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Mi novela «SOMBRAS EN SEPIA» según Abdellatif Limami (Universidad de Rabat)

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Minoría existencial y minoría nostálgica en la novela «Sombras en Sepia» de Sergio Barce

Artículo de ABDELLATIF LIMAMI 

Profesor de la Universidad de Rabat 

publicado en el Semanario «La Mañana» de Casablanca (16-08-2006)

Todos somos al fin y al cabo una minoría existencial o nostálgica. Gozamos y sufrimos de la misma manera que los que pertenecen a nuestra misma categoría social, religiosa o mental, y nos identificamos plenamente con el sentimiento de añoranza que sólo comprenden aquellas personas que sufren de la misma situación. Con la última novela de Sergio Barce, nos encontramos en el centro de esta noción de minorías: unas existenciales, en el sentido sartiano del término (luchar para poder sobrevivir), y otras, más psicológicas, vinculadas estrechamente con el sentimiento de impotencia frente al recordar nostálgico. Y en estos parámetros se inscribe “Sombras en sepia”: una minoría existencial que cruza el estrecho en pateras en busca del soñado e idílico paraíso dorado; y una minoría de corazones que palpitan en la otra orilla, prisionera de un tiempo que nunca se fue ni se desvaneció, y que sigue siendo, humanamente hablando, casi como aves sin nido. De tal forma, nos encontramos en este relato, llevados por el ritmo infinito de una novela que, a alta velocidad, nos traslada de un movimiento a otro:

Por una parte está el presente de la narración, centrado en el casual e inoportuno encuentro entre un español larachense ubicado en Málaga (Abel) y una mujer que acaba, con un niño de cuatro meses, de cruzar el estrecho en patera (Nadja / Zakarías); por otra parte, y a través del flash back esta vez, topamos con el soplo nostálgico que nos narra historias truncas, nunca acabadas, cargadas de un sentido plural: las de un malagueño cuyo corazón late todavía en el Larache de la infancia y adolescencia.

En fin, y en una marcha casi solitaria, la narración nos conduce a una desesperada búsqueda del protagonista (la de Nadja) que se transforma finalmente en una búsqueda de sí mismo. Pero qué más da si el acto de buscar, legítimo en el ser humano, conduce a uno a encontrarse consigo mismo y a mover cenizas con el propósito de reavivar el fuego: la desesperación de los convidados al cementerio del Mediterráneo, excluidos y marginados en su propia sociedad de origen; y el pesar y sufrimiento de una minoría que, aún bien instalada e integrada en su nuevo espacio, se siente frustrada por un mundo implacable en que prevalecen el lucro y el egoísmo.

Se trata de unas minorías que viven y que sangran ante la indiferencia de todos: la vida queda sostenida aquí por el nostálgico recordar (una historia inocente, una amistad, un romance de amor…) y la gangrena motivada en el relato por el espectáculo desolador de un “rebaño” condenado en las profundidades del mar por ser marginado y desprovisto de una seña de identidad. Pero es también gangrena el triste espectáculo de un Larache que va acabando con su historia a favor de una política del cemento y del lucro; y el del despiadado mundo occidental en que la lógica del consumo determina el ser o el no ser. Así, del presente de la narración, que implica la cruda realidad de las pateras, nos trasladamos al nostálgico recuerdo que nace de chispas y cenizas, y finalmente a la búsqueda del otro, es decir de si mismo.

La trayectoria podría ser calificada incluso de hernandiana: vivir con tres heridas: la de un mar-cementerio, la de rostros postergados y finalmente la de una seña identitaria en que pasado, presente y futuro se confunden y en la que, encontrar al otro es encontrar a sí mismo.

“Sombras en sepia” narra la historia de un hombre mayor, viudo y jubilado, cuya monótona vida va a ser alterada de pronto al encontrar en la playa a una joven marroquí con su bebé recién llegados en una patera. El encuentro dará lugar a un romance y a una entrañable relación cuyo desenlace será sin embargo trunco, a causa de la llegada del marido de la joven para llevársela a Marruecos. Entonces, y en un acto de desesperación, el protagonista emprende un viaje a Marruecos, en busca de Nadja. Pero en realidad, estaba en busca de sus propias raíces.

Según los miembros del Jurado, esta búsqueda le sirve al protagonista “como itinerario espiritual de regreso a un mundo al que emigró y que le crea la sensación de desasosiego, de no sentirse perteneciente ni al Marruecos perdido, ni a la España en la que vive en soledad”. Esto corrobora el alto significado del título: “Sombras en sepia” que deja entrever a una especie de fantasmas que aparecen en una de estas antiguas fotos en blanco y negro, convertidas con el tiempo, en un fondo oscuro y amarillento.

La novela, ganadora de la primera edición del Premio de Novela “Murcia Tres Culturas”, convocado por el ayuntamiento de Murcia -dicen los primeros recortes de la prensa- es una esperanzadora muestra de la convivencia entre “la comunidad marroquí y la española”, (La Opinión, 20 de octubre de 2005, Murcia) y un acto de fe de “una persona muy involucrada en la integración de la cultura marroquí en nuestro país”. La calidad de la obra, la atestigua la alta calidad intelectual de los miembros que integran el jurado: Luís Mateo Díez, Premio Nacional de Narrativa y miembro de la Real Academia de la Lengua Española, Clara Janés, poeta y traductora (Maître es Lettres por la Universidad de la Sorbona), Jon Juaristí, Premio Nacional de Literatura y ex Dctor del Instituto Cervantes, Luís García Montalvo, escritor, y Manual Borrás, editor.

El protagonista de la novela, Abel Egea, es un ex larachense instalado en el presente de la narración en Málaga. Pero más que el retrato físico, del cual tan sólo sabemos que es un hombre corpulento, de espaldas anchas, con sesenta y siete años, un “escaso cabello gris”, un “pequeño bigote gris asaetado de canas” y una “prominente barriga” que “le recriminaba sus años de inactividad”, lo que más prevalece en la presentación del personaje es su retrato moral: un ser prisionero de un rutinario paisaje de ladrillos, cuya vida es concebida como una tomadora de pelo y cuyo futuro, una lucha contra quienes, cada día, le restaban veinticuatro horas de existencia. El personaje da finalmente la impresión de alguien que “deambula por el insomnio de su locura” (y cuya vida había pasado tan de prisa que era imposible tener ya sesenta y siete años: “-He vivido –dirá el protagonista en un intento sintetizador de su existencia- en un permanente desarraigo. No sé qué hacía allí, pero sabía que tampoco podía volver. Los que nacieron en Marruecos, y que nada tenían que ver con el ejército…. Te hablo de la población civil, la que nos quedamos tras la independencia, la que apostamos por trabajar en el Marruecos libre, en nuestro país, porque nos sentíamos tan marroquíes como vosotros, hubiésemos deseado permanecer en nuestros pueblos… Nosotros éramos felices en Larache, /…/ Muy felices. Todos nuestros amigos estaban aquí… Pero llegó la marroquinización y no se nos permitió obtener la doble nacionalidad, se nos exigía permiso de residencia incluso a los que habían nacido aquí y llevaban toda su vida en Marruecos, sin conocer otro lugar más que éste…De pronto, éramos extranjeros. Insensatos, creímos que, por consiguiente, éramos españoles… Allí tampoco nos querían. Cuando llegamos a España, nos decían que íbamos a robarles los puestos de trabajo /…/ Así que, de pronto, no éramos españoles, pero tampoco marroquíes…”

Samir, un personaje larachense, al escuchar el discurso del protagonista, le dirá: “he descubierto que escondes más heridas de las que tú mismo crees tener”.

En esta soledad existencial, el azar le hace encontrar al protagonista a una joven con su hijo de cuatro meses (Nadja y Zakarías), recién salvados milagrosamente de una patera y cuya vuelta al país de origen representa una vuelta a los infiernos. Nadja es una niña marroquí de 17 años de agradables facciones, suaves contornos y hermosos ojos verdes de oliva, originaria de Tlata de Reixana. El escaso español que posee, sólo le permite afirmar su deseo de no volver al país y de encontrar cobijo y trabajo en España: “- Mi dijeron qui lispania mucho trabaja. Io viene a Hispana sola con mijo. Io necesita dinero para Zacarías. Io busca trabaja por papeles. Safi

El encuentro en sí va a desenclavar una vuelta atrás, provocando así, en cierta medida, una reconciliación del personaje con su pasado, y recordándole incluso su primer amor de niño en Marruecos con Salma, cuyo parecido con Nadja es producto del azar: “Todo había sido un simple espejismo que le había aparecido por casualidad o por un accidente retórico”, “Se fue así reconciliando con un pasado que tenía postergado de manera canallesca, como si tuviera algo de qué avergonzarse”. “Nadja ha conseguido algo, y tengo que reconocerlo. Me ha hecho volver a pensar en Marruecos, en Larache.”

La Medina de Larache

Tal situación, genera dos discursos que caracterizan y definen a dos minorías: la de los inmigrantes clandestinos y de su mundo, por una parte, y por otra, la de una minoría de españoles que tuvieron que dejar Marruecos y “condenarse” así a vivir entre el aquí y el allá. Las condiciones de la minoría de inmigrantes vienen especificadas en el relato a través de tres pausas: la de la imaginación del protagonista, que concuerda con la realidad y la de dos espacios muy representativos que son la Subdelegación del Gobierno (en España) y la alusión a la Asociación Pateras de la vida (en Marruecos) que intenta, desde dentro, ayudar y rescatar a algunos de los inmigrantes clandestinos, del sucio comercio de los traficantes de humanos.

Si la llegada de Nadja y su hijo a España en patera inicia el relato, las condiciones de esta travesía sólo aparecen al final. En un esfuerzo de recreación, Abel entreverá a Nadja, con Zakarías en brazo: “caminando por la orilla del Lükus y cruzando esas montañas que se enfurecen con el invierno, los bosques inhabitables, las llanuras resecas. Una ruta arisca, imperdonable, pretoriana. Un territorio poblado de sepulturas anónimas, de esqueletos desintegrados, de fantasmas abatidos en absurdas guerras”. La imaginará también: “ con los pies ensangrentados, las zapatillas de deporte húmedas y rotas, los cabellos asidos por el sudor de la cara, dirigiéndose con determinada fascinación a una inexistente Europa engalanada por los estafadores. Su llegada a una incierta playa tangerina, la espera interminable en una noche como boca de lobo hasta embarcar en una patera maltrecha e inquietante…”

La primera parada de estos inmigrantes se opera en los lugares insalubres y escondidos donde se refugian los inmigrantes antes de emprender lo que muchas veces es un “viaje sin retorno”; lugares controlados por una mafia que hace del ser humano el objeto de su lucro y donde procuran intervenir los ejecutivos de la Asociación Pateras de la Vida para ayudar y corregir, como pueden, el tiro. El lugar en sí es “uno de los refugios preparados para los ilegales”, y cuya descripción hace resaltar las condiciones más inhumanas, que escapan a veces a las cámaras y a las plumas: una casa “demasiado poblada para sus escuetas dimensiones” y en cuyo interior yacen almas perdidas; habitaciones abiertas donde “dormitaban una treintena de personas, en su mayoría de raza negra, junto a los que se reconocían también a los marroquíes más olvidados. Todos se hacinaban igual que desperdicios o que despojos, la escoria de la que nadie quería saber nada de nada; mejor muertos que ociosos, mucho mejor lejos, en países desarrollados que pudieran explotarlos a gusto, que delinquiendo en su propia tierra. Formaban un buen cuadro de almas perdidas”.

El cuadro final es el de unas “caras inexpresivas” tumbadas sobre “esteras sucias y malolientes” en un clima donde predominan: “la suciedad, el mal olor y el deterioro”. Es un mundo, dirá el narrador que “violaba una intimidad vergonzosa” y cuyos moradores no eran más que “simples réplicas almacenadas”. Un lugar finalmente donde mejor se entiende –dirá Abel- “la vacuidad de nuestras fronteras, la artificialidad de nuestras diferencias, esa impostura instalada en el poder que nos conduce a ciegas a seguir a unos líderes manipuladores y ególatras”. Una de las imágenes más esperpénticas que ofrece el lugar es la de una mujer embarazada que sufre, en la resignación más absoluta, su amargo destino: “Una mujer embarazada estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Sus pies mostraban las huellas del sufrimiento, llenos de cicatrices y eccemas, con un par de uñas rotas, con sangre coagulada”.

En cuanto al otro espacio, situado esta vez en la otra orilla, es el relativo a la Subdelegación del Gobierno donde “marroquíes que se apiñaban en una de las puertas acristaladas”, negros africanos y sudamericanos “sentados en silencio en los informales sillones negros de trazas modernistas” y donde “guardar su turno” era una angustia permanente y una necesidad absoluta. El clima general es tan desolador como el primero: una mujer que parecía como “una forzuda sacada de un parque de atracciones de los años treinta o cuarenta”; el triste espectáculo de seres que “mataban su espera desesperadamente dando pequeños paseos en círculo” mientras que otros “charlaban en jergas incomprensibles”, con voces reducidas a “un murmullo resignado”, y conversaciones en que se pisaban lenguas que se confundían “en una ridícula torre de Babel”. En esta caótica dependencia, los funcionarios serán entrevistos por el protagonista narrador como representación de “la nueva clase dominante” o “nueva burguesía funcionarial que pasaba por encima del resto de la ciudadanía”, es decir, “los nuevos privilegiados” de la patria. El panorama final es el de una “ciénaga burocrática”. El propio discurso del responsable de inmigración denota cierto pesar por la situación, pero que no altera en absoluto la implacable lógica maquinaria administrativa: “Muchas veces he de cerrar un expediente con una propuesta de expulsión, y sé, en mi fuero interno, que probablemente esté matando la esperanza de alguien que merecería otra suerte/…/ Pero las cosas son así, es imposible acertar en todos los casos. Cometemos muchas injusticias, involuntariamente.”

Frente a esta situación, la voz rebelde del protagonista se levanta en forma de protesta en contra de quienes juegan con la vida de desgraciados y se aprovechan de ellos: “Detestaba a los que jugaban con la vida de esos desgraciados y a los que, sobre todo, se aprovechaban de mujeres sin futuro para darse un festín con ellas /…/ La mayoría son pequeños delincuentes, raterillos. Algunas mujeres vienen con la esperanza de casarse, es otra fórmula que les permite mantenerse a flote. Y la vergüenza es que todo esto ocurre en un país de emigrantes…” Dice Abel en una discusión con David, y refiriéndose a la estancia de los dos en tierras magrebíes: “en mis tiempos éramos nosotros los que buscábamos las habichuelas en su tierra”.

Este discurso, reiterado más de una vez en la novela, expresa el malestar de una franja de la población española que contempla con resignación el mundo infernal de los ilegales, llegando incluso al extremo de auto-culpabilizarse por alimentar inconscientemente la filosofía de los nuevos fascistas “que sólo comen en los Mc Donald’s y estudian guerrilla urbana contra los mendigos y los inmigrantes negros en las consolas de sus juegos interactivos”.

“Nosotros hemos sufrido la emigración, jai, y sabemos lo dura que es esa vida. Y, en realidad, estamos en deuda…Hoy es ella y el niño, mañana pueden ser nuestros propios nietos”. “Todos somos emigrantes. Créame. Ahora gozamos de una buena racha, pero nadie puede asegurarnos que dentro de cuarenta años no estarán nuestros nietos cruzando el mar para buscarse su futuro. El mundo es redondo y da muchas vueltas”.

Como queda señalado antes, el encuentro del protagonista con Nadja no hace más que activar un fuego apenas enterrado, hasta tal punto que nos encontramos, desde la primera página de la novela con el fantasma de un hombre viudo, quien, a sus sesenta y siete años, y desbordado por la nostalgia, no ha podido dejar el pasado atrás y olvidarlo; un ser que seguía viviendo “acompañado por la presencia inquietante de las ausencias y por la inesperada intromisión de un horizonte imposible”; un ser finalmente cuyo futuro “había dejado de existir” para darle paso a lo único que le quedaba: un recuerdo “con imágenes permanentemente en evolución, igual que fragmentos de películas que se proyectaran en una pantalla recóndita”. Son detalles, pero que se mantienen y que “son la esencia del recuerdo y la mejor coartada para el progreso”.

El recordar aquí es primero y sobre todo el Larache de la infancia. “Aquí -afirma el protagonista refiriéndose a esta ciudad – es donde fui realmente feliz”. Larache, prosigue el personaje en otro contexto, “es mi única bandera”; sobre todo cuando sabemos que allí es donde están enterrados sus padres. Su historia empezó cuando su padre decidió “buscar fortuna en tierras magrebíes”. Pero, desde entonces, en sus pupilas, en su corazón así como en el aire que penetra sus pulmones, todo se resume en vivencias, sensaciones y sentimientos larachenses. Pero la memoria, como bien lo señala el protagonista, es también “un penoso recordatorio de nuestras pequeñas miserias”. Y en efecto, el espacio larachense recreado y que corresponde al presente de la narración, es un mundo en decadencia, en el sentido de una progresiva destrucción de su alma y de su carga histórica. Así aparecen en el relato los vestigios del pasado o, simplemente la morada o espacios de la infancia: la casa Raisuni, cuyas paredes estaban cubiertas “de enredaderas” que “disimulaban las grietas inmisericordes y las manchas de humedad”; el antiguo casino que ya no está en su solar por haber desaparecido; el Castillo San Antonio que no es más que un viejo guerrero malherido:

Castillo Laqbíbat (o de San Antonio)

“Se había imaginado verlo ahí, chulesco, erguido con sus robustos muros desafiando al mar, como el paladín que siempre había sido, defensor romántico de la ciudad frente a los ataques de Poseidón. Pero no era así. En su lugar se encontró con un viejo guerrero malherido” con paredes “erosionadas por la rapiña insensata del olvido”. Es el Castillo Laqbibat, que aparece como “ladeado, de rodillas, perdida su dignidad, vencido y humillado por la desidia de las autoridades que lo habían abandonado a su triste suerte, con sus muros mordisqueados” con “piedras que se habían ido desprendiendo de los muros”, “grietas profundas”, “cúpulas resquebrajadas”, “hondas incisiones en las paredes hechas a base de hachazos gigantes” tal “un cáncer inesperado y triunfante”.

Es el Teatro de España que, de un espacio de esplendor que acogió a ilustres artistas (Antonio Machín, Antonio Molina), ha dejado “su lugar decimonónico y majestuoso a un edificio impersonal de apartamentos”; el cine Ideal, única construcción del art deco del norte del país y que hoy no es más que “un solar donde unos camiones estaban descargando material para los cimientos de algún otro inmueble globalizado”; la avenida, felicidad de ayer, hoy “un viejo decorado al que ya le faltaba una parte importante de la tramoya”; la propia casa de la infancia no es más hoy que “una sombra del pasado”, un solar de “escombros y de maderas mojadas y de vigas y ladrillos amontonados de manera impúdica” que cubrían sus sueños de adolescente, una especie de “úlcera sangrante”…

La política del lucro de los sucesivos responsables de la ciudad ha prevalecido más que la fibra histórica que hubiera podido darle al país otro monumento histórico y otra riqueza turística. “Lo que importa a esa gente -dirá el protagonista- es el negocio, aunque haya que saltarse las leyes y las normas de buena convivencia….”.

Pero, a pesar del trise panorama, Abel Egea permanece fiel a su amor por esta ciudad que constituye su única bandera: “yo sigo amando todo esto, con sus heridas, con sus ausencias, con sus gangrenas”; sobre todo porque allí es donde ha aprendido a ser tolerante y a convivir con las demás culturas y religiones: “el señor Beniflah les daba tanto la bienvenida como sellaba de manera solemne el ritual de esa celebración que congregaba cada año a la familia, al mejor amigo del señor Beniflah, un cristiano, y a otro hebreo y a un musulmán para sentarse todos juntos alrededor de la misma mesa y recordar, con la lectura de varios textos, la liberación del pueblo de Israel…”

“Era un tiempo increíble. Mis amigos musulmanes acudían a mi casa en las Navidades y, el día de Reyes, recibían algún obsequio /…/ Yo acudía a la fiesta del Mulud y a la del Aid el Kebir, lo que confirma el larachense Yebari, con sentir y nostalgia, en comparación con las atrocidades del mundo actual, determinadas por el rechazo del otro, el fanatismo y el individualismo: “hablando con mi hermano, comentábamos lo curioso que era el que conviviésemos en Larache tantas culturas y nunca, nunca, hubo un solo problema /…/ Había iglesias católicas, mezquitas y sinagogas, y nos respetábamos por igual”.

El mismo discurso lo recoge Samir, otro personaje de la novela, haciendo hincapié en la cruda realidad que emite hoy la televisión: la de judíos y musulmanes que se sangran a diario cuando la posibilidad de convivencia es real: “Es difícil para ellos entender que un judío y un musulmán puedan compartir una fiesta, que puedan estar sentados a la misma mesa “, “ cómo van a creerme si sólo escuchan hablar en las televisiones europeas del terrorismo islamista”. Abel, recogiendo las palabras de su difunta esposa Carlota, notará con razón que “vivimos una época de miedo, una época de sinrazón, una época de iluminados; y como nativo del país, que se siente parte integrante de la problemática de su población, hará suyo el dolor de ver o leer casos de marroquíes detenidos o perseguidos por terroristas o supuestos terroristas: “Cuando las noticias hablan de que han detenido a un marroquí vinculado con un grupo terrorista, sufro. Sufro tremendamente. Porque pese a mi nacionalidad, me sigo sintiendo de aquí”.

Este discurso del protagonista, con el que cerramos esta presentación, es más que un testimonio de fidelidad a este espacio que lleva en él como “un pedacito entrañable”. Es un acto de amor que conlleva significados plurales, de acuerdo con el espíritu general de la obra: salvaguardar el recuerdo y las tiernas convivencias, reintegrar una imagen auténtica a veces ensuciada por la ignorancia de uno o por las actitudes fanáticas de otro; realzar el lado humano que tiene uno, antes de ser un simple sujeto de una sociedad de consumo…..en fin, y a través del recuerdo, mostrar cómo uno no puede, a pesar de los pesares, ser despojado de su identidad que lo llama desde las profundidades: que sea Nadja o Abel, dos minorías y dos voces todavía calladas.

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2 respuestas

  1. Hola Sergio.
    Hace poco he leído “Sombras en sepia”, me pareció una historia muy hermosa, bella, tierna e íntima.
    Llena de:
    -sentimientos, nostalgia y emociones, la infancia nos marca y tú viviste la tuya allí.
    -reproches, hacia todos aquellos que han olvidado y descuidado su pueblo. «Si dices que eres de aquí, dice Samir, ¿por qué renunciaste a tu tierra?”. El padre de mi marido, que se quedó huérfano de padre siendo niño, y se crió y trabajó siempre con españoles, siempre dice lo mismo que Samir,- me juraron que volverían-. Siempre he creído que los recuerdos y los sentimientos de los que quedaron en Larache, eran más dolorosos que el de los que se fueron, pero después de leerte aquí y en tu blog, creo que son muy parecidos.
    -crítica social, hacia las mafias que juegan con la vida y sueños de las personas, y hacia los responsables que permiten la destrucción, la desidia y abandono de Larache.
    -sensualidad, en los momentos que revive a Carlota, como la toca, la siente, la escucha, la besa, la huele.
    Y AMOR, sobre todo, Amor. Amor por Larache y todos tus recuerdos vividos en ella, y creo que pena, rabia y dolor de ver cómo se ha transformado (me marché y no puedo exigir nada, yo sigo amando todo esto, con sus heridas, con sus ausencias, con sus gangrenas).
    Amor hacia las personas, porque has creado a un personaje tan tierno, en una edad muy difícil que ayudando a esa chica se ayuda a sí mismo a salir de su soledad y a sentirse útil, y sobre todo digno y leal por como antepone las necesidades de una desconocida a sus propios deseos.
    Amor hacia la amistad, porque la amistad de esos tres personajes es realmente admirable, como se tienen para absolutamente “todo”.
    Pero creo que sobre todas las cosas Amor por la persona con la que se comparte la vida, qué bonito pensar que después de diez años muerta una persona, otra siga recordándote y teniéndote tan presente como Abel tiene a Carlota. Me emocione mucho cuando Abel está tan cerca de su casa y no se atreve a mirarla, qué bello (imaginaré que estás asomada a la ventana -mientras torcía el cuello muy despacio tomándose todo el tiempo del mundo como queriendo saborear el instante), y qué triste (se encontró con un solar poblado de escombros………en ese instante supo lo que significaba la decepción, el desconcierto y el fracaso); he leído muchas cosas bellas en mi vida y ésta es una de ellas. Hasta ahora transcribiendo este fragmento me vuelvo a emocionar.
    Bueno lo cierto es que me he emocionado durante casi toda la lectura, (me has hecho recordar la primera vez que fui a Larache, hace 18 años, y sobre todo la última, que fue hace un año, después de casi siete años sin ir), algunas han sido emociones agradables pero otras han sido muy dolorosas.
    Gracias por escribir cosas tan bellas, me has dejado muy buen sabor de boca con esta novela.

    1. Mayte, he vuelto a leer tu comentario porque cuando me llegó me impresionó. Eres demasiado indulgente conmigo, y probablemente exageras cuando dices que «Sombras en sepia» es una de las cosas más bellas que has leído en tu vida. Sea como fuere, te lo agradezco porque me enorgullece. Y encima dices que te ha emocionado. Además, te has tomado tiempo para analizar varios aspectos de la novela, de manera que sólo puedo darte las gracias por el cariño con el que me tratas con tus palabras y sentirme muy orgulloso de despertar estas reacciones.
      un beso

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I am a writer, blogger, and traveler. Being creative and making things keep me happy is my life's motto.

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