Hay un escritor, del que ya he hablado en este blog, y hay un amigo, con el que he compartido buenos almuerzos y buenas tardes de literatura, siempre en Larache, que me parece singular y de una calidad aún por reconocer: Mohamed Lahchiri. Es de esos autores que merecerían mayor proyección, pero ya se sabe que, para eso, se ha de tener un buen enchufe o un buen contacto (¿es lo mismo?) o que la flauta suene por casualidad. Pero yo lo reivindico de nuevo, porque, como también piensa Cristián Ricci, sus relatos son excelentes. Tiene publicados varios libros de relatos: PEDACITOS ENTRAÑABLES en 1994, CUENTOS CEUTÍES en 2004, UNA TUMBITA EN SIDI EMBAREK Y OTROS CUENTOS CEUTÍES de 2006 y UN CINE EN EL PRÍNCIPE ALFONSO Y OTROS RELATOS de este mismo año. Y sale también a la calle su primera novela, de la que ya hablaré cuando la tenga en mis manos.

A su libro UNA TUMBITA EN SIDI EMBAREK… pertenece el cuento MORAS PISOTEADAS, que el profesor Ricci considera el mejor de este libro, y yo coincido con él, un título con cuyo doble significado juega Lahchiri para contarnos su visión del Marruecos de los años sesenta, visto desde el prisma de un marroquí caballa (nacido en Ceuta); una visión nada complaciente, muy realista, muy crítica con el antiguo régimen, y muy humana. Ahora que la primavera árabe está en su punto álgido, ahora que también en Marruecos se respira ese nuevo aire de cambio y de libertad, conviene repasar el pasado de la historia reciente de Marruecos para que no se pierda la perspectiva, y creo que este relato es una muestra ejemplar. Un relato fascinante.
Sergio Barce, octubre 2011
MORAS PISOTEADAS
Se baja del autobús con el chiste -protagonizado por una mujer y el cobrador- pegando saltos de pez en la superficie de su pensamiento. Se pone a darle forma al chiste en su cabeza por si lo cuenta en el recreo a alguna de las alumnas con las que le gusta hablar o a una profesora guapa.
La mujer paga con un billete de 50 dirhams hecho una piltrafa y el cobrador le da de vuelta monedas y un billete nuevo de 20 con el rostro a plumilla del rey Mohammed VI en una de las dos caras. Y la señora mira el billete y se lo tiende al cobrador, preguntando qué es esto. Al comprender que la mujer nunca ha visto el billete –que no es tan reciente, ya todo el mundo lo conoce-, el cobrador le pregunta –siempre bromista con su acento de campesino árabe- ¿cuánto tiempo hace que no sales de tu casa?, y hace saltar un chorro de carcajadas.
El chiste y también el tema que ha rodado entre el conductor y dos o tres viajeros habituales. Hablaban de cierto lugar, en la campiña de por aquí, en el que sólo quedan ancianos y adultos de más de cincuenta; y niños, claro; todos los jóvenes –y todas- se han largado a Italia. Los ganados andan sueltos de sol a sol; no queda por ahí ni un solo pastor.
Cruza deprisa y corriendo la interminable avenida Mediouna (ahora se llama Mohammed VI) de la que hace no mucho tiempo decía que era la más contaminada del mundo, sobre todo cuando aún estaba, ahí abajo, en Ben Chdía, la estación de autocares de Casablanca.

Como suele hacer últimamente cada vez que pasa por ahí, mira las vallas de hierro pintadas de blanco, verde y rojo que protegen de la chusma las aceras, los espacios verdes y el asfalto de la entrada principal del palacio real; una chusma que se desparrama por ahí las siete mañanas de la semana, camino de buscarse el sustento. Sonríe de nuevo al comprobar que las vallas ferrosas están colocadas en el asfalto, quedando la acera de la avenida dentro de la zona protegida, de manera que los andantes –entre los que figuraba él tres veces por semana, esto es, cuando tiene clase a las ocho de la mañana- se ven obligados a caminar un buen trecho de la calzada, a veces casi rozando la tromba de vehículos que un semáforo desencadena cada poquito tiempo. La chusma no debe ensuciar la acera del palacio del Sultán. Piensa que los conductores de estos vehículos -como los andantes- forman parte de la infinidad de pelotones de hormigas que, a todo lo largo y a todo lo ancho del paisito, andan en un continuo desvivir en busca del sustento, casi embrutecidos; no piensan en nada más que en la supervivencia y ya no creen en nada más que en la justicia del más allá.
Y mientras piensa en las tres colegas del instituto, a quienes le une una cordialidad de muchos años y algún que otro chiste no verde, y a quienes dijo, no hace mucho, que cada muy poco tiempo se le aparecía algo nuevo que indicaba que Marruecos iba cada vez peor, y contó lo de las vallas, que no sólo protegen las zonas verdes del palacio, sino también la acera que da a la avenida, … destilando algo de la rabia que le late en las entrañas contra los que dirigen el país, … mientras piensa en la reacción de las tres madamas, que le dijeron, como si fueran una sola persona, pues si no fuera por el majzén, por el Rey, por sidna, por la monarquía, los marroquíes –rifeños, árabes, yeblíes, tetuaníes, fecíes, susíes, saharauis, …- nos comeríamos los unos a los otros, …Él había leído alguna vez, en algún artículo, que la afirmación de que la paz imperaba en una sociedad marroquí, compuesta por tantas razas y tantos colores, gracias a la monarquía, era muy del agrado de Hassan II. Y una de las tres colegas dijo que la democracia, las libertades y esas cosas que hay en Europa no podrían funcionar en Marruecos; adoptemos eso y esto será el caos, la jungla pura …

Mientras piensa esto, descubre que en los suelos de los jardines, en el asfalto y en la acera de la entrada del palacio se encuentran desparramadas moras blancas y negras o rojinegras, caídas de unos árboles altos y rebosantes de hojas verdes –es primavera, claro, piensa-. Sólo descubre ahora que son moreras porque sólo ahora ve los frutos en el suelo; unos frutos que le retrotraen al niño de doce años que fue hace mucho tiempo y le pusieron delante aquel sorpresón de su niñez que no ha olvidado: las moreras que encontró en Chauen el grupo de niños y grandullones ceutíes que fue ahí a seguir sus estudios, porque en Ceuta sólo había enseñanza marroquí primaria y porque en el internado de Tetuán no cabían todos.
Llegaron ahí en el arranque de la primavera y las ramas de las moreras rebosantes de hojas verdes se inclinaban bajo el peso de los frutos blancos o negros, que estaban buenísimos y cubrían los bordillos de la entrada a la ciudad y las calles principales. Lo que más sorprendió a los más críos caballas fue el que hubiese una fruta tan rica –que no habían visto ni probado nunca antes- y que uno pudiese comer todas las moras que pudiesen sus ganas sin necesidad de dinero.
Eran hijos de familias musulmanas pobres de Ceuta, donde no se conocía ni la ensalada ni el postre y sólo se ponía sobre el ataifor un plato de cualquier cosa, con un inmenso pan amasado por la madre o la hija mayor y hecho torta en el horno del barrio; y habían sido enviados por sus familias a abrirse camino en el Marruecos prometedor de la independencia recién recuperada.
El primer día en que el autocar les dejó en el internado del Instituto al-Machichi, y después de dejar maletas, bolsos e incluso bártulos en el dormitorio, donde cada uno había elegido una cama, y como todavía faltaban algunas horas para el almuerzo -habían salido de Tetuán a eso de las ocho y media- se echaron a las calles a conocer un poco la pequeña ciudad, encontrándose los más pequeños, los doceañeros, con el sorpresón de los majestuosos árboles verdes desprendiéndose de sus frutos negros y blancos. Se ayudaron unos a otros para encaramarse y comerse las moras en las mismas ramas. Comieron hasta no poder llevarse a la boca ni una sola morita más. Algún paisano grandullón les preguntó si se habían traído con ellos todo el hambre de su barrio ceutí.
Otra sorpresa les esperaba en el comedor del internado: donde se encontraron con otros chicos que no conocían y a quienes miraron con cierto menosprecio al verles casi todos con chilabas de lana negras y con la capucha colgando sobre su pecho, llena de cuadernos y algún libro –los de Ceuta vestían vaqueros, zapatillas, jerseys, cazadoras…-
Eran hijos de campesinos de Bab Taza, Bab Berret –o Berred-, Beni Ahmed… El comedor era una gran sala con mesas en forma de hexaedro alrededor de cada una de las cuales estaban colocadas sillas; manteles de hule, platos, cuchillos, tenedores, cucharas; todo nuevo y brillante. El internado había sido abierto pocos meses antes. Muchos nunca habían comido con cuchillo y tenedor. Él recuerda que en su casa comían alcuzcuz –cuando se comía alcuzcuz…- con cucharas grandes y toscas de madera y alguna cuchara de metal, que siempre se apresuraba a coger él, porque no le gustaban nadanada las cucharas de madera hechas a mano. Eran grandes y había que abrir mucho la boca.
De primero, les trajeron ensalada de lechuga, tomate, pepino, caballas en conserva… de segundo, potaje –alubias- y de tercero, ¡pollo! con patatas fritas.
Los críos, que tenían la barriga llena de moras, comieron hasta no poder moverse, pero no pudieron terminar ni la ensalada, ni el potaje, ni las patatas fritas.
Muchos hablaron de los tres platos, más el postre -¡plátanos! el día en que llegaron- en la primera carta que mandaron a la familia. Queridos padres: Pido a Dios todopoderoso que, al estar esta carta en vuestro poder, os encontréis en un perfecto estado de salud. Así empezaban sus cartas los ceutíes. Más o menos. Él, al ver que sus paisanos grandullones escribían cartas a Ceuta, cogió su bolígrafo Parker –regalo de un tío, que le hacía feliz-, arrancó una hoja de un cuaderno y decidió pergeñar su carta en árabe, para que la leyera su padre –de cuyas regañinas, collejas y palizas estaba más que harto- y viera lo bien que escribía su vástago en la lengua del Corán. En otras palabras: que viera que no era un inútil.
Y hablando, en la carta, de los tres platos de comida, más el postre, que les daban en el almuerzo y la cena, y al no saber cómo se decía “plato” en árabe clásico, puso el nombre con que era llamado el recipiente en árabe hablado en Ceuta y en Marruecos -pensó que era la misma palabra para el árabe escrito y el hablado en Marruecos-: tabsil, plural: tabasil.

Poco después –quizá un día o dos-, mientras entraba al comedor, se le cayó la carta, no supo cómo, y alguien la encontró; y al preguntar de quién era y como nadie dijo esta boca es mía, leyó –en voz alta, para que el autor reconociese su obra- precisamente el párrafo que ponía que “nos dan tres tabasil más el postre en el almuerzo y la cena. En el desayuno, mantequilla, mermelada, café con leche, molletas recién traídas del horno…”; y mientras algunos chicos prorrumpían en risas burlonas, él decía es mía, para sentirse –con dolor- un hazmerreír. Rompió la carta y escribió a su familia en español, en letra muy clara, para que sus hermanas pudieran leerla y traducirla a su madre. Por qué escribirla en árabe con la de veces que había sentido que su padre no le quería. Y no contó lo de los tres tabasil…
Aunque el hecho de ser ceutíes –que vivían con españoles- les hacía sentirse superiores en Marruecos, sobre todo superiores a los demás chicos del internado, a quienes consideraban unos palurdos con sus chilabas sempiternas, e incluso a los de Castillejos o Chauen –conocían mucho mejor que ellos el español, que era la lengua con la que se estudiaban las asignaturas más importantes (hasta el profe de dibujo era español), se vestían mejor que ellos, jugaban al fútbol mejor que ellos, sabían de cine y de cantantes más que ellos, etc…- pensaron desde el primer momento que su futuro estaba en Marruecos y no en Ceuta ni en la España de Franco; todo lo que les rodeaba, las buenas comidas, el buen trato, los profesores, etc…, les hacía pensar así. Un país que trata de esta manera a sus vástagos es un país con un gran futuro. Sólo tenían que agarrarse bien a los estudios. Marruecos iba bien bien y en el optimismo sobre el futuro no cabía ni una mota de sombra.
Pero la inmensamensa mayoría de los chicos caballas –especialmente tras el afrancesamiento de la enseñanza en el Norte de Marruecos- tuvieron la suerte de fracasar en los estudios y volver a Ceuta, a buscarse la vida, en la patria chica o en la Europa de los sesenta. A él no le tocó esa lotería y se quedó aquí.
Desde el par de años y algunos meses que estuvo en Chauen, a donde llegaron en 1963, no recuerda haber visto moras hasta ahora, primavera de 2006. Más de cuarenta años –se están celebrando los 50 años de la independencia del país- en los que los moros de la morería fueron pisoteados, machacados con saña. Medio siglo en el que acabamos como estas moras caídas que convierten el paso por la acera y los adoquines de la calleja paralela a la parte del palacio que da a al-Ahbas, en un andar pegajoso.

Medio siglo después, esto es un hervidero de rateros –la palabra es casi ratas o ratones- corruptos, prostituidos hasta la médula, sin una pizca de escrúpulos, con muchamucha pocavergüenza. ¿Cuál fue la palabra por la que aquel sindicalista fue condenado a varios años de cárcel, con Hassan II aún vivo? Dijo que los ministros eran una turba de bandía (palabra casablanquesa procedente de la “bandits” francesa) y el diario español que le había hecho la entrevista la tradujo por: mangantes. Una palabra que le costó varios años entre rejas (por injurias). No sólo los ministros, señor Sindicalista, la inmensamensa mayoría de nosotros es mangante.
Primero nos han pisoteado, como a las moras de acera y después de haberse asegurado de que estábamos bien machacaditos, se pusieron a enseñarnos –con el comportamiento y no con los consejos, como aconsejan los especialistas de la educación que hay que enseñar a los nenes- a ser hijos de perra; esto es, corruptos hasta el culo, mucho más falsos que todos los ejemplos de la falsedad registrados por la historia, y un nauseabundo etcétera; toda una maquinaria de Ministerio del Interior en marcha para encauzar en la normalidad el mentir, el ser corruptos, el romperle el pescuezo a los escrúpulos, a los principios, en suma: aceptar todo, absolutamente todo por el dinero; volcándonos encima vómitos de desprecio doloroso y descorazonador de cristianillos valientes, a los que la vida ha hecho rodar hasta tierra de moros.
Y la jugada le salió redondadonda al siniestro Ministerio y al adalid; todo les sale redondo a todos los adalides de este nuestro mundo árabe musulmán que nos ha tocado, y que, cada vez que se les ocurre organizar elecciones, las despachan todas con victorias increíbles del 99, 99 por ciento de votos a favor.
Y en este punto, ya cerquita del instituto, pilla aquel chiste que se contaban los marroquíes en los años sesenta y setenta, en el que un grupo de alumnos –altezas reales, altezas a secas e hijos de grandes familias seleccionadas- se encuentran estudiando geografía en el Colegio Real y el maestro abre un mapa y se pone a preguntar “¿Esto qué es?” y el alumno de turno responde “Francia”, “Italia”, “España”, etc. Y de pronto, el maestro pone el dedo –o la regla- en el mapa de Marruecos y un principito responde: “Eso es la finca de mi tío”… que le parece el mejor remate para sus reflexiones pesimistas.
Mohamed Lahchiri, 2006

Un comentario
Recuerdo a Mohamed Lahchiri, lleno de simpatía, la noche en que estuvimos en la Casa de España tras la presentación de «Una sirena se ahogó en Larache» en el Colegio Luis Vives. Allí se comentó sobre su cuento «El examen»… y yo exclamé… sí, yo lo he leído!! y ahora lo repito: me encantó!
Y esta noche, después de leer este relato tan crítico y a la vez lleno de detalles tan reales, no puedo menos que decir que es realmente estupendo.
Gracias Sergio.