Medina de Larache.
Bajas las calles empinadas, zigzagueantes, con el sol cayendo oblícuo. Notas la brisa esquivando los edificios, correteando igual que los niños que se esconden por los vericuetos de su memoria. Huele a salitre, notas la humedad enquistada en las paredes desconchadas, los pies avanzan llevándote hacia el puerto sin una razón determinada, simplemente bajar, traspasar el maremágnum de viejas construcciones marchitas. Se oyen las voces de esos chiquillos que, minutos antes, se escondían de ti, riendo, tratando de que les siguiera su juego. ¡Hola! ¡Hola! Saludan a gritos, antes de volver a salir disparados como si les avergonzara dar la bienvenida. El aroma del té con yerbabuena se escapa por las ventanas, igual que las palabras de una mujer que habla con su hija en una azotea. Un par de rostros te miran con curiosidad desde una ventana enrejada.
Hay estrías abiertas en cada pared, igual que arrugas en la piel de un anciano; pero igual que éste, la Medina de Larache ha ido acumulando decenios de experiencias, rellenando el baúl de sus recuerdos, y cuando llegas a la altura de su corazón te lo abre y te lo muestra, al desnudo. Hay mucho dolor, pero también hay mucha alegría, la de tantas vidas como almas que dejaron algo de ellas, de los suyos. Tantos apellidos muertos, que partieron sin dejar más que el efímero olor de sus voces, un eco que sólo se escucha si se vaga por sus callejones en silencio. A veces, incluso, te encuentras de frente con tu infancia, con la juventud de tus padres, con la madurez de tus abuelos, y les sigues unos segundos hasta que se desvanecen por la calle Real…
Para cuando llegas a la entrada del puerto, rodeado de atunes abiertos en canal, de cubos llenos de jureles y de sardinas, de pescadores sedientos ansiosos por regresar a sus casas, entonces te giras y miras de nuevo la Medina, el portento de su arquitectura frágil y desolada, y sientes el impulso de regresar. Subes de nuevo, dejando atrás el jolgorio de los vendedores, y te sumerges una vez más en el sueño de sus estrechas arterias. Es como si dieras un salto de años, y que hubieras regresado a otra época, a otro mundo. Un rabino parece rezar en la sinagoga, los franciscanos salen descalzos de la iglesia de San José, el almuecín llama a la oración desde la mezquita. Se oye al viento bambolear unas sábanas, los golpes de una anciana tratando de limpiar una alfombra, tus pisadas buscando tus propias huellas. Esta tarde sólo hay tiempo para caminar, sólo hay tiempo para dejarse llevar, no hay destino, no hay prisas; la Medina de Larache te arropa, tranquila, amablemente, y vuelves a ver otro espectro que te saluda con la mano y te sonríe, igual que hacía tu abuelo cuando te esperaba en la calle Real, otra vez en la calle Real, con todos ellos…
Sergio Barce, junio 2011
6 respuestas
Me ha encantado este relato, simple, ligero, cotidiano, cercano en el corazón a pesar de la distancia.
La sencillez es la base del gusto y tu lo tienes
Ha sido un paseo entrañable por la medina me has despertado muchos recuerdos.Gracias
Los recuerdos siempre se remueven en cuanto los agitas un poco, ¿verdad? Trataré de que este paseo no se detenga en la calle Real. Seguiré deambulando por Larache, y os lo describiré poco a poco. En pequeñas dosis sabe mejor.
un beso
Qué bonito escribes, Sergio! Las palabras fluyen, los adjetivos se ajustan en todo momento, haces latir los sentimientos escondidos y volar muy alto… esta descripción de la Medina enamora… qué bueno haberte encontrado!!
Hasta pronto, un beso
Me encanto leer este paseo en la calle Real, Sergio pasear a través de tus palabras me hacen regresar muchos años atrás y me hace olvidar un poco la decepción que tuve en mi viaje que hice a Larache hace 4 años .
Puede ser que algún día volveré a visitar ( quién sabe? ) ….
Un beso y hasta la próxima
Nurita, seguro que volverás.
Me dice mi padre que conoció al tuyo, aunque era más joven, y que se acuerda de que su mujer era muy guapa. Cree recordar que vivían entre el barrio de las Navas y el Matadero.
sergio