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Y UNA MAÑANA… un relato de MOHAMED LAHCHIRI

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Con Mohamed Lahchiri he compartido momentos muy agradables, tanto en Tánger como en Larache, y en Málaga también. Recuerdo una noche con Mohamed Akalay, qué buena persona es Akalay, junto al hermano de éste y a Sibari, nos hartamos de reír y de cantar. Bueno, yo no cantaba porque no conocía las letras de las canciones, pero como si lo hubiese hecho. Me conformaba con ver a Sibari hacer de barítono y de palmero. Y también recuerdo a Mohamed Lahchiri en los encuentros de la AEMLE, en el Hotel Minzáh, en un almuerzo pantagruélico, y el día en que nos invitó a comer pescado en el puerto de Larache, madre mía, qué regusto, Lahchiri se fue solo y regresó con el mejor pescado fresco que había encontrado, eso fue con ocasión del día que presentamos mi última novela en el Luis Vives, estaba Abdellatif Limami, otro entrañable amigo, y también me acuerdo de cuando vino no hace mucho a Málaga a presentar su último libro “Un cine en el Príncipe Alfonso”, extraordinario libro de relatos. Me imagino a Lahchiri llegando ahora con su gorra calada, sus ojos curiosos escondidos tras las gafas, su sempiterna sonrisa, y que nos sentamos a tomar algo y que comienza a hablar con esa verborrea suya insaciable, que es como su escritura, o su escritura es como su verborrea, y nunca me canso de escucharle y de reírme con sus ocurrencias.

Me envió hace días uno de sus relatos, sabe que me encantan. Es una narración ágil, escrita con esa facilidad suya para enlazar una cosa con otra como si las ideas se le atropellaran y pugnasen para salir antes, pero es tan hábil que las ordena en este lagrimal de imágenes a cámara ligera, desde el pequeño detalle hasta el pensamiento del narrador confluyen en el texto armónicamente, y así nos mete en el centro de la refriega, como si el lector fuese un vecino más del inmueble en el que se desarrolla la trama. Sólo cuenta una anécdota, un incidente que muchos hemos presenciado en alguna ocasión, pero lo contextualiza y lo hace tan personal que parece algo excepcional. Nunca elude la crítica, y eso me une aún más a su manera de relatar.

Ya echo en falta otro día con Mohamed Lahchiri. Espero que sea pronto. Incha Al´láh.

Sergio Barce, octubre 2012      

Y una mañana…

 …me despiertan unas voces en el pasillo y me encuentro solo en la cama con las garras de las malditas ganas mañaneras de orinar hincadas en el miembro y pienso que no he sentido a Aicha salir de la manta, ahora estará en la cocina, y yo tengo que deshacerme de lo que me está estropeando este placer de no estar obligado hoy a levantarme de la cama deprisa deprisa, para volver a la manta a acabar mi despertar a gusto, oír la radio… Distingo la voz de Fátima, la vecina, que se hace más fuerte, insulta, oigo la de su hija y pienso -me hundo más en la manta- que Fátima está regañando a su hija. Quizá porque la mocotendido ha perdido el dinero de la leche, la ha mandado a por leche y… no es la primera vez que la idiota pierde el dinero. Oigo abrirse la puerta, la nuestra, y pienso que a Aicha no le ha dejado el endemoniado gusanillo de la curiosidad terminar lo que estaba haciendo en la cocina, y pienso ¿salgo yo también a ver qué pasa?, esto parece algo más que un simple regañar a la hija. Pero estos últimos instantes de la cama, riquísimos, irresistibles, ahogan la idea en un santiamén y me sorprenden -me tiran más del desperezo- los gritos de socorro de la niña ¡mamá!, ¡deja a mamá!, ¡deja a mamá! y su llanto y una voz de hombre y digo -me asomo, saco totalmente la cabeza y el tronco de la manta- ¿estará el mendrugo de Saleh propinándole golpes a su mujer a estas horas, y en el pasillo? Salgo de la cama de un salto, otro salto hacia los servicios, levanto las faldas de la candora ¡y suelto las riendas a las terribles ganas de orinar y respiro profundamente, ay Al-lah!, ¡y me va embargando una sensación de la que siempre pienso que sólo tiene un nombre: felicidad! Oigo que la algarabía del pasillo ya lo llena todo. Los vecinos han salido a ver qué pasa. No se oye la voz de Saleh. Dar con su voz no es nada difícil.

Voy hacia la puerta y la encuentro abierta, claro…, salgo, Fátima intentando dejar de llorar en medio de un grupo de vecinas, e insultando, sus hijos pegados a sus faldas con las caritas de personajes de tebeo, de quien teme que un mal se le desplome encima y la mujer del maestro responde a sus insultos y oigo a una vecina exclamar que ¡esto es el colmo! Pregunto ¿qué ha pasado? Otra vecina dice que ¡si esto no es el fin del mundo que venga Al-lah y lo vea! Miro a Aicha y me dice que el maestro ha entrado en su casa y la ha pegado y suelto el grito ¿cómo? de quien esperaba oír todo menos eso. Pienso que Saleh a esta hora estará en la fábrica, ha salido de casa antes de las seis, como cada día, veo que estoy en candora y descalzo y oigo -intento ordenarme el pelo con los dedos al ver que las mujeres me miran- que la cosa empezó ayer -mucho antes de ayer, pienso yo- : Fátima ha encontrado una bolsa de plástico con caca de niños, aquí, en su puerta y ha pensado que la mujer del maestro era la fechora y como no hablaba con ella…, etc, etc, etc.

Puerto de Larache – Mohamed Lahchiri con Abdellatif Limami, Sergio Barce y Sergio Barce jr. y María Gallardo

Y oigo al hijo de la gran puta aquél -le veo asomarse detrás de su mujer- gritar con miedo en la voz, intentando justificar su fechoría, que ¿por qué has puesto tu mierda en la puerta de mi casa? Y siento agarrarse a mis entrañas todo el odio y el asco acumulados en estos años y un deseo súbito como un tiro por lanzarle alguna palabra que sea un puñal envenenado, pero Aicha me tira de la manga de la candora y me dice con la mirada no te metas, como si hubiese oído lo que pensaba, y aparecen otras vecinas -del cuarto o del tercero- y no se me escapa que algunas están en trapos transparentes y la voz de Fátima se hace más fuerte… Entro y me digo que no tengo que meterme, que la mujer tiene un marido, pero sí puedo, debo -la idea relampaguea en mi mente como un descubrimiento- buscar a Saleh y veo a Nadia corriendo hacia mí con su cuerpecito de tres primaveras, que no me cansaba de abrazar, me inclino abriendo los brazos y apago su miedo causado por su despertar de pajarito y no encontrar ni a papá ni a mamá y oír el alboroto en el pasillo. Vuelvo a la puerta, la abro, llamo a Aicha y le digo -le tiendo la niña, dándole un besito en la naricita- que voy a ir en busca de la fábrica donde trabaja Saleh, para decirle que venga, añado, para evitar su posible no es asunto tuyo, que soy el único hombre que hay aquí, además del malfechor. Me doy cuenta de que no me he lavado ni la cara y entro al cuarto de baño, suelto el agua, cojo el jabón y me pongo a lavarme las manos y la cara y me despierto totalmente. Me digo ¿cómo voy a encontrar la fábrica y yo sólo sé que es una fábrica textil? La memoria acude en mi socorro, ¡ah, se llama Blita! Digo en voz que oigo perfectamente que el hijo de puta está ahora cogido y no escapará. ¡Cogido por los mismísimos cojones!

Me pongo la chilaba rápidamente y salgo. Las vecinas aún están en el pasillo hablando con Fátima o sólo dejando que la indignación que les bulle en la cabeza mueva sus labios. Algunas ya se están retirando. Fátima, al verme, me llama en voz suplicante, pienso que va a pedirme que, por favor, vaya a avisar a su marido y le digo con la cabeza y la mano que no necesita decir nada, que sí, que precisamente voy a buscar a su marido. Le digo también que vaya a la comisaría, ahora, y me lanzo hacia las escaleras.

¿Estará ahí el autobús? Pero primero tengo que saber dónde está la fábrica. En las tiendas seguro que saben dónde está. Veo a un vecino salir de un pasillo y pienso con alegría que es de los que tienen moto, le contaré lo que ha pasado y…, sonrío, le tiendo la mano, la sorpresa en su rostro la explico por el hecho de que entre los dos sólo hay unas escaleras y un buenos días mascullado o un hola, le pregunto si va a bajar a la ciudad, responde con una sonrisa -que dice lo siento- que no, me siento decepcionado, dice que sólo va a las tiendas. Bajamos varios escalones, sin decirnos nada. Le cuento lo que acaba de pasar en nuestro piso, se detiene, me dice -escandalizado- que un hombre no hace estas cosas, ¿qué le ha pasado a este desgraciado? ¡Agredir a la mujer de un hombre en su propia casa! Prosigo que ahora yo voy a buscar la fábrica donde trabaja Saleh, se llama Blita, por eso le he preguntado si va a la ciudad, como él tiene moto… y me interrumpe que no hay ningún problema, me lleva en su moto a la fábrica, ¡cómo no!, que cree que sabe dónde está, no lejos de aquí, y essi Saleh -veo que ya estamos abajo- él le conoce bien, hijo de buena gente. Es de Aabda, los de ahí son gente buena en general. No son como vuestros rifeños del Norte y abre la puerta del garaje y entra. Y pienso que es una buena persona.

No tarda en salir empujando una moto destartalada. Siempre he tenido la impresión de que las miles y miles de motos que cicletean casi día y noche por Casablanca están destartaladas. Arranca. Me monto detrás de él, siento la dureza y el frío del asiento como un golpe en el trasero. Pienso que lo voy a pasar mal antes de llegar a la fábrica. El vecino tiene que pedalear con fuerza para que la moto alcance la velocidad que le permite coger el equilibrio.

Digo que ese maestro es un castigo que nos ha enviado Al-lah. Responde que merece una buena corrección. Lo que ha hecho es muy grave. ¡Entrar en casa ajena y agredir a una mujer…! ¡Puede ir a la cárcel! Prosigo que en ese apartamento vivía antes una persona buenísima. Era un maestro también. No sé a dónde fue ni por qué se fue. Al volver una vez de Ceuta -me pregunta si soy de Ceuta y respondo que sí, y dice que creía que yo era de Tetuán-, de unas vacaciones de verano, encontré que había otra familia que vivía en ese apartamento. El elemento no me gustó nada desde el primer momento. Le cuento que mi mujer y la de él se pelearon varias veces y que una vez, cuando yo aún no le conocía bien, aún le respetaba, vino a verme y se puso a quejarse, levantando la voz y las manos, yo le pedí que maldijese a Satanás y bajase la voz, porque gritando no se entiende la gente, que los problemas que encienden las mujeres debemos resolverlos nosotros los hombres, pero sentados y hablando, no con gritos, ¡los dos somos maestros, hombre!, etc. Pero él parece que consideró mi actitud una banderita blanca de debilidad o de cobardía, y siguió con los gritos, envalentonándose de manera barriobajera al ver a los vecinos asomarse y a los niños acercarse. Yo me puse a temblar de rabia y me lancé contra él con unos gritos que salían hasta con espuma, total: los dos maestrillos no llegamos a las manos de milagro. Me dice que nada más fácil que llegar a las manos. Este es el país donde con más frecuencia se llega a las manos. Menos mal que la gente le tiene miedo al majzén, sobre todo a la police, que sino…

En Larache: Mohamed Lahchiri (a la deracha) bien acompañado de Mohamed Akalay, Abderrahman lanjeri, Sergio Barce, Mª Luisa Diéguez, Mohamed Laabi, Miguel Abgel, Ramón López Tuñas, Mustapha el Bouthoury, Bouissef Rekab, Gonzalo y el cónsul José Remacha

Yo pienso que aquel día entero lo pasé como respirando aire contaminadísimo, rumiando el rencor que acababa de brotarme en el pecho por aquel cara de cerdo –porque parece un cerdo, con esa cara apatatada y sonrosada- y las cosas que tenía que haberle dicho y no dije porque no se me ocurrieron durante la refriega, y me pongo rabioso por ese bloqueo que sufro siempre en los momentos decisivos. ¿Le digo lo que me hizo el cabrón el año pasado? Pero lo que le digo es por qué no preguntamos a alguien dónde está la fábrica, y él que no hace falta, creo que ya estamos cerca, está por aquí y asomo la cabeza y sólo veo edificios de dos o tres plantas, y añade que sí, ahí, al final de esta calle, a la derecha. Veo un camión dirigirse hacia nosotros, contoneándose, ¡cuidado!, que los camioneros y los conductores de autobuses y autocares están convencidos de que son los amos de las calzadas. Me pregunto ¿cómo voy a decírselo a Saleh? Me dice ¡ahí está la fábrica! Veo un gran edificio de color blanco sucio y nos invade el traquetear de las máquinas y recuerdo a Saleh con su tono burlón decirme que si quieres saber lo que es trabajar trabajar, ven conmigo a la fábrica. Que los maestros lo que hacéis no es trabajo, cobráis, no por trabajar, sino por descansar, por estar sentados y hablar.

Llegamos a la entrada, hay una barrera, me bajo de la moto y me dirijo hacia donde se encuentra una persona, pienso que es el guardia, le saludo y le digo que soy vecino de essi Saleh, que trabaja aquí, leo en su rostro que sabe de quién estoy hablando, y necesito verlo por algo urgente. Se levanta, me dice que espere y se va hacia una puerta abierta. Espero.

Me pongo a mirar a mi alrededor. Hay dos jóvenes esperando y, por la cara de pobrecitos que ponen, deduzco que buscan trabajo. El vecino se ha quedado montado en la moto, manteniendo el equilibrio con los pies. Es alto como un árabe de Dukkala. Pienso que yo también necesito una moto. El autobús está cada vez más insoportable. Se puede comprar a través de esa compañía de crédito. La Eqdom. Te cobran las letras directamente del sueldo.

Veo al guardián que vuelve. Me dice que Saleh viene ahora. Le doy el ¡que Dios te bendiga! y perdona por la molestia y camino hacia donde está el vecino. Le digo que Saleh también tiene moto, que si quiere volver que vuelva, no es necesario que pierda más tiempo y dice que no, que volvemos juntos. Los dos jóvenes nos miran.

Y veo a Saleh caminar hacia nosotros con una sonrisa. Le tiende la mano al vecino y luego me saluda a mí con una mirada que dice espero que no sea nada malo. Le digo que tiene que ir a su casa ahora mismo. Que su mujer… ha tenido problemas con los que viven a su derecha, el maestro y su mujer, que el maestro ha entrado a su casa y ha agredido a Fátima… y veo aquel estallido en su rostro que significa que esperaba oír cualquier cosa menos eso, un rostro que enrojece de golpe, masculla no sé qué -un insulto sin duda- apretando los dientes y prosigo que yo estaba durmiendo cuando ha pasado lo que ha pasado y los gritos de su hija mayor son los que me han despertado, que su mujer estará en la comisaría, yo le he dicho que vaya a poner la denuncia. Y me callo, ya he dicho todo. Nos envuelve un silencio embarazoso. Bueno, lo corta el vecino, que no pierda el tiempo, que vaya ya a pedir permiso y corra a la comisaría y Saleh nos pide perdón por habernos molestado y se lo reprochamos, ¡que somos vecinos, hombre! Y se va casi corriendo. Le digo al vecino ¡vámonos! y arranca con pedaleos. Frena para que yo me monte. Nos alejamos.

Me pregunta si tengo clase hoy y le digo que es viernes. Le cuento que una vez, cuando iban a empezar los exámenes de la Chahada, aquel maestro fue a verme y me quiso dar el número de un alumno -o de una alumna, no me acuerdo- que iba a ser examinado en el centro donde yo era responsable; me daba el número para que yo… Y yo le dije que no, claro, que nunca había hecho esas cosas, ni sé ni sospecho de nadie de mi escuela que lo haya hecho, que lo siento.

No, no me estoy echando medallas, sé que he tenido la suerte de estar en la enseñanza (no en el Ministerio del Interior ni en el de Justicia ni el de Sanidad), que me facilita el mantenerme a salvo de la mierda en la que se encuentra inmerso este país nuestro de mierda… Yo siempre digo que si me encuentro en la situación extrema de no tener trabajo, no tener qué comer, tener hambre… quizá tienda la mano, quizá robe. ¿Y sabes qué dijo después de eso? Pues dijo a todo el mundo que si me hubiese puesto en la mano algunos billetitos, yo habría cogido el número con una sonrisa como un sol, que yo había rechazado el numerito del examen porque me lo había dado soso, seco, sin el caldito exquisito necesario. Cuando me enteré de eso, me puse como una tromba de ganas de machacarle. Unas ganas que siento ponerse a borbollear en la sangre cada vez que me acuerdo. ¡El hijo de la grandísima puta! Me planté en lo alto de las escaleras, en el quinto, donde vivimos. Esperé largo tiempo, con una postura de tigre con un hambre feroz en espera de la presa, sobre todo cuando oía pasos subiendo. Después me dijo el Negro, el vecino del cuarto, que aquel día el hijo de perra había ido a Tetuán a traer mercancía, él también se dedica al contrabando, ¡un maestro! El vecino dice que no es el único. Tampoco hacen nada malo los que contrabandean. Y no me gusta lo que dice el vecino y prefiero tragarme mi disgusto, aunque para mí un maestro-contrabandista es poco menos que una maestra que se prostituye.

Prosigo: Cuando me cansé de la postura del felino en lo alto de una roca, con las garras y los colmillos rutilando, entré a mi casa, me eché y me puse a controlar los ruidos del pasillo. Hasta que me quedé dormido. Después, mi veneno fue perdiendo fuerza, como suele pasarme. Pienso que tenía que haberle dado en la cara con su vómito repugnante y ruin -como en las escenas de las grandes tartas de merengue blanquísimo de las películas-, estoy a punto de echarme en cara que soy un cobarde, afirmo que ¡no! con la cabeza. Digo para rematar el episodio que, desde que el fenómeno vino a vivir ahí, nuestros problemas de pasillo nunca han cesado y hoy ¡mira! El vecino dice que lo de hoy no tiene perdón. Veo que estamos cerca de las tiendas y le pido que se pare y vaya a hacer lo que tiene que hacer, yo seguiré andando hasta casa, pero él no me hace caso y sigue hasta la puerta del edificio donde vivimos.

Me bajo, tiendo la mano, perdón por la molestia y muchísimas gracias. Me dirijo hacia las escaleras con una imagen colgando en la cabeza: la de un niño acariciando con una mirada soñadora la moto del vecino. Observo que estoy bajo el dominio de una alegría exaltada. Normal, me digo, la posibilidad de deshacernos de él está ahí. Y él mismo se lo ha buscado. Estoy a punto de chocar con una mujer en chilaba y velo, una kuffa en la mano, probablemente una de las que estaban en el pasillo con Fátima, porque veo en sus ojos, en los que el velo negro pone un no sé qué miliunanochesco, que la pregunta está a punto de hacerle ¡plaf! por la boca. Pienso que los hombres del edificio se le van a echar encima al canalla, no faltarán testigos dispuestos a ir a la comisaría a declarar. El pasillo lo encuentro desierto. Abro la puerta, entro, me quito la chilaba, la cuelgo, oigo a Aicha preguntar si ha venido Saleh. Le pregunto si Fátima ha ido y me responde que sí. Me dice ven a desayunar. Pienso Dios sabrá lo que la mujer de Saleh le ha dicho al maestro para que éste cometiera tamaña fechoría. Le pregunto a Aicha cómo ha podido agredir a la mujer en su propia casa, sabiendo lo grave que es eso. Me siento, miro el pan hecho con trigo que he comprado, limpiado, lavado, secado al sol y llevado a la tahona, busco el cuchillo con la mirada, dice que el maestro y su mujer y Fátima se insultaban y él se abalanzó sobre ella. Le pregunto si ha ido alguien con ella y responde que se ha ido sola. Pienso Saleh ya estará ahí ahora. El maestro también. Con la mierda al cuello. Es capaz de lanzarse a los pies de Fátima y de Saleh (esto lo he visto hacer a un soldado ante un superior a la entrada de un cuartel y no se me olvida) con tal de que le perdonen y se salve, corre el peligro de ir a la cárcel y perder su trabajo, el de maestro, claro. Sólo que se vaya de aquí, no verlo nunca más. No sé quién me dijo -creo que el Negro del cuarto- que estaba construyendo una casa no sé dónde. Una casa. Yo le perdonaría, pero con la condición de que desaparezca, con su mujer y sus hijos, que se largue. No verlo nunca más.

Le pregunto a mi mujer ¿cuáles de las vecinas estaban presentes cuando la ha agredido? y me dice que casi todas las que he visto en el pasillo. Son las mujeres quienes le han sacado de la casa de Saleh. Dice que hay que darle su merecido, no se puede agredir así a la mujer de un hombre en su casa, un ladrón, un borracho, bueno, pero es el vecino, y un maestro, el fin del mundo, como ha dicho al-Hadcha. Le pregunto por Nadia. Ha vuelto a dormir. Recuerdo la radio. Voy al dormitorio, cojo el aparato, el cable molesto y colgando y arrastrando como siempre, vuelvo al salón, enchufo y me pongo a buscar las informaciones. Un placer desayunar sin prisas y tumbarse a escuchar la radio. Mañana sábado hay trabajo, pero pasado, no. La postura en la que estoy aleja cada vez más la idea de ir a la comisaría para ver qué se ha hecho. La radio me cierra los ojos y me devuelve ese sueñecillo delicioso de la mañana de un día en el que no trabajo, tan delicioso que mi madre suele decir que es el mismísimo Satanás, porque intenta atar con sus hilos poderosos a los musulmanes para impedirles levantarse a hacer las abluciones, rezar e ir a buscarse el pan de cada día.

Me abren los ojos unos golpes en la puerta. Va Aicha a abrir, la voz de Fátima, se asoman al salón, se quita el velo y la capucha de la chilaba, su rostro dice que ha estado llorando. ¿Qué ha pasado? Responde desesperada ¡Saleh le ha perdonado! ¡¿Cómo?! ¡Pero eso no puede ser! ¿Es que ya no es un hombre? Cuenta que el hijo del pecado ya estaba en la comisaría cuando ha llegado Saleh. Han metido a éste en el despacho del comissaire… No, a ella no la han llamado para nada. Cuando han salido era como si todo lo que había pasado fuera algo banal. Saleh le ha dicho a Fátima ¡sir!, ¡a casa!, y el maestro decía que había sido ella la que le había atacado y enseñaba no sé qué en el cuello, un arañazo, él se había limitado a defenderse, y Fátima no puede contener las lágrimas. Claro, el hijo de puta ha ido antes y ha preparado el terreno con los polis -sabe como hacerlo, es contrabandista,… – para salir del lodazal en el que se había encharcado. Seguramente han convencido a Saleh, que es un bonachón, a un sólo paso de tontorrón. Le digo -y siento que me hierve todo el líquido del cuerpo- ¿por qué no ha gritado ella misma dentro de la comisaría, no ha armado un escándalo…? ¡Este muchrim ha entrado a mi casa y me ha agredido delante de los ojos aterrorizados de mis niños…! Y veo que estoy hablando con una mujer vieja ya a los treinta y pocos años, sin fuerza alguna y cargada de hijos y de pobreza y siento en la carne las uñas y los dientes de la desesperación, Aicha dice no sé qué, oigo la voz de Saleh en el pasillo, salgo y veo que está hablando con el maestro en la puerta de su piso, observo que éste habla con tono de quien ya no se siente inseguro, estoy con los dientes tan apretados que me duelen, siento la ebullición subir en mis adentros y quiero gritar algo demoledor pero no se me ocurre nada, pienso que soy una mierda, un pobre diablo, tan pobre como la pobre Fátima, se oyen golpes en la puerta de Saleh, desde dentro, sale Fátima y abre, aparecen todos los niños quejándose, el menor en brazos de la mayor, pienso que Saleh no es más que un pobre hombre, cargado de estos niños, tiene miedo -huye- de los problemas y piensa que el maestro hijo de perra es un funcionario del majzén y tiene sin duda amigos en la administración, etc. Fátima grita que no se vaya a creer que ha escapado, todas las vecinas han visto lo que ha pasado y quieren ir conmigo de testigos, si no ha encontrado a un hombre que le dé su merecido… y Saleh le grita ¡entra! y ella jura que no se saldrá con la suya, le llama cobarde, si fuese un hombre no agrediría a una mujer y el maestro grita que él es un hombre con dos cojones -¡con aquella actitud ruin de los cobardes cuando se sienten fuera de peligro y vencedores-, y el que quiera asegurarse si soy un hombre o no, que venga aquí ¡y ya no puedo más! Me veo gritando ¡un grandísimo hijo de puta y un marica, eso es lo que eres! y saltando hacia él, Saleh se aparta y caigo sobre la carroña con toda la fuerza, con todo el odio, con todo el asco, se cae de espaldas y yo encima de él, intenta defenderse, logro cogerle por el pelo y golpearle la cabeza contra el piso, al tercer golpe o al cuarto pega un grito animal espantoso, siento el palpitar del aviso del miedo de que se muera o le pase algo grave por los golpes contra el suelo duro, veo que ya está a mi merced, formo con las dos manos un sólo puño, veo aparecer a varias vecinas, Saleh acercándose para librarlo, le digo con un grito animal que ¡se aleje! Oigo una voz femenina que dice ¡Dale al perro!, me pongo a golpearle el rostro apatatado y sonrosado y el pecho y siento los brazos fuertes de Saleh por detrás intentando paralizarme y le dejo hacer…

Un cuento de Mohamed Lahchiri

Mohamed Lahchiri

 

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4 respuestas

  1. Coincido con Adina en calificar este relato como vibrante. Las imágenes se producen con un ritmo tan vertiginoso que casi corta la respiración al cerebro. Sobre un hecho concreto que acontece, el autor del relato abre tantos puntos de vista diferentes, tantos planos, miradas y perspectivas alrededor del núcleo de la acción, que no nos queda otra opción más que implicarnos en la historia que nos narra. Si las emociones y los pensamientos produjeran algún sonido se parecerían al rumor que sugiere el aliento, el sudor, y la circulación de la sangre. Al final del relato y con el pulso acelerado, más que testigo tengo la sensación de ser cómplice.

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