SERGIO LEONE, ALGO QUE VER CON LA MUERTE (Sergio Leone. Something to do with death, 2000) de Christopher Frayling, es, sin ninguna duda, el mejor libro de cine que he leído. Como todo trabajo de un historiador británico, Frayling no sólo se limita a hacer unos comentarios más o menos acertados sobre las películas de Leone, sino que escarba para desenterrar lo más profundo del personaje, al que entrevistó y siguió durante mucho tiempo, hasta mostrarlo en su desnuda carnalidad (y Leone tenía mucha carnalidad). Gracias a este libro, Sergio Leone ya no es ese simple artesano italiano del cine que, por un golpe de fortuna, inventó el llamado spaghetti-western. Después de leer este libro, Sergio Leone se convierte en la figura extraordinaria, creativa y amante del séptimo ate que era, un genio, un visionario, el realizador más imitado en la historia del cine.
“Cuando Sergio (Leone) ya fue lo suficientemente mayor como para empezar a elegir una carrera, Roberto Roberti estaba convencido, como su padre antes que él, que realizar películas no era una carrera digna de él. En cambio, alentó a su hijo a estudiar leyes…”

Seguimos sus pasos desde niño, y Frayling tiene la virtud de hacernos vivir con el pequeño Leone su vida en los barrios de Roma, y vamos descubriendo sus pequeños y grandes anhelos, cómo se fue introduciendo en el mundo del cine (ya estaba en realidad dentro pues su padre era un famoso director de cine mudo, curiosamente fue quien dirigió el segundo western italiano de la historia, “La vampiro indiana” en 1913, toda una premonición), y cómo, poco a poco, fue aprendiendo de otros grandes realizadores, su divertida experiencia en la mítica “Ladrón de bicicletas” (Ladri di biciclette, 1948) de De Sica, sus posteriores colaboraciones como ayudante de los realizadores americanos que trabajaron en los estudios de Cinecittá de Roma, cómo se fue nutriendo de todos los clásicos americanos, hasta empezar sus pinitos como director…
“Poco después de terminar “Historia de una monja” (The nun´s story, 1959) de Fred Zinnemann, Leone fue contratado como primer ayudante en una de las segundas unidades que trabajaba en la producción de quince millones de dólares de “Ben-Hur”, de la Metro Glodwyn Mayer y dirigida por William Wyler, que había alquilado todo el complejo de Cinecittá, hasta el último metro…
(…) Tras el éxito internacional de sus westerns, Leone se sintió feliz exagerando su papel en la secuencia de la carrera de cuadrigas. <El director de la segunda unidad (Andrew Marton) –afirmó en 1977- era demasiado viejo para ese tipo de deporte. Así fue como yo terminé dirigiendo la famosa secuencia de choque del film> (…) De hecho, Marton, entonces con 55 años, trabajando en colaboración con Yakima Canutt, parece que se lo tomó en serio y se mostró entusiasmado con el trabajo que realizaba…”

En efecto, Sergio Leone era el exceso. Su vitalidad lo desbordaba todo, y ese ansia de protagonismo le llevó a exagerarlo todo, como se ve que hizo con su trabajo real en Ben-Hur. Pero luego, cuando comenzó a ser él el responsable de todo como realizador de sus propias películas, ese exceso se hizo celo, y su trabajo es ahora valorado por su meticulosidad, por el cuidado con el que lo planificaba todo, por la dedicación por los pequeños detalles en el atrezzo, en los decorados, que le hacía buscar cada objeto que aparecía en las escenas de sus films hasta lograr los que reproducían exactamente la época en la que se desarrollara la película (ropa, armas, periódicos, carteles, las calles…)
Ni “El coloso de Rodas” (Il colosso di Rodi, 1961) ni su colaboración en “Sodoma y Gomorra” (Sodom and Gomorrah, 1962) que acabó firmando junto a Robert Aldrich, le dejaron satisfecho del todo. Pero en “El coloso de Rodas”, propiamente su primer film como realizador en solitario, demostró a todos que, con pocos medios, su imaginación sacaba provecho de todo y los resultados eran más que satisfactorios.
Christopher Frayling, además de aportar en el libro una catarata de información cinematográfica sobre los trabajos de Leone, aporta la visión del historiador, y va mostrando, como en un documental, la evolución de Leone como director y la evolución de Leone como persona. La pluma de Frayling es rica, escribe estupendamente, y eso dota al libro de agilidad, de buen hacer, y mantiene el interés del lector aunque éste no sea un entendido en cine. Es tan hábil, que logra que los sueños de Leone los compartamos y cada tropiezo que sufre, especialmente con los productores, lo suframos con él.
Llegada la trilogía del dólar, cuando Sergio Leone llega a la cima, el libro nos va desgranando cada rodaje, cada vicisitud de cada una de sus películas, y sus colaboraciones con Ennio Morricone y con Clint Eastwood. Su primer western era un film de bajo presupuesto, y contratar al protagonista, como cuenta Frayling, no fue nada fácil.
“El protagonista tenía que ser norteamericano. (…) Leone tenía en mente en principio a Henry Fonda como su Forastero… (…) así que el guión fue enviado a Hollywood, en una versión en inglés; pero el agente de Fonda ni siquiera se molestó en mostrárselo al actor… A continuación Leone pensé en dos actores más jóvenes del tipo fuerte y silencioso que habían dejado su huella como especialistas en “Los siete magníficos” (The magnificent seven, 1960): James Coburn y Charles Bronson. Coburn aceptó interpretar el papel por 25.000 dólares, lo cual era demasiado para los productores. Bronson opinó que el guión era <simplemente de lo peor que he leído nunca> y lo rechazó de plano -<Lo que no entendí, admitió Bronson más tarde, fue que no era el guión lo que importaba. Era la forma en que él iba a dirigirlo lo que constituiría toda la diferencia>. (…)
(…) En aquel punto Claudia Sartori, que trabajaba en la agencia William Morris en Roma, contactó con la Jolly Film… (…) Un actor joven y flaco que aparecía en la serie de televisión de la CBS <Rawhide> podía ser de su interés… Clint Eastwood. (…) Por aquel entonces Eastwood valía 15.000 dólares. Y fue eso lo que convenció a los productores de que era la persona correcta para el papel.”
Este primer western de Leone rodado en Almería se tituló: “Por un puñado de dólares” (Per un pugno di dollari, 1964). Y fue el comienzo de la leyenda de Leone, Eastwood y Morricone.
