Aquella mañana, me encontré a Mina sentada en la cocina, los codos apoyados en la mesa, el rostro hundido entre sus manos. Tenía una herida en los labios, con restos de sangre olvidados en la comisura. No me oyó entrar en su fortín, y siguió llorando. Me atreví a acercarme a ella, tratando de no hacer ruido. Posé una mano en su hombro, y Mina se limitó a girarse y abrazarme. En realidad, se había dado cuenta de mi presencia desde el primer segundo en que llegué, pero necesitaba desahogarse en compañía y yo le serví de paño de lágrimas. Su marido había vuelto a golpearla. Lo hacía cada vez que regresaba borracho, envalentonado con el alcohol que lo transformaba en un ser indecente, ruin y pendenciero.
Mina me apretaba contra sus grandes pechos de aguamarina que yo sentía tiernos y cálidos, y su llanto entrecortado humedecía una manga de mi camiseta. Aguardé allí quieto, apretujado por su desesperanzada tristeza, sin saber qué decir y, mucho menos, qué hacer. Supongo que decidí esperar hasta que Mina se calmara y recobrase su habitual altiva apostura. Sin embargo, al final, noté, no sin cierto estremecimiento, que aquellas lágrimas sólo eran el anuncio de un llanto más profundo y desgarrador.
Para mi suerte, mi madre nos descubrió así, abrazados en la cocina. Vi cómo una sincera congoja se apoderaba igualmente de mi madre. Nos separó con sutileza y me sustituyó en aquel abrazo de ternura. Luego, enjugó las lágrimas de Mina con la palma de sus manos y le hizo prometer que, en la siguiente ocasión en que Alí le pusiera las manos encima, iría a la gendarmería a denunciarlo. Así, entre vagas promesas, fue calmándose y, cuando Mina recobró el brillo broncíneo de sus mejillas y el aire radiante de su rostro númida, decidió ir al Zoco Chico, como cada día. Su reacción alegró a mi madre, que le retocó el cabello que le asomaba del jaique. Le rogué que me dejase acompañarla y las dos mujeres, tras mirarse con cierta sorna, accedieron.
Era día de mercado. Se acercaba la fiesta del Aid el Kebir, y acudiría gente de Ksar-el-Bir, de Souk el Arba du Rab, de Tlata Raisana y de otros aduares cercanos para asegurarse un buen cordero. Así fue. El gentío abrumador se desparramaba desde la Puerta de la Alcazaba como un racimo ensortijado lleno de sombreros de paja, turbantes blancos, azules y grises, chilabas pardas, caftanes verdes, celestes, amarillos y rosas, sombreros de ala corta, jaiques y velos. Desde siempre, me habían llamado la atención los ojos negros que se asoman tras los rostros velados, impresionantes, sombríos, endiablados con el subrayado de khol. Eran especialmente perturbadores. Y allí los había a decenas. Pese a mi corta edad, encontraba ya en ellos un halo de misterio, de aventura insomne, se secreto inconfesable. Las jóvenes eran osadas, las mayores no disimulaban ni la experiencia ni la vida ya recorrida.
Mina me había asido de la mano con firmeza y me arrastraba tras sus pasos decididos. Se movía con soltura por entre esa muchedumbre escandalosa. Mina se había cubierto la boca y la nariz con un velo transparente violeta y, tras él, se adivinaban sus gruesos labios. Tenía una piel tersa, oscura, heredada de sus antepasados que vinieron de más allá de Chinguetti y aun de más allá de Tombuctú. El contraste de su epidermis metálica con los aros dorados que tintineaban en sus orejas y con las ajorcas que resbalaban en sus brazos, le daban un aire de esclava de otra época, de hechicera africana. Sus ojos eran vivaces, sabios, pero prudentes. Serpenteamos en busca de alguna mercancía que valiese la pena, pero a Mina no parecía convencerle demasiado lo que se exponía sobre las primeras esteras.
–¡Bálak!¡Bálak!
Nos apartamos, por supuesto. El viejo que pedía paso tiraba con su cuerpo escuálido de un carro de madera, tan tullido y quejumbroso como él mismo. Las ruedas repiqueteaban dando saltos contra los adoquines desdentados, tropezando con las sombras de las miles de pisadas que habían caminado por allí mucho antes que nosotros. Tras él, correteando, unos chiquillos revoltosos trataban de subirse al carro sin demasiado éxito. Saltaban, pero no eran capaces de sentarse en el borde del madero.
El viejo Driss había montado un tinglado con verduras y frutas que llamaban poderosamente la atención. Las naranjas refulgían con un brillo de oro esmaltado y las peras rezumaban azúcar. Nos acercamos. Driss trató enseguida de engatusar a Mina con las armas propias de un buen tzáyer, pero, en cuanto ella frunció el ceño, en cuanto dudó de la calidad de esos productos, Driss agrió su voz y comenzó a gritar con una vehemencia resentida. Entonces Mina tiró de mi mano y me alejó de aquel viejo bronco.
-Es un ladrón. Un viejo del demonio –me susurró Mina agachándose para decírmelo en voz baja-. Roba esa fruta a las pobres ancianas. Lo roba todo.
De pronto, oímos música. Alguien tocaba unos tamboriles y unas chirimías. El sonido era estridente. Se trataba de un grupo de saltimbanquis que se habían hecho un hueco bajo uno de los vanos de la alcaicería. Un hombre joven, con el torso desnudo, se había posado una tarántula sobre el pecho y la hacía caminar lentamente sobre su piel erizada y sudorosa. La tarántula, con sus patas nervudas, había avanzado unos centímetros para luego regresar al punto de partida. Luego, el mismo hombre, animado por los aplausos de sus atónitos espectadores, comenzó una danza frenética girando la cabeza como un molino de viento, volteando un cordel que pendía de un gorro azul cobalto que llevaba puesto. La música intensificaba el ritmo, algo caótico y desenfrenado, con el repicar de los tamboriles y el silbido agudo de las chirimías. Siguió así unos minutos, largos y sofocantes, hasta que, agotado, en un estado casi cataléptico, el hombre se detuvo de golpe y, con él, la música. Entonces, la gente prorrumpió de nuevo en aplausos y vítores, arrojando monedas al suelo.
Nos encontramos con Rachida Ben-Hassen, una mujer hermosa y delicada, muy educada, una de las primeras mujeres marroquíes que había conseguido trabajo como administrativa en una entidad bancaria. Tenía una sonrisa blanca y unos ojos castaños que hurtaba a los curiosos con unas gafas de sol. Se nos acercó y, tras los saludos de rigor, me acarició la mejilla.
-Uuuuuuh, Sergio, tienes cara de hambre… –se burló con cariño-. ¿Mina no te da de comer? Voy a tener que llevarte a mi casa.
No era ninguna amenaza, al contrario, me habría dejado llevar con los ojos cerrados. Rachida era mi segunda madre. Mi madre marroquí. Sigue siéndolo.
Durante un rato, Mina y Rachida hablaron de la mercancía que se exponía ese día en el zoco, hasta que nos despedimos. Rachida me regaló una de sus sonrisas deslumbrantes.
La hierbabuena, el cilantro y la pimienta la compramos a la misma vieja a la que Mina solía acudir cuando necesitaba estos condimentos. La mujer apoyaba la espalda a la pared y, en cuclillas, protegida por el haike y por un sombrero de paja con borlas azules, sobre una estera raída, ofrecía su parca mercancía. Pese a lo exiguo, Mina no encontraba otra hierbabuena de esa calidad y esa frescura. Le pagó y me dio la talega con las compras.
–Shukram –dijo la anciana tras besar las monedas, que escondió entre los pliegues de su chilaba.
El olor del cuero, el olor del tinte, el olor de la fruta y el olor del salitre. Había en el Zoco Chico una mixtura de voces que se enredaban con tales aromas, diferentes en su origen y en su intensidad. El olor de los mulos, el olor de los borriquillos, el olor de los camellos y el olor de sus excrementos, aplastados contra el suelo. Todo era como un mosaico de pestilencias dulcificadas, amortiguadas, camufladas bajo otras fragancias que trataban de sepultarlas. El olor del pachuli, el olor del sándalo, el olor del agua de rosas y el olor del agua de azahar. De pronto, una suave caricia de frescura, un soplido gélido que te hacía aspirar todo el aire que podías, hasta hinchar los pulmones. El olor del sudor, el olor de las especias, el olor de los perfumes y el olor de los dulces de dátiles y de almendras. Te alimentabas de puro olfateo, te mareabas y te reanimabas en una fracción de segundo con la reacción instintiva de los sentidos ante el jolgorio de tales encontronazos. Y luego, bajo la alcaicería milenaria, el olor del té resbalando por los objetos de cobre, de cristal, de oro y de plata, el olor de las joyas envejecidas, el olor de las pulseras, el olor de las ajorcas y el olor del índigo. Asombrados, mis escuálidos ocho años lo absorbían todo. Nunca más vería algo semejante. En ningún otro país habría de encontrar esa mescolanza, ese tiovivo incesante en el que los colores se engarzaban a los olores como humo embriagador. Todos los sentidos estaban atentos, hambrientos y vivos.
Unos pasos después, un ciego extendió una mano para que Mina le diese un dirham. Caminaba a tientas, sin más ayuda que su voz ajada con la que conseguía que los demás se apartasen, y cubría su cuerpo con los jirones del esqueleto de una chilaba. Tanteó las monedas que Mina le había depositado en la palma de la mano, chasqueó la lengua y protestó por la penuria de la limosna.
Mina y yo tomamos aliento con el guerrab, compartiendo el agua fresca que nos escanció en un cucharón de latón abollado.
Nos acercamos a las joyerías. A Mina le gustaba mirar los escaparates. Tras los cristales ahumados de uno de ellos, Benasuly llamó la atención de Mina con aspavientos disimulados. Quería enseñarle una pequeña mano de plata contra el mal de ojo. El joyero se lo mostró, deslizándolo por entre unos dedos ceniza, como el color de su rostro estirado, envolviendo el colgante con palabras embaucadoras. Mina negó con la cabeza y siguió en su terca negativa pese a la insistencia del mercader. Poco a poco, Benasuly fue cediendo en su empeño hasta dar por perdida la partida con un gesto afable que no ocultaba su derrota.
Lo que sí compró Mina fueron unas babuchas amarillas para Alí y una túnica turquesa. También adquirió khol, con el que resaltaba la rendida belleza de sus ojos maduros.
La talega comenzaba a pesarme. A la hierbabuena, al cilantro y a la pimienta, se habían agregado una torta de pan negro, terrones de azúcar, pasas, ciruelos, almendras, miel, azafrán y batatas. Mina acarreaba con sus compras y una cesta de mimbre llena de higos, fresas y chumbos. Otra marejada de olores que iban a instalarse en la cocina de mi casa. Aunque, lo mejor de todo, era barruntarme que esa tarde Mina iba a preparar chuparquía para la merienda.
No me había equivocado. Al atardecer, Mina se puso manos a la obra y preparó una fuente de chuparquía y otra de pastas de almendra. El olor de la miel, el olor a almendras tostadas y el olor a crepúsculo. Juan Carlos Palarea, Luís Velasco, Juan Yankovich y Lotfi Barrada subieron a mi casa para merendar y, mientras acabábamos con ambas fuentes, un manto de seda gualda fue cayendo lentamente sobre las fachadas y las calles de Larache, tiñéndose sus muros con la calidez del sol adormecido.
Sergio Barce, 2003
¿Qué fue de Mina, la negra?
Málaga, abril 2005
(Este pequeño anexo nace tras las noticias que de ella trajo mi madre de un viaje que hizo a Larache en 2004, por tanto, lo que relato es real y auténtico. Y prueba que es cierto lo que dicen: la realidad siempre supera a la ficción)
En diciembre de 2004, mi madre se marchó sola a Tánger para ver a Rachida. Se reunieron asi, en Tánger, mis dos madres. Pasaron varias horas juntas en la casa que Rachida Ben Hassen tiene cerca del Consulado de España y no cejaron de hablar, riéndose al recordar las anécdotas que vivieron juntas de jóvenes. Al día siguiente decidieron ir a Larache y, de paso, saludarían a la anciana madre de Rachida y a sus hermanos que siguen viviendo en Las Navas.
Era un día cálido para ser Diciembre, con un tranquilo sol repantigado con todo su soez descaro. Había gente por el Balcón que se acercaba al Mercado en busca de buen pescado. Los olores le llegaban a mi madre y le hacían recordar los días en los que iba de compra y se llevaba un cuarto de manteca amarilla, cortada en un taco rectangular y duro, unos buenos jureles, aguja palá o sardinas de plata, mojama, cangrejos cocidos y naranjas del Lükus. Vio a Ahmed el carnicero, y se fundieron en un abrazo, y a Mustapha, que le llevaba la compra cuando regresaba a casa demasiado cargada. Rachida la guió por los pasillos del Mercado y se fue deteniendo en cada puesto, acordándose de mi padre, que estaría tranquilamente en Málaga, y pensó en todo lo que se estaba perdiendo por no estar allí con ella. Sonrió cuando pensó en todo lo que le iba a contar, exagerándoselo todo, porque mi madre es muy barroca cuando se pone a hablar de Larache y un par de fresas que le ofrecen en una hoja de parra se convierte, cuando lo relata, en una fuente de cerámica de Fez repleta de frutos exóticos.
Regresaron a la casa de la familia de Rachida con una talega de pan recién cocido y una cesta de legumbres, frutas y especias. Se pusieron a cocinar. Unas vecinas se unieron al poco y la casa se llenó de voces y de risas jocosas, frescas, rejuvenecedoras. Todas recordaban, como si la presencia de mi madre les hubiese aguijoneado sus tranquilas memorias. Y, en medio de esa conversación anárquica, mi madre nombró a Mina, como alguien más de todos los que poblaban las sombras de su pasado. Una de las vecinas, la mayor de ellas, se acercó a mi madre y le tocó el brazo.
-Dime, hija, esa mujer de la que hablas… ¿dices que se llamaba Mina?
-Sí –respondió ella algo incrédula.
-¿Sabes si su marido era barbero?
-Sí, así es.
-¿Y vivían por la Medina?
-Creo que en la calle Chorfa… -mi madre recordó de pronto incluso esa dirección en la que Mina vivió un tiempo.
-¿Cómo era físicamente? Descríbemela –le rogó la anciana.
-Pues era una mujer gorda y robusta –le dijo mi madre-. Siempre sonreía. Tenía unos mofletes brillantes, por su piel negra…
-Es ella –sentenció entonces la mujer. Miró fijamente a mi madre y añadió: La conocí hace unos cinco años…
-¿La has conocido? –A mi madre le dio un vuelco el corazón y le asió las manos a la vieja que, abriendo muchos los ojos, asintió lentamente con la cabeza-. Dime, ¿dónde está?
La anciana bajó la vista y su voz se hizo oscura. Las demás mujeres dejaron de parlotear y de cocinar, y escuchaban sus palabras con el mismo interés y atención que le prestaba mi madre, que se movía excitada.
-La primera vez le di dos dirhams –dijo de manera enigmática.
-No comprendo –añadió mi madre.
-Estaba pidiendo, mendigando…
Cuando oyó eso, a mi madre se le quebró el ánimo y algo hirviendo le rasgó el alma, como si le hubiesen arrancado las vísceras. Frunció el cejo, confusa.
-Sigue, por favor –rogó sin embargo.
-La encontraba cada mañana a la puerta del edificio gris que hay junto a la Iglesia del Pilar, el edificio del Banco…
-Ahí es donde trabajaba mi marido –aclaró mi madre-. Y en los últimos años, nos mudamos desde el Balcón y vivimos en el último piso de ese edificio…
La anciana se llevó una mano a la boca y se la tapó, como si esa revelación le hubiese provocado un asombro de estupefacción, parecía algo atolondrada, pero continuó hablando.
-Me pareció una buena mujer –mi madre asintió al escucharla. La mujer continuó, concentraba en lo que estaba diciendo-. Así que, cada vez que la veía, le daba alguna moneda y hablaba con ella… Un día me dijo que se ponía a pedir limosna junto al portal de ese edificio porque en él había estado trabajando para una familia que tenía un hijo que se llamaba Sergio, que se lo llevaba siempre al mercado o al Zoco Chico, o la acompañaba al horno para comprar pan, y que ella había sido tan feliz con esa familia que prefería guarecerse en ese portal porque allí aún era capaz de notar el calor y el afecto que esa familia siempre le había profesado…
Mi madre apenas podía articular palabra porque las lágrimas le resbalaban por las mejillas y le ahogaban los labios. La otra mujer continuó sin embargo, porque sabía que tenía la obligación de terminar esa historia dolorosa.
-Cada vez que me acercaba a ella y le daba conversación me hablaba de vosotros –añadió entonces, enfatizando sus palabras-. Así que os conozco sin saber quiénes erais… Mina estaba todas las mañanas en el portal de ese edificio, segura de estar en el lugar adecuado… Ya era mayor…
-¿Las has visto últimamente? –Mi madre no sabe cómo le salió la voz de la garganta, porque le dolía y era como si alguien se la apretara con fuerza para ahogarla, pero las frases saltaron de su boca-. ¿Sabes dónde vive? Tengo que encontrarla… Fíjate, mi hijo siempre decía que habría que buscarla… Las cosas que se hacen mal, supongo… Así que, cada vez que hemos regresado, se nos iban las horas y, al final, no indagábamos, pensando que probablemente ya ni siquiera estaría aquí, que se habría marchado de Larache… ¿Cómo puedo encontrarla?
-El año pasado cayó enferma. Me han dicho que murió sola en el hospital.
Aquí me es imposible describir los sentimientos de mi madre, porque son inenarrables. Mi padre, al saberlo cuando mi madre llegó a Málaga, sólo era capaz de repetir una y otra vez lo que yo me repito:
-¿Por qué no la buscamos? Con que le hubiésemos enviado algo de dinero no habría estado a la intemperie pidiendo para poder comer… Si la hubiésemos buscado, le habríamos evitado tanto sufrimiento… Sólo con un poco de dinero la habríamos sacado de la calle, del frío, de esa humedad del invierno de Larache que te taladra los huesos… Si hubiésemos…
Yo noto cuándo mis padres están pensando en ella. Lo leo en sus facciones, graves, silentes. Cada día tenemos un instante para ella, cada uno a nuestra manera. Es un instante de hielo. Sólo nos consuela pensar que, al menos, fuimos para ella un último refugio, un cálido y hermoso refugio para una mujer inolvidable y entrañable: Mina, la negra.
Lo anterior lo escribí penando que la historia acababa ahí. Me equivoqué.
Un año después, la encontramos. Vivía recluida en su modesta casa, en un segundo piso de un edificio resquebrajado por los años. Ella estaba viva, pero sin piernas. Se movía sobre un trapo que tenía bajo el cuerpo y con el que podía deslizarse impulsándose con las manos. Habían creído que había muerto porque, a causa de la gangrena que le había cercenado sus extremidades, llevaba cinco años encerrada en la casa.
Cuando volvió a verme, me cogió la cara entre sus manos, buscando a ese niño que la acompañaba al horno, y susurró: ¡Qué viejito! Mi hijo Pablo nos miraba como si presenciara una escena irreal, aturdido y emocionado. Ella nos sonreía, y añadió: Al´láh ha oído mis plegarias.
Un amigo le consiguió sitio en un asilo, donde la podrían cuidar, y al proponerle que sería mejor llevarla allí me dijo con dulzura: Sergio, esta casa es muy pobre, pero es mi casa.
Murió no hace mucho. Pero nos queda la certeza de que al menos en sus dos últimos años volvió a sentir nuestra calidez, y que había gente que se preocupaba por ella, que no estaba sola. Ahora andará por la cocina, preparando algún pastel con almendras y dátiles…
Sergio Barce
4 respuestas
Que bonito ,pero triste relato .
La realidad muchas veces es muy triste y dolorosa. Pero su recuerdo es precioso.
Un beso, Marce.
sergio
Me encanta como describes el ambiente del zoco chico en el primer relato. Es tan real que podría ver la imagen y vivirla. Me acuerdo que, de niña, todavía habían los hemacha que aparecían de vez en cuando por la Medina y de los que siempre tenia miedo. Había también algún contador de cuentos que narra historias rodeado de una multitud de gente que le escuchaban con mucha atención. Qué tiempos!!
Gracias, María. Sí, yo creo que esos personajes (el contador de cuentos, el guerrab…) son inolvidables para todos nosotros.