Mis autores de cabecera: Garriga Vela, Mohamed Chukri, Paul Bowles, Richard Ford, Paul Auster, Mario Benedetti, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Emmanuel Carrére, J.M.Coetzee, Philip Roth (a veces)… Y un montón de libros más de otros escritores, claro. No había leído aún Patrimonio. Una historia verdadera (Patrimony. A true story) de Roth, quizá porque el último título que había leído de él me había defraudado y temía otro revés. No ha sido el caso. Además, este libro ha removido algún episodio doloroso vivido con mi madre, así que me ha tocado de lleno.
Esta novela autobiográfica de Philip Roth (que he leído en la cuidada traducción del escritor tangerino Ramón Buenaventura), es tan descarnada como envolvente. Escrita en primera persona, narra la dura relación que mantiene con su padre, al que se le diagnostica un tumor cerebral, y detalla todo ese proceso de degradación física que conlleva inevitablemente la vejez y sobre todo esta maldita enfermedad. Hay capítulos realmente duros en la descripción de esa decadencia que sufre todo hombre llegada cierta edad, con los achaques propios y ajenos, con los naturales y los causados por las enfermedades que parecen ansiosas por atacar durante el crepúsculo de nuestros días. Es una especie de larga letanía, una agónica representación del final de la vida. Y a esto se añade el hecho de que, quien padece estos males, es el padre del propio escritor-narrador. Doble padecimiento. Parece ser que a Philip Roth se le criticó en su momento que mostrara tan a la luz todo ese padecimiento, y lo que él, como hijo , experimentó durante ese proceso hasta la muerte de Herman, su padre. Sin embargo, a mí me parece que fue de una valentía admirable. Noto en sus frases el amor por su progenitor, su admiración ante su forma de encarar la vida –aunque no estuviera de acuerdo con él-, su sufrimiento al contemplar la decadencia que se muestra día a día, su desmoronamiento. Hay mucha angustia en las palabras de Philip Roth, y también rabia.
Confieso que, cuando en el libro nos desvela cuál es el patrimonio que realmente recibe de su padre, me causa una desazón difícilmente explicable, pero también confieso que es la certificación de una realidad que Philip Roth no duda de arrostrar con sinceridad. Hacía tiempo que un libro no me provocaba tantos sentimientos encontrados, y, a la vez, pese a su visceralidad, o tal vez también por ello, me he reencontrado con la mejor narrativa de Roth. Nadie como él para describir el padecimiento de una enfermedad, la angustia vital; en definitiva, nadie como Philip Roth para enfrentarnos bajo la desnuda luz cenital a nuestra propia imagen (o la de nuestros seres queridos) reflejada sin defensa alguna en el espejo, en el que al fin sólo descubrimos nuestras miserias humanas.
Sergio Barce, abril 2015
“… -Toma –le dije. Luego le tendí el jabón y el manguito y me acomodé en la taza del váter, con la tapa bajada, mientras él se frotaba la espalda con suavidad. Cuando hubo terminado, se agarró ambas nalgas con las manos y se las separó.
-Me ha dicho el médico que haga esto –dijo.
-Pues muy bien –le contesté-. Es una buena idea. Tómate el tiempo que te haga falta.
En 1956, cuando tenía exactamente la edad que yo tengo ahora, Metropolitan Life puso bajo su responsabilidad una sucursal con cuarenta agentes, ayudantes y corredores y doce administrativos en plantilla. Como jefe, mi padre imponía a sus empleados el mismo ritmo incansable que de su propia persona exigía, y el traslado al distrito de Maple Shade significaba su tercer ascenso desde que en 1948, en Newark, había dejado de ser ayudante. La consecuencia de estos ascensos era que lo hacían responsable de una sucursal más importante, donde podía mejorar sus ingresos, pero que se hallaba en peor situación y que facturaba menos que la sucursal anterior, que él ya había redimido de sus dificultades, con mano de hierro, hasta situarla entre las más productivas de la zona. Para él, los ascensos venían a ser una especie de degradación. Lo suyo era pasarse la vida superando las cuestas más empinadas.
Mirándolo ahí, mientras el agua caliente aportaba alivio a las fisuras rectales que, según acababa de decirme, le provocaban aquellas pérdidas de sangre, me puse a pensar que la Compañía de Seguros Metropolitan Life nunca llegó a saber de veras lo que tenían con Herman Roth. Le habían concedido, a guisa de recompensa, una pensión decente, hacía ya veintitrés años, cuando le llegó la edad del retiro, y durante su vida laboral le fueron entregando diversas placas y pergaminos e insignias que levantaban acta de sus logros. Tenía que haber, por supuesto, decenas de directivos que trabajaran tan duro como él, y con no menos éxito; pero entre los mil directores de sucursal diseminados por todo el país era sencillamente imposible que ningún otro se hubiera –utilicemos sus propias palabras- <cagado> de miedo en los pantalones al enterarse de que unos ladrones habían aprovechado la noche para meterse en su sucursal. Aquello era de una lealtad como para que la compañía hubiese beatificado a Herman Roth, igual que hace la Iglesia con los mártires que en su nombre padecen.
Y yo, su hijo, ¿acaso había sido objeto de una devoción menos primitiva y esclava? Una devoción no siempre de la mejor índole –una devoción de la que ya estaba deseando desembarazarme allá por los dieciséis años, cuando empecé a darme cuenta de que me echaba a perder-, pero a la cual, ahora, me produce cierta satisfacción poder corresponder, aquí, sentado en la tapa del váter, mirándolo agitar las piernas arriba y abajo, como un bebé en su cochecito.
Podría aducirse que no es gran cosa, en un hijo, proteger con ternura a su padre cuando ya éste ha perdido todo su poder y está casi destruido. A ello sólo podría aducir que ya sentía el mismo impulso de proteger su vulnerabilidad (como emotivo padre de familia, vulnerable a la fricción familiar; como sostén de la familia, vulnerable a la inseguridad económica; como hijo, toscamente labrado, de inmigrantes, vulnerable a los prejuicios sociales) cuando aún vivía en casa y él poseía una salud poderosa y me volvía loco con esos consejos inútiles y esas restricciones carentes de sentido y esos razonamientos suyos que me llevaban, en la soledad de mi cuarto, a darme manotazos en la frente, aullando de desesperación. Ésa era exactamente la discrepancia que había convertido el hecho de repudiar su autoridad en un conflicto agobiante, tan cargado de pena como de desprecio. Mi padre no era un padre cualquiera, era el padre, con todo lo detestable y todo lo digno de amar que hay siempre en un padre.
Al día siguiente, cuando llamó Lil desde Elizabeth, interesándose por él, lo oí decirle:
-Philip es como una madre para mí.
Me sorprendió. Lo lógico habría sido que dijera <como un padre>, pero su descripción, era, de hecho, más atinada que mis vulgares expectativas y, al mismo tiempo, mucho más flagrante y descarada en su desinhibida franqueza, tan envidiable. Sí, siempre me estaba enseñando algo…”