«…A Jacobi siempre le había gustado pararse para saludarlo porque admiraba sus ademanes elegantes y porque, para él, era un honor que los demás lo viesen hablar con el señor Beniflah. En realidad, pese a las reglas de cortesía, Jacobi sabía que era el mejor amigo de su padre y el hombre más espléndido que había conocido. Tenía guardados, como un tesoro, los días del Pessah, cuando cada año acudían invitados, junto a Mustapha Laabi y a Manuel Gallardo, a la casa del señor Beniflah. Era capaz aún de escuchar su voz modulada desde las escaleras.
-Y ahora, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen.
Era el momento, la señal esperada que indicaba que tanto su padre como Mustapha Laabi y Manuel Gallardo podían subir a la casa. Jacobi solía ir pegado a la pernera del pantalón de su padre, empujado por la curiosidad, profundamente emocionado. Y de esta forma tan ceremonial, entraban a la casa del señor Beniflah, donde la familia los recibía con los brazos abiertos y una bandeja de matzas.
-Cerrad la puerta, ya entraron.
Con estas palabras, el señor Beniflah les daba tanto la bienvenida como sellaba de manera solemne el ritual de esa celebración que congregaba cada año a la familia, al mejor amigo del señor Beniflah, y a un cristiano y a un musulmán para sentarse juntos alrededor de la misma mesa y recordar la liberación del pueblo de Israel…»
Éste es un fragmento del relato titulado Al otro lado del estrecho, que forma parte de mi libro Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente (Ed. del Genal – Málaga, 2015) que podéis encontrar en cualquier librería del país, sólo con pedirlo vuestro librero lo recibirá en un par de días.
Y el siguiente fragmento pertenece al relato, incluido también en este libro, Mina, la negra.
«…La hierbabuena, el cilantro y la pimienta la compramos a la misma vieja a la que Mina solía acudir cuando necesitaba estos condimentos. La mujer apoyaba la espalda a la pared y, en cuclillas, protegida por el jaique y por un sombrero de paja con borlas azules, sobre una estera raída, ofrecía su parca mercancía. Pese a lo exiguo, Mina no encontraba otra hierbabuena de esa calidad y esa frescura. Le pagó y me dio la talega con las compras.
–Saha! –dijo la anciana tras besar las monedas, que escondió entre los pliegues de su chilaba.
El olor del cuero, el olor del tinte, el olor de la fruta y el olor del salitre. Había en el Zoco Chico una mixtura de voces que se enredaban con tales aromas, diferentes en su origen y en su intensidad. El olor de los mulos, el olor de los borriquillos, el olor de los camellos y el olor de sus excrementos aplastados contra el suelo. Todo era como un mosaico de pestilencias dulcificadas, amortiguadas, camufladas bajo otras fragancias más agradables. El olor del pachuli, el olor del sándalo, el olor del agua de rosas y el olor del agua de azahar. De pronto, una suave caricia de frescura, un soplido gélido que te hacía aspirar todo el aire que podías, hasta hinchar los pulmones. El olor del sudor, el olor de las especias, el olor de los perfumes y el olor de los dulces de dátiles y de almendras. Te alimentabas de puro olfateo, te mareabas y te reanimabas en una fracción de segundo con la reacción instintiva de los sentidos ante el jolgorio de tales encontronazos. Y luego, bajo la alcaicería milenaria, el olor del té resbalando por los objetos de cobre, de cristal, de oro y de plata, el olor de las joyas envejecidas, el olor de las pulseras, el olor de las ajorcas y el olor del índigo. Asombrados, mis escuálidos ocho años lo absorbían todo. Nunca más vería algo semejante. En ningún otro país habría de encontrar esa mescolanza, ese tiovivo incesante en el que los colores se engarzaban a los olores como humo embriagador. Todos los sentidos estaban atentos, hambrientos y vivos.»