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«PUESTA DE SOL EN LARACHE», POR SERGIO BARCE

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Puesta de sol en Larache, vista desde Lixus

Tomando como excusa los comentarios que he recibido estos días sobre los atardeceres que se ven en Larache desde el Balcón del Atlántico, he preparado este pequeño cóctel con tres fotografías de Itziar Gorostiaga y un fragmento de mi primera novela “En el jardín de las Hespérides” (Aljaima, Málaga, 2000).

“No deshice las maletas siquiera cuando Antonio ya se había dormido derrotado por el viaje. Su respiración era silenciosa, el pecho subiendo y bajando lentamente. Resulta sorprendente cómo los sentimientos logran embaucarnos, era como estar allí con mi hijo pequeño, nada ha ocurrido y soñaba, pero sólo se trata de una engañosa ilusión que nos hace un quiebro, tal vez el aire, respirarlo de nuevo y sentir que estás ahí, qué sé yo. Cubrí a Antonio con una sábana, y aprovechando su sueño bajé las escaleras del hotel y me marché en seguida al Balcón para contemplar de nuevo, una vez más, el lento descenso de Hércules en busca de su descanso en el inmenso Atlántico, el océano infinito. Girándome, encontraba también allí, frente a la balaustrada, la casa que compré cuando nació mi hijo, ya desvencijada, y la emoción se multiplicó en mi pecho. Quise oír su vocecilla tímida pero entusiasta llamándome desde la ventana…

Atardecer en Larache, desde el Balcón del Atlántico

Creo que pasé horas contemplando con inusual deleite el rugir de las olas entre las rocas, como si ese sonido fuese allí más armonioso que en ninguna otra parte. De veras es extraño el juego de la memoria con el tiempo, en realidad todo lo guarda, todo lo fotografía y lo deja metido en un cajoncito del que creemos haber perdido las llaves, pero no, sigue ahí, y algún ángel o demonio, quién sabe, sigilosamente nos prende en un dedo la llave perdida y nos quedamos embobados, pero enseguida nos abalanzamos hasta él y lo abrimos tras años de olvido, sin importarnos las consecuencias. Yo comencé por bajar el acantilado, y, en algún instante, ya no tenía reloj que marcase las horas, me veía subir desde allá abajo gritando y vociferando con otros niños.

Taha era el más rápido en trepar por las piedras. Todo nuestro anhelo era llegar al Balcón del Atlántico cuanto antes para disfrutar el atardecer. Nos sentábamos sobre la balaustrada y mecíamos las piernas perdiendo la vista en el horizonte, descubriendo lejanos mástiles hundiéndose en el borde del mundo. Lofti, las más de las veces, le daba la espalda al mar y prefería ver cómo las casas se teñían de oro, decía que Al-láh las pintaba con un fino pincel que mojaba en el sol. Era un espectáculo increíble, el dorado descendiendo por las fachadas, cayendo al suelo y arrastrándose quejumbroso, arañando la tierra como tratando de impedir ser engullido por las fauces marinas, y así, luchando por sobrevivir unos segundos más que la tarde anterior, los últimos rayos se  teñían de sangre, el fuego del averno, el resplandor del fragor de la batalla que se libraba más allá de nuestros ojos, pero otro día más el sol acababa sucumbiendo pese a la fiera resistencia.

Puesta de sol en Larache, desde el Balcón

El último en llegar era Pablo. Demasiado grueso para correr cuenta arriba. Era difícil que contemplase el crepúsculo con nosotros. A mi lado se sentaba invariablemente Luis, que aguardaba silencio, inmóvil, arrebatado.

Era lógico que de todos nosotros fuese Lotfi quien utilizara alguna metáfora para describir esos atardeceres, porque él era probablemente el más inteligente y tenía alma de poeta.

-Mira cómo cae el sol… Al-láh es grande. Utiliza unos pinceles muy finos que nuestros ojos no pueden ver. Es el amo del Universo –decía Lotfi”

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