros libros. Así que compartimos algo en común.
Un abrazo
sergio