No dejan de sorprenderme los amigos. Les pido un cuento, un relato, y generosamente me los envían para colgarlos de mi blog. Supongo que lo hacen por la amistad que nos une, por el aprecio recíproco. Mohamed Lahchiri, un escritor extraordinario, de cuentos hechos con los jirones de los recuerdos, siempre me deja atónito, bien haciéndome reír con algunos de los relatos que ya ha publicado, bien tocándome el corazón con alguna narración llena de frustración o de ira.
Ma ha enviado un cuento llamado «El examen«. Es de los segundos, de esos en los que Lahchiri se deja llevar por la rabia. Él es un buen hombre, amigo de sus amigos, ya hemos quedado en vernos en Larache para volver a tomar algo juntos, y cuando se mete en honduras, cuando describe un acto ignominioso o vergonzoso, estalla. (Si he de recomendar alguno de sus libros, me encanta «Una tumbita en Sidi Embarek y otros cuentos ceutíes» -Dar Al Karaouine, Casablanca, 2006).
Os ruego que no dejéis pasar este relato sin leerlo, luego habrá tiempo de hablar, pero seguro que a ninguno os dejará indiferente su lectura.
Sergio Barce
EL EXAMEN
un cuento de Mohamed Lahchiri
La niña después aprobó el baccalauréat –uno ya ni se acuerda de cómo lo celebramos o si lo celebramos o no-, estudió en la Fac literatura francesa y antes de terminar los estudios encontró trabajo en la patria chica, Ceuta, luego se casó, tuvo, a su vez, una niña y colorín colorado.
Todo esto son cosas nuestras que el olvido sólo podrá enterrar cuando nosotros mismos estemos bajo tierra, pero lo que ocurrió en aquel examen, aquel ogro nuestro de examen de finales de los setenta y principios de los ochenta, que llamábamos ach-chahada al-ibtida-ia, para acceder a la enseñanza secundaria,… aquello está cosido a nuestra carne –la de Suaad y la de su papá- como un tatuaje.
Creo que los mejores años de mi vida se los dediqué a esta niña mía, que había nacido en el setenta y dos. Le hacía el biberón, le lavaba el culito un montón de veces al día, le enseñaba a no ser dictadora, le cantaba, le hacía ejercicios físicos y otras cosas que sacaba de un libro sobre la salud, le acercaba la radio o el magnetófono cuando la música era buena, y un etcétera que pesa una pila de años.
Cuando arrancó a hablar –era muy despierta- y después de los chispazos de felicidad de sus primeros años de cotorreo, me arremangué a enseñarle árabe clásico y francés, inventando mil y un juegos y trucos para incrustar en la cabecita cosas y más cosas. A veces pecaba de autoritario pero un qué haces morobruto, tan rotundo como una bofetada bien colocada, se me echaba encima y me apresuraba a echar tierra sobre lo sucedido y errequeerreábamos.
¡Y cuántos cuentos le conté y le leí! Tantos que alguna vez le dije que su papá era una perfecta Shahrazad. Y cuando aprendió a desplegar sus alas lecturales empecé a comprar cuentos y revistas infantiles, leerlos, corregir algo o poner alguna vocal y darle a la niña lectura cuando ella me lo pedía o cuando cazaba ocasiones propicias para ello.
Hasta que llegó el año de aquel examen, al final del quinto y último año de la enseñanza primaria. Fue a principios de aquel año escolar cuando apareció por quioscos y aceras de Casablanca un libro que tuvo un éxito de ventas inmediato. Un volumen que recogía exámenes finales de cursos anteriores, del quinto año de la enseñanza primaria. Eran textos en árabe y en francés con preguntas y ejercicios. Se titulaba “Atahaia-o lil imtihan”, esto es: “Me preparo para el examen”. En cuanto vi el libro, salté sobre él (antes de que se me adelantase alguien, porque sólo había uno camuflado como un camaleón en medio de una alfombra de revistas, periódicos y libros). Volví a casa (mi volumen color marrón bajo el brazo) hecho un niño con ropa nueva de aid y con monedas cosquilleantes en el bolsillo.
La pobre niña a veces parecía abrumada por el peso de la importancia con que yo cargaba aquel examen. Los dos programamos hacer cada día uno de los exámenes. Un día uno de francés y otro día uno de árabe. En los días normales lo hacíamos por la noche. Pero en los días festivos y en las vacaciones, por la mañana, al despertar, porque esa es la mejor hora para estudiar, le decía yo, la cabeza ha descansado toda la noche y está preparada para recibir lo que le echemos. Y si en las vacaciones estábamos en Ceuta, pues lo hacíamos ahí, a pesar de alguna protesta de la abuela para que dejara que la aaila se fuera a jugar.
Vocalizábamos el texto árabe o desmenuzábamos el texto francés, yo le enseñaba a responder a las preguntas de la manera más simple, no te compliques la vida, hacíamos redacciones, en francés y en árabe, etc.
Descubrí también, en una de las aceras de la avenida Mohammed V, que una revista para niños que llegaba de Túnez dedicaba dos de sus últimas páginas a los exámenes de la chahada ibtida-ia, que eran muy parecidos a los nuestros, un texto en árabe que había que vocalizar, preguntas, etc., luego un texto en francés, … La revista se llamaba “Airfan”, que significa “sabiduría”.
Cada día aprovechaba el trayecto de la casa a la escuela –yo era quien la llevaba todos los días, en moto- para ponerme a hacerle preguntas en el árabe de las recias reglas gramaticales, vocalizando de manera impecable. Y llegaba un momento en el que le decía:
-Et maintenant, je vais te poser des questions en francais…
Y me ponía a hacerle preguntas en francés… ¿A dónde vas ahora? ¿Qué vas a hacer en la escuela? ¿Tienes muchos amigos en la escuela? ¿Qué vais a estudiar hoy?, etc., etc… Si se equivocaba, la corregía y volvía a hacerle la misma pregunta… hasta que llegábamos a la escuela.
Cuando terminamos el libro –creo que eran cuarenta exámenes en árabe y otros cuarenta en francés, un examen en cada página-, yo estaba muy satisfecho, muy optimista. La cría era como unas tijeras cortantes cuando yo le hacía alguna pregunta o le daba algún ejercicio para que lo hiciese.
Y llegó el día esperado, el del examen. En cuanto desperté, la llamé. Me rondaba un temor absurdo de que le pasase algo (una enfermedad o un accidente) que le impidiese hacer el examen. Se despertó enseguida. Le calenté agua para que se duchase. Desayunó bien: Pan de trigo hecho por su madre, aceite de oliva, un gran vaso de leche buena marca Marraquech. La obligué a comerse un trozo de queso.
Mientras íbamos al centro donde le tocaba hacer el examen (en la moto roja Honda que yo utilizaba para ir al trabajo), yo no paraba de decirle que tranquila, lee el texto dos veces, atentamente y responde de la manera más simple, y si no conoces la respuesta a una pregunta, déjala y pasa a la siguiente, y no tengas prisa por salir cuando termines, vuelve a leer lo que has escrito, etc., etc.
En la entrada del centro se bajó de la moto, le di un beso, una palmadita en el culo y la seguí con la mirada hasta que desapareció entre otras niñas. ¡Qué no hubiera hecho yo por que nadie nunca nunca hiciera el menor daño a esa niña de once añitos caminando deprisa hacia el examen! Que duraba todo el día: árabe por la mañana y francés por la tarde.
Fui a recogerla a las once y media. Comió a las doce y cuarto. La obligué a tumbarse en la cama e intentar dormir una siesta.
Cuando salió por la tarde, después del examen de francés, me encontró esperándola. Qué alegría me vas a dar cuando vea tu número en la lista de aprobados, pensé cuando la miraba dándose prisa por llegar hasta mi, sonriente. No esperó que le preguntase para decirme que había hecho bien el examen. Era muy fácil. Claro, te lo dije. En su carita se veía que leía perfectamente mi afán por verla saltarse la barrera de ese examen y que quería con toda su alma darme la gran alegría de verla saltar de alegría.
En los largos días entre el examen y el día de los resultados, yo intentaba vencer los latidos angustiosos de la espera, no pensar en los días que faltaban para la aparición de los resultados, pero a medida que se acercaba el día y cuando se me echaba encima el pensamiento de la cercanía de ese día, se me ponía a latir el corazón y me asaltaba aquel pánico que me solía hincar el diente cuando me veía el blanco de un montón de miradas esperando que tomase la palabra. Era optimista, claro. La niña había machacado el programa y no era nada idiota.
En la víspera del día de los resultados había tanta ansiedad oprimiéndome el pecho que no pude cenar nada. Mejor. Así, cuando el sueño se apiade de mí, dormiré bien. A la mañana siguiente, fui a la escuela donde estudiaba Suaad, en Sebata. Se llamaba Qariat al-Yamaa y era privada. Me dijeron que iban a “colgar” los resultados por la tarde.
Como por la tarde tenía trabajo hasta las seis, fui quizás uno de los últimos en ir a ver los resultados. Una pizarra colgada en la parte exterior de la escuela, con los números de los afortunados escritos con tiza blanca. En lo alto, a salvo de las gamberradas. Tardé en concentrarme, en ver que la lista de números de los que habían aprobado terminaba en ciento noventa y tantos y que el número de mi pequeña ¡era el doscientos diez! Miré una y otra vez la convocatoria con el número de examen de mi niña y una y otra vez los números pegados con tiza blanca a la negrura de la pizarra. La puerta de la escuela estaba cerrada. Por ahí no había nadie.
Eran cerca de las seis y media y yo quería llorar, necesitaba llorar. O gritar de dolor. Un dolor que apretaba cada vez más el nudo que se me había formado en la garganta y en el corazón. Quise arrancar la moto –por no quedarme muerto como una estatua- pero vi que no había apagado el motor, que seguía en marcha. Salí de las callejuelas a la calle principal que llevaba a casa y cerré los ojos para dar vía libre a las lágrimas. Me sentía hundirme en la situación de un niño que ha perdido las faldas de mamá y no tiene dónde agarrarse y se siente cayéndose en el vacío. Luego, fui recuperándome poco a poco, a medida que me acercaba a casa.
Mi desesperación fue tomando la forma de una enorme roca de rencor contra este país tercermundista, este país de mierda que nos ha tocado y en el que ocurrían tantas anormalidades y se cometían tantas barbaridades. Todo un año machacando como una sierra afilada todo el programa, con todo el corazón, con todas las ganas, con toda la inteligencia, sin dejar ningún cabo suelto, ninguno, para esto, para sentirte como una piltrafa colgando de un gancho de carnicería de mala muerte y mi niña, que se iba a llevar el gran dolor de su vida de niña, dolor que yo sentía multiplicado por tres, por cuatro, por cinco…
Recordé –y cómo no- a aquel maestro, aquel animal todo altura y brazos peludos y fuerza que, a mediados de curso le había machacado la mano derecha a mi niña a golpes terroríficos de regla, dejándole marcas moradas que duraron días, no en la palma de la mano, sino en el lado opuesto. ¡Cuánto dolor y cuánto rencor me trituraba las entrañas por aquel maestro! Al verla llorando mostrando la mano machacada, fui, con el corazón haciéndoseme añicos, a enseñar la manita al director del colegio, que resultó ser un abuelete inofensivo y que se limitó a calmarme, a decirme que no, no tenía que hacerle esto a la niña, ahchuma aalih, y ya hablaría con él para que eso no volviese a ocurrir.
Llegué al inmueble donde vivíamos, metí la moto en el garaje y me dispuse a subir las escaleras más largas y horribles de mi vida. Despacio, respirando profundamente. Hasta el quinto piso. La niña me había visto llegar desde el balcón de nuestro apartamento y estaba en la puerta esperándome. Vi el asomo de su intención de saltar sobre mí de alegría, pero vio enseguida mi dolor. La cogí y la apreté contra mi regazo, no podía ni levantarla para abrazarla. Alguna lágrima pretendía despuntar. ¿No he aprobado, bbá? Le respondí que no, con la cabeza. Era uno de esos momentos en los que un padre como yo, en el fondo del pozo del miedo por sus hijos, suplica a Dios que me des a mí todos los dolores que pensabas poner en el camino de esta niña de mis ojos.
Las relaciones entre mi mujer y yo hacía tiempo que eran pura mierda y no le hice el menor caso cuando se puso a lanzar sus palabras como cuchillos afilados en la piedra de la maldad, sus palabras como colmillos, lenguas u ojos de serpiente asesina, contra mis esfuerzos que no habían servido para nada, sin el menor respeto por la situación en la que nos encontrábamos su hija y yo. Pero yo estaba demasiado embebido en mi dolor y en el dolor de mi niña que me resquebrajaba el alma. Ya han pasado muchos años desde entonces y no dudo en afirmar que no he pasado nunca una noche como aquella, que fue la peor de toda mi vida. Acabé agotado y dormido.
Al despertar, enseguida me sentí empapado de lo que había pasado la víspera, con ese grito mudo de ¡qué desgraciado soy! inundándome el alma. Sólo pude echarle al estómago una manzanilla fuerte sin azúcar. Eran las ocho y media y tenía que ir al instituto donde trabajaba. Al coger la moto, se me ocurrió pasar por la escuela de mi niña. Por lo menos ¿desahogarme? diciéndole algo al director, como lo mucho que habíamos trabajado la niña y yo, o escuchar alguna palabra de ánimo o consolarme viendo a otros padres en la misma situación que yo.
La decisión de pasar por la escuela me hizo recordar las ideas que solían ocurrírseme cuando tenía la edad de la niña, cuando me decía: Voy a pasar por esta calle (en lugar de esa otra), a lo mejor encuentro un fajo de billetes o un maletín lleno de fajos de billetes (como en las películas) y me hago rico y no necesito estudiar. O (y esto era poner los pies en el suelo) encuentro una peseta o un duro o cinco. Sabía que no iba a encontrar nada, pero todavía creía en los milagros. Pero cuando giraba para entrar en la callejuela que llevaba a la escuela, me latía en el pecho la seguridad absoluta de que no iba a encontrarme con ningún milagro (ya no era ningún imbécil imberbe), sino con la pizarra y sus palotes de tiza horribles que no dejaban pasar más allá del número ciento noventa y tantos. No, no necesitaba levantar la cabeza para recibir de nuevo el garrotazo fatal. Había padres y madres con chilabas y muchos críos. Levanté la cabeza como para hundir más el alfanje en el dolor latiente, como aquellas personas anormales que disfrutan haciéndose daño. ¡Había dos pizarras! Todavía no me había puesto a examinar la segunda pizarra cuando el director del colegio –quien estaba por ahí, acompañado precisamente por el maestro que le había machacado la mano a mi hija- me gritó que ¡hani-an! Volví a mirar la segunda pizarra, donde estaban bien claros los números doscientos acelerando los latidos de todo mi cuerpo: Doscientos tres, doscientos cuatro, doscientos cinco, doscientos seis, …¡doscientos diez! ¡El número de mi niña! ¡Suaad había aprobado! ¿Qué es lo que había pasado? El director me dijo –como si la cosa fuera lo más normal del mundo- ayer llegaron las listas muy tarde y los maestros sólo escribieron la mitad de los números de los aprobados, cuando dieron las seis se fueron, … y ahora han escrito el resto de los números, …¿Y no podían sacrificarse diez minutos y escribir todos los números? ¿No podían hacer ese sacrificio diminuto? ¿No pensaron que iban a venir padres a ver si sus hijos habían aprobado o no? ¿Tan hijos de gran puta son? ¿Tan hijos de gran puta son que han sido incapaces de sacrificarse diez minutos de su perra vida, diez, diez nada más, por sus alumnos y por unos pobres padres –como yo- que vinieron ayer y no vieron los números de sus hijos y pasaron la peor noche de su vida? Ya estaba gritando como alguien que acababa de volverse loco. Recuerdo la cara que ponía el director…¡Que Al-lah vuelque su cólera más terrible sobre vuestra raza maldita! ¡Raza podrida! ¡Hijos de puta más que hijos de puta! ¡He pasado la peor noche de mi vida por culpa vuestra! ¡He pasado por el infierno –lo he visto con estos ojos quemados por el dolor- por culpa vuestra! ¡No sé cómo el odio y el asco que estoy sintiendo hervir en mi pecho no hacen reventar una vena de mi cuerpo o el mismísimo corazón! ¡Cómo podéis ser tan hijos de puta, cómo es posible, no quiero veros nunca más, nunca más, si vosotros sois musulmanes, yo no soy musulmán! ¡Soy un cafir! Con tal de no encontrarme con el asco que me dais me tiraría al fuego del infierno. Era un delirar a gritos, algo que yo ya había visto alguna vez y del que esta vez era el protagonista: un pobre diablo que, al no poder con el peso de una humillación o de una injusticia, pierde los papeles y estalla en mil barbaridades y la gente comprende y se apresura a rodearlo -como para protegerlo de algún mal que pudiera saltar de cualquier parte, en cualquier momento- e intenta tranquilizarle, con abrazos, con besos en la cabeza y en las manos, maldice a Satanás, a ulidi, un hombre de verdad no es el que arma escándalos, sino el que se arma de paciencia, no vas a conseguir nada bueno gritando barbaridades, no te preocupes, que el que nos hace daño, no escapará del castigo de Al-lah.
Me di cuenta de que unas lágrimas de rabia me impedían ver bien y de que temblaba mucho y cómo miraba al maestro que le hizo aquel daño de bestia a mi niña y cómo recordaba que, cuando eso ocurrió, no fui capaz de cagarme en sus muertos, por cobardía o por miedo a que la tomase con ella y la siguiese tratando mal o peor el resto del curso o le hiciese algún daño sutil.
Veía a los padres y las madres que me rodeaban como ejemplares de pobres diablos hundidos en la miseria, en la resignación, en la impotencia más absoluta, piltrafas fáciles entre los tentáculos del majzén. Pero que lograron calmarme, suplicándome que maldijese a Satanás, mucho mucho y pídele a Dios que te perdone por lo que has dicho.
Cogí la moto y me alejé de ahí, pensando que tenía que hacerlo con sumo cuidado, no tenía que pasarme nada nada en este lío inmenso de motos, carretas, coches, camiones, autobuses, …para llegar a casa sano y salvo, estaba llorando otra vez, de la felicidad que sentía de estar a punto de darle la alegría más grande de su vida a la niña que más quería en esta vida. Y recordarle (aunque no necesitaba hacerlo) la promesa que le había hecho si lograba superar la barrera del maldito examen de la chahada ibtida-ia: llevarla todos los días a la playa, todos, a nuestra playa del Tarajal, invitarla ahí, todos los días, a lo que quisiera, a una cocacola o a un buen polo o a un buen helado, a un buen bocadillo,… en el Bar El Espigón, todos los días de los tres largos meses de vacaciones de aquel verano que ya había abierto su abanico de calor y sol.
2 respuestas
Fantástico, no conocía a este narrador…buscaré el libro. Gracias Sergio. Necesito ponerme en contacto con Mohamed, ¿es posible?
Muchos saludos
Esta tarde tenía prisa pero «esa niña de tus ojos» Mohamed Lahchiri me ha tenido enganchada a la silla y hasta que no he terminado el cuento no he podido moverme del asiento. También he sentido una inmensa rabia por esas notas que tardaron tanto en aparecer en la segunda lista. Y el final desbordante de felicidad.. qué gran alegría para un padre que tanto se esforzó en dar a su hija esa multicultura!
Ese padre hizo lo mejor que se puede hacer por un hijo.
Sergio, qué bueno tener amigos que te ceden sus escritos para compartirlos con nosotros… seguro que deben haber muchos más.
Espero leer alguno de los cuentos que nos citas.