Hace unos días Juan Pablo Caja me envió un ejemplar de su novela “Cerveza caliente (Memoria vaga de un verano perezoso)” (bcn press – Barcelona, 2011), con un curioso diseño de portada de Roger Cano que me pareció lo suficientemente sugerente como para imaginar que su interior iba a ser igualmente interesante. Y así ha sido. La verdad es que me lo he pasado francamente bien con su lectura.
“¿Qué título le pongo a estas notas dispersas, a estos recuerdos, si algún día los convierto en un libro?”
Es lo que dice el autor en algún momento del relato; tras leerlo hay que responderle que ha acertado con el título. Y siendo sincero, creo que es el tipo de libro que a uno le gustaría escribir si pretendiera hablar de sus amigos, si quisiera contar algo de alguno de ellos en particular. En el caso concreto de “Cerveza caliente”, con la excusa de narrar la experiencia que supuso trabar amistad con un exiliado húngaro llamado Lajos en los años ochenta, Juan Pablo Caja teje un curioso retrato tanto de la ciudad de Palma donde se desarrolla la historia como de este hombre que subsistía haciendo caricaturas a los turistas, pero también lo es de los otros amigos-personajes que se fueron interrelacionando tanto con Lajos como con Juan Pablo (no sé si he dicho que es un relato autobiográfico, o una ficción biográfica como dice su contraportada, o quizá sean las notas dispersas que antes indicaba él mismo): Sebastián “el freelancer”, Pep, “Huan”, María o Lucía, que es como una sombra que planea constantemente sobre el narrador.
“…el Mini blanco en el que íbamos Lucía y yo se detuvo finalmente frente al semáforo rojo, en las Avenidas, a la altura del Ramón Llull, más exactamente en la esquina del bar El Cañizo (“El Coñazo”, rebautizado popularmente). El motor del coche zumbaba como solamente lo hacían los minis, con aquel ronroneo característico, un poco pasado de decibelios, que subía de vueltas, y volumen, al más mínimo toque de pedal. Creo recordar que estábamos en silencio. Ella y yo. Alguna discusión. O simplemente el silencio que oprime: el que aparece cuando nada de lo que se puede decir sirve; el que, de romperse, solamente conseguiría hacer daño. Más daño…”
Pero es el personaje de Lajos el que centra la mayor parte de la historia, como si fuera el centro de atracción del resto de las historias. Juan Pablo Caja narra con socarronería, desde la distancia de los años, y eso le permite observarlo todo con ese afecto que sólo se le tiene a los amigos que fueron (quizá alguno lo sea aún). La novela, sus notas dispersas, están muy bien escritas porque sabe narrar y crear atmósfera, construir personajes y definir situaciones. Sus descripciones de las calles y de los locales de Palma, en los que introduce pequeñas dosis de humor, me parecen extraordinarias. Como lo son los pequeños detalles que introduce a modo de “salpicaduras”, escenas aisladas, fogonazos de aquellos días. Hay una en particular entre el narrador y Lajos que me parece magistral:
“-Tengo otro sueño que contarte, Lajos. Esta noche. Raro de cojones, y al final tenía que ver contigo.
Trago de cerveza.
-No sé a santo de qué, quizá por las fiestas patronales del lugar, una familia de campesinos aparece en una plaza empedrada de pueblo. Son siete, ocho, quizá diez personas, todos agrupados alrededor del que debe de ser el abuelo, inválido, en una silla de ruedas chirriante y destartalada. El viejo tiene aspecto de enfermo, pálido, y una cara de momia, piel apergaminada, adherida directamente a los huesos, cuatro mechones de cabellos sin vida, mal repartido por una calva de piel mate, con extrañas protuberancias, granos añejos, una verruga. La familia está reunida, apiñada, en el centro de la plaza. Son seis o quizá ocho personas. El abuelo, los padres, los hijos. A la abuela no la recuerdo, no debía formar parte del sueño. A medida que el tiempo pasa y la fiesta avanza, al abuelo le va afectando la bebida. Le van ofreciendo copas de aguardiente y él pasa de la inactividad total, pasivo y enfermo en la silla de ruedas, a una creciente excitación. Se va poniendo cada vez más rojo, más nervioso. Finalmente arranca a cantar. En el sueño ya no veo más que su cara enrojecida, en primerísimo plano, la piel estropeada, las encías desdentadas, el cabello sin vida. Y los ojos brillantes: el abuelo está cantando ya, a voz en cuello, con todas sus fuerzas. Canta, grita, canta, grita. Casi parece que intenta caminar, bailar, pero sigue en la silla de ruedas, erguido, lanzado hacia adelante, chillando.
-¿Y cuándo aparezco yo?, ¿qué tiene que ver conmigo?
-Pues… ahora no consigo recordarlo. Y cuando me desperté lo sabía. No sé, no me acuerdo de nada, pero tengo la sensación de que estabas allí, en el sueño, de que formabas parte de él, y parte importante. Sí importante. Estoy seguro. Pero. No sé cómo. Sí.”
No sé si es cierto o no que con esos amigos tratara de publicar las obras del húngaro Karinthy, tal y como lo cuenta en la novela, pero aquellas noches de tertulia bebiendo vino barato o cerveza me traen recuerdos que todos hemos compartido por esa época. Sea como fuere, Juan Pablo Caja trata a todos los personajes con una ternura que parece inevitable, y aunque también es el relato del naufragio de la vida entre Lajos y Margit, su mujer, un paralelismo sabiamente jugado con el del narrador y Lucía, pese a estas derrotas, como digo, al acabar de leer la novela lo haces con una suave sonrisa dibujada en los labios. Un placer.
Olvidaba decir dos cosas. La primera es que Juan Pablo añadió en el interior de su novela la dedicatoria más original que me han hecho: ¡Esta “cerveza” es para Sergio!. La segunda es contar cómo conocí a Juan Pablo. Fue en el Gobierno Militar de Palma de Mallorca. Creo que en el año 86. Él era funcionario civil, yo soldado de reemplazo cuando aún existía la mili. Me destinaron los meses de servicio al departamento de “Hojas”, donde en una oficina diminuta, compartíamos las horas muertas y el oxígeno tres soldados, un teniente y un comandante, además del civil Juan Pablo, que, siento decirlo, creo que nos observaba con curiosidad, tal vez pergeñando algún relato que, quizá, tenga escondido en un cajón. El comandante se apellidaba Moll, y esperaba a que el reloj marcara las diez de la mañana para abandonar la oficina e ir a “conferenciar” con el general en su despacho. El resto de oficiales del Gobierno Militar hacía lo mismo. Lo que allí dentro hacían era jugar a las cartas y despacharse unos buenos lingotazos de ginebra, ron o whisky. Recuerdo que Juan Pablo me sacó alguna vez del encierro y de llevar puesto el uniforme, y que me dejó pasar alguna noche en su casa. También recuerdo que visitamos algún bar del casco antiguo, y que me hizo sentir por unas horas una persona normal. Luego, cuando me licencié, me marché y nunca más supe de él.
Pero llegó internet, google, y el resto de la parafernalia cibernética, y un día Juan Pablo me envió un correo preguntándome con cautela si yo era el Sergio Barce que él había conocido en aquella oficina esquelética del Gobierno Militar de Palma. Y sí, lo era. Y desde ese instante nos hemos escrito periódicamente y hemos ido posponiendo nuestro reencuentro en persona que ahora, con una cerveza de por medio, se hace ya ineludible.
(No quiero dejar pasar esta oportunidad, para recordar el otro delicioso librito que me envió Juan Pablo Caja titulado “Intermedio” (Calima Ediciones – Palma de Mallorca, 2003). En él, con su humor tan característico, reproduce varios textos de campañas publicitarias –Juan Pablo se dedica al mundo de la publicidad, y en este blog tenéis el enlace a su página web- que, según advierte, “encontró” en el cajón de uno de los empleados de la empresa “McCormack & McCormack” que acababa de cerrar sus oficinas en Barcelona. Uno de esos textos es el siguiente:
“La luz de la mañana, nítida, fresca, ilumina el cuarto de baño. Es una estancia corriente, con las paredes embaldosadas de color claro. Todo es claro, luminoso. Solamente un estante junto al lavabo contrasta gracias a los colores, más acentuados, de un par de cepillos de dientes, un tubo de dentífrico, y diferentes frascos de colonias, botes de cremas, y otros pequeños objetos de baño difíciles de identificar así, a simple vista, desde donde estamos viéndolo.
En uno de los rincones del baño hay una pequeña báscula de pie.
Se abre la puerta, y entra una mujer joven. Sobre una camiseta talla XXL y unos pantalones anchos de pijama, lleva una bata ligera.
Entra en el baño, repito, y, de inmediato, estornuda sonoramente. Coge un pañuelo de tisú de una caja que hay junto al lavabo y se lo lleva a la nariz. Sus ojos están llorosos, ligeramente enrojecidos, su nariz congestionada. Vuelve a estornudar. Esta mujer, joven bella, está muy resfriada.
Se mira al espejo. Se da media vuelta y observa su cuerpo reflejado. Sacando los pies de las zapatillas, se sube a la báscula. Observa su peso y deja escapar un lamento amargo. Decepción: ha vuelto a ganar peso. La expresión de su cara es clara.
Baja de la báscula. Coge otro pañuelo y se oye, fuera del campo de visión, cómo se suena. Un sonido elefantino que es inmediatamente seguido por el ruido que hace el pañuelo, cargado de mucosidad, al caer en el fondo de la papelera: como si acabase de lanzar una bolsa de basura al fondo del contenedor.
Vuelve a entrar en el campo de visión. Como si tuviera que asegurarse de que es cierto lo que ha visto antes, la cifra inesperada en la báscula, vuelve a subirse a la misma.
Mira el resultado, los kilos, y ahora la expresión es de alivio: ha recuperado su peso normal.
Se oye una voz en off: ¿Problemas de congestión nasal?
La imagen del baño es sustituida bruscamente por un pequeño frasco de cristal de color azul: el envase de Respirol.
Sigue la voz: Prueba Respirol.”)
Pero ya digo, junto a una buena jarra, para pasar un buen rato con los amigos: “Cerveza caliente”.
Sergio Barce, febrero 2011
4 respuestas
Sergio, soy uno de aquellos soldaditos de Hojas que compartían oxígeno. Con el otro, Javier de Barcelona, estoy en contacto.
Ha sido una grata sorpresa saber de tí a través de este blog, que encontré por pura casualidad.
Un abrazo.
Alberto, madre mía!!! después de tanto tiempo. Me acuerdo perfectamente de ti. Te mando un abrazo, y espero que no perdamos el contacto a partir de ahora.
un abrazo
sergio
Sergio, machote!!!, pues yo soy Javi, el otro componente de Hojas, madre mia, después de tanto tiempo, y seguro que estamos igual (jajaja).
Como te ha dicho Alberto, él y yo seguimos estando en contacto, y me comentó que había visto tú blog por casualidad, pero no dudamos ni un momento en ponernos en contacto contigo.
Me alegro que estés bien.
Un abrazo.
Javie, a ver si me pasáis vuestros teléfonos a mi correo: barceabogado@gmail.com
Vaya sorpresa!
Me alegro un montón de saber de vosotros.